Dios en una harley: el regreso (5 page)

BOOK: Dios en una harley: el regreso
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No me decepcionó. Antes de que yo pudiera volver a la carga con más acusaciones de negligencia, Joe volvió a acercarme a él con un gesto protector. Apoyé la cabeza en su pecho, y él me acarició el pelo con ternura, consiguiendo que volviera a sentirme como una niña pequeña.

—Pensaba que todo esto ya lo habíamos solucionado hace diez años —dijo, y suspiró—, pero supongo que un pequeño refuerzo no te vendrá mal. —Entonces me abrazó aún más fuerte—. Deja que te cuente algo de lo que he presenciado de tu vida durante estos diez años —sugirió— y luego decides si te he estado escuchando o no, ¿vale?

Asentí en silencio y empezó a recitar con su voz profunda toda una letanía de sucesos, algunos de los cuales ni siquiera yo habría podido recordar con precisión.

Me avergoncé cuando mencionó que yo había estado marcando en secreto las botellas de whisky durante años para saber cuánto bebía Jim en una noche. Me habló de las depresiones posparto que sufrí las dos veces que di a luz, y de cómo las había ocultado a mi marido y a mis compañeros de trabajo. Sabía que una noche me había puesto el abrigo y me había ido de casa porque los niños me estaban volviendo loca, pero me recordó que simplemente me había quedado bajo la ventana y que los había estado observando, llorando en silencio entre los setos cubiertos de nieve. Él comprendía que aquella noche yo había llegado a mi límite y me felicitó por haberme tomado un «descanso», en lugar de decir o hacer algo que tal vez después hubiera lamentado.

Como si aquello no bastara, Joe continuó explicándome que me sentía celosa de mi propia hija. Abrí la boca para protestar, pero me callé porque sabía que estaba en lo cierto. Me dijo que, aunque yo sólo quería lo mejor para Gracie, también envidiaba las oportunidades de las que ella dispondría y con las cuales yo jamás había contado. A diferencia de las generaciones de mujeres que la habían precedido, la vida de Gracie estaría llena de posibilidades, sin limitaciones debidas a su sexo.

Tanta sinceridad me estaba provocando dolor de cabeza, pero Joe no paraba. Pasó a hablarme del trabajo y me hizo ver que me sentía inferior por ser una simple «enfermera de planta». Él sabía perfectamente que deseaba trabajar en la UCI, en quirófano, o en alguna unidad de alta tecnología que mereciera más respeto. Ni siquiera intenté contradecirle.

Después me habló de las veces que había renunciado a ir a la playa porque no soportaba verme a mí misma en bañador. Y lo que es peor, estaba enterado de que no había vuelto a ir al club a escuchar a Jim y a su banda porque temía que sus jóvenes admiradoras se preguntaran qué había visto Jim Ma Guire en mí, el adefesio estropeado y obeso de su esposa.

Entonces Joe sacó la artillería pesada y comenzó a repasar mi matrimonio. Me dijo que estaba resentida con el talento artístico de Jim, porque estaba convencida de que yo no tenía ningún don similar. Joe sostenía que yo, además de envidiar el talento de mi marido, envidiaba que disfrutara tanto de su trabajo, mientras que yo cada día debía realizar un gran esfuerzo para cumplir con mi turno en el hospital. Me maravillaba el hecho de que el tono de Joe no denotara el menor atisbo de reproche mientras enumeraba todos esos defectos de mi carácter. De hecho, notaba que de él no emanaba más que puro amor, comprensión y hasta compasión.

Finalmente, Joe mencionó un último resentimiento que yo ni siquiera me había atrevido a expresar con palabras. No pude reprimir una mueca de dolor al oírle decir que me asustaba que los niños quisieran más a su padre que a mí.

Esta última declaración me impresionó realmente. Y no sólo porque fuera cierta, sino porque era la observación más dolorosa que Joe me había hecho jamás. Mis hijos son lo más importante del mundo para mí.

Sin embargo, todo el tiempo que paso lejos de los niños hace que sienta que estoy perdiendo la conexión con ellos. Eso es precisamente lo que me aterra. La cuestión es que, a causa de nuestros horarios disparatados, Jim puede pasar más horas con ellos, mientras que yo gasto toda mi energía en el único trabajo que en realidad nos mantiene a todos. Aunque para ser justos, debo admitir que Jim suele ser mucho más divertido que yo y también acostumbra a estar de mejor humor.

Debería haber sabido que no podría ocultar a Joe esos dolorosos sentimientos. A pesar de mis protestas, había logrado penetrar en lo más profundo de mi ser y me había arrancado mis más oscuros secretos. Me sorprendió darme cuenta de que compartir todos esos miedos, privados y ocultos, con otra persona había hecho que empezaran a ser menos importantes. De repente, me sentía mucho mejor.

Joe había creado un entorno seguro para que pudiera sincerarme conmigo misma. De alguna manera, había dado voz a todos mis fallos y a todo mi resentimiento, a todas las palabras irritadas que nunca había pronunciado y que todavía tenía atragantadas, a todas las dagas que permanecían clavadas en mi corazón por las duras palabras que Jim y yo a veces intercambiábamos. Cuando hubo terminado, Joe me abrazó en silencio y me acarició el pelo.

—No pasa nada —me tranquilizó—. Todo mejorará, Christine. Te lo prometo.

—Pero es que es desesperante —sollocé con la cabeza apoyada en su hombro—. Es demasiado, Joe.

Tengo que cambiar demasiadas cosas. No creo que pueda.

—Claro que puedes —refutó él, riendo. Una chispa de irritación se me encendió en el estómago cuando me dijo aquello. No tenía ninguna gracia. Me sentía abrumada ante la inmensidad de los retos que me esperaban y apenas confiaba en mi capacidad de arreglar todos los fallos que él había enumerado.

—Ya veo que todavía estamos un poco susceptibles —dijo Joe con dulzura.

—No puedo, Joe —afirmé rotundamente, levantando la cabeza para mirarle de frente—. Todavía lucho contra los mismos tres problemas contra los que he luchado toda mi vida, pero en mayor escala. Mis relaciones, mi trabajo y mi peso son todavía los tres mayores obstáculos para alcanzar la felicidad, y todo indica que no soy capaz de superarlos. Ni siquiera sé por dónde empezar.

—Quizá superarlos no sea lo mejor —sugirió con tacto—. Quizás aceptarlos tal como son sea un buen principio —continuó—. Y a partir de ahí, intenta hacer cosas que te ayuden a cambiar.

Entonces me separé bruscamente de él, a pesar de que todavía no sé muy bien por qué.

—Joe, ahora mismo todo esto es demasiado, ¿vale? —espeté—. Estoy cansada, soy demasiado sensible y tengo que hacer un millón de cosas en las próximas dos horas. No puedo quedarme sentada y «aceptar las cosas tal como son».

Joe pareció herido por un instante, pero no tardó en recuperarse.

—Si me lo permites —comenzó educadamente—, no me parece que hayas empleado toda esa sensibilidad haciéndole el boca a boca al viejo Harry.

—Bueeeeno, no —dije lentamente, ordenando las ideas para defenderme—. ¿Qué esperabas? Soy una profesional.

—Ah, claro —dijo, asintiendo—. Una profesional.

Se produjo un silencio tenso y ya no supe qué decir. Sabía que mi reacción había sido excesiva y que había actuado mal, pero necesitaba desesperadamente que me escucharan y me comprendieran, y aquella había sido la primera oportunidad que se me había presentado en mucho tiempo. Me maravillaba al ver que por testaruda que me mostrara con él, Joe nunca se ofendía. ¡Cuánto deseaba ser como él!

Sabía que tenía que volver a casa a despertar a los niños para ir al fútbol y prepararles el desayuno, pero no quería dejar las cosas en un punto tan doloroso como aquél. Supongo que Joe debió de leerme el pensamiento otra vez, porque me arrebató las llaves con dulzura y me abrió la puerta del coche.

—Oye, ¿todavía tienes aquel pequeño amuleto que te regalé? —preguntó, resplandeciente—. Ya sabes, el que llevaba grabadas tus seis directrices.

—No —confesé con el corazón en un puño—. Lo siento, pero no. Gracie lo tiró al váter cuando tenía dos años.

No pareció entristecerse.

—¿Por casualidad te acuerdas de cuál era la número tres? —me preguntó, aunque yo no estaba segura de si era una pregunta trampa o una petición sincera.

—¿La número tres? —repetí, haciendo tiempo—. Hum, era esa que decía algo de reducir el ego, ¿no?

—No —respondió, sacudiendo la cabeza. De repente, parecía mucho más animado, atormentándome con acertijos como solía hacer en los viejos tiempos.

—Bueno —rogué, sonriendo sumisamente—, no me tengas en vilo.

—«Cuida de tu persona, ante todo y sobre todo» —enunció—. Eso es lo que decía.

Esperé una explicación más extensa, puesto que la experiencia me había enseñado que ésta no iba a tardar en llegar. Sin embargo, lo que dijo después, me dejó sin aliento.

—¿No lo ves, Christine? —insistió Joe con evidente sinceridad—. No has dejado de querer a tu marido; es a ti a quien has dejado de querer.

Esas palabras me golpearon el alma como una bola de demolición e hicieron añicos todas mis teorías y mis anteriores convicciones. ¿Sería cierto? ¿Todavía había esperanza de salvar mi matrimonio? Y lo que era más importante, ¿era yo la única que tenía la clave para hacerlo?

Cerré los ojos y volví a regañadientes al presente. Joe seguía sujetando la puerta del coche y me invitaba a subir. Como en un trance, me senté en el asiento del conductor, con la sensación de no tener ni un solo hueso en el cuerpo.

A cámara lenta, introduje la llave en el contacto, y Joe se inclinó hacia mí.

—Enamórate de ti misma, Christine —susurró—, y verás como todo vuelve a su cauce. Y digo todo.

Sin saber muy bien cómo, me encontré saliendo del aparcamiento y en dirección a casa. Me sentía muy alterada. Lo único que pude musitar mientras el coche avanzaba hacia el este, hacia el sol naciente de agosto, fue un profundo y prolongado «guau».

CUATRO

Jim y los niños ya se habían levantado cuando llegué.Estaban sentados ante desayunos a medio consumir.

Joey y Gracie ya estaban vestidos con el uniforme azul y blanco en el que se leía «Liga de Fútbol de Neptune City» con enormes letras azules en la parte delantera y «Ma Guire» con letras perfectamente bordadas sobre sus pequeñas espaldas. Jim, que todavía tenía los ojos hinchados de sueño, o quién sabe si de demasiadas copas de la noche anterior, servía zumo de naranja y repartía las servilletas con gran destreza.

Lo observé durante un momento desde la puerta, y me pregunté por qué me importaba tanto lo que hubiera bebido la noche anterior. Su adicción al alcohol no me afectaba para nada. «El es quien tiene que sufrir la resaca», pensé. Con todo, todavía me preguntaba cuántas copas había tomado y, lo que era más importante, con quién.

Joey fue el primero en reparar en mi presencia.

—Hola, mami —me dijo, con la boca llena de cereales—. ¿Te has acordado de comprar tortas de maíz?

—¿Qué? ¿Tortas de maíz? —respondí despistada—. Creo que sí. ¿Por qué no vas al coche y traes algunos paquetes, cariño?

—Bueno, espero que te hayas acordado del regaliz rojo —masculló Gracie—. Me lo prometiste ¿te acuerdas?

Noté que Jim me observaba.

—¿Estás bien, Christine? Pareces un poco… rara.

—Ah, sí. Sí, estoy bien —mentí—. Es… que… siento haber llegado tan tarde —añadí.

No estaba dispuesta ha comentar mi encuentro con Joe, porque era algo demasiado personal. El cerebro me iba a mil por hora mientras pensaba en alguna explicación creíble para mi tardanza. En el peor de los casos, usaría lo del boca a boca. No sería exactamente una mentira, sería sólo lo que las monjas solían calificar de «pecado de omisión».

—No llegas tarde, Chris —dijo Jim, confuso—. Llegas como siempre.

Miré el reloj y, cierto, eran sólo las seis y cuarto, mi hora habitual de llegada. Eso significaba que todavía me quedaba tiempo para darme una ducha y llegar a las siete al trabajo. ¿Qué estaba sucediendo? Pensé que la conversación con Joe había tenido que durar por lo menos veinte o treinta minutos, y recordaba perfectamente haber mirado el reloj del coche y haber visto que eran las seis y diez. ¿Cómo es posible que el tiempo que había pasado con Joe no existiera?

—¿Seguro que estás bien? —insistió Jim—. Te veo… diferente.

—Sólo estoy cansada —contesté por inercia.

Hábilmente, Jim cazó al vuelo una tostada que acababa de salir de la tostadora.

—¡Vaya una novedad! —murmuró para el cuello de su camisa.

Me preparé para replicarle con algún comentario sarcástico. Comencé a reunir frases en mi cabeza sobre lo mucho que trabajaba, lo poco que dormía y el derecho que tenía a estar cansada. Pero, de repente, me di cuenta de algo absolutamente increíble: ¡no estaba cansada en absoluto! Quizás era la primera vez que no me sentía completamente exhausta desde que Joey había nacido, nueve años atrás. En realidad, me sentía muy bien. No, fantásticamente; me sentía genial, llena de energía y hasta un poco eufórica. ¿Qué me pasaba? No era normal.

Corrí de cabeza al baño, dejando a Jim perplejo y confuso. Encendí la potente luz del techo y me miré detenidamente en el espejo. Lo que vi me impactó.

Christine Moore me estaba mirando, con un rostro fresco, tranquilo y sin arrugas, a pesar de estar bajo una bombilla de 120 vatios. Después, el dolor crónico en la región lumbar desapareció misteriosamente, igual que el dolor sordo de mis juanetes.

No me cabía la menor duda de que Joe tenía algo que ver con todo eso.

Como los amantes que aprietan las manos contra el cristal que los separa en la sala de visitas de una prisión, coloqué mis dedos de cuarenta y ocho años con toda delicadeza sobre aquella maravillosa imagen de mi juventud que estaba al otro lado del espejo. El reflejo alzó unas manos que eran blancas y suaves, llenas de juventud. Sin embargo, en mi lado del espejo, las manos estaban cubiertas de minúsculas arrugas secas y de una piel transparente que dejaba ver los nudillos prominentes y las venas azules. Hipnotizada, me incliné para mirarme todavía más de cerca.

—¿Dónde has ido a parar? —susurré, dejando un pequeño círculo de vaho en el cristal.

—¿Christine? —Jim me llamaba desde el vestíbulo—. ¿Estás bien?

Antes de que pudiera contestarle, se plantó en la puerta y la maravillosa figura del espejo se esfumó con la misma rapidez con la que había aparecido.

—Sí, estoy bien —contesté—. Nunca había estado tan bien.

Preocupado, Jim me miró de la cabeza a los pies e hizo un gesto de incredulidad.

Mientras me duchaba, pensé en todo lo que me había sucedido aquella mañana y en mi conversación con Joe. A pesar de mi feroz resistencia, una sutil semilla de esperanza y optimismo trataba de arraigar de nuevo en mi corazón. Me encantaba la sensación, aunque no me atrevía a confiarme. Me daba miedo pensar que las cosas podían mejorar, pero me asustaba aún más pensar que quizá no mejoraran.

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