Dios en una harley: el regreso (7 page)

BOOK: Dios en una harley: el regreso
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Supongo que no debería haberme sorprendido.

—¡Mami! —exclamó Joey con la excitación propia de los niños de nueve años—. ¡Gracie ha encontrado un conejo! ¿Nos lo podemos quedar? Por favor, mamá. No dará problemas. ¿Podemos? Por favor.

—No sabes si él es un conejo —reprochó Gracie a su hermano—. Podría ser una coneja, ¿verdad, mami? —dijo, sosteniendo al tembloroso animal contra el pecho—. ¿Nos la podemos quedar? Por favor, ¿podemos? Ya le he puesto nombre. Se llama Jersey.

Entonces ocurrió otra cosa extraña. Me oí decir «sí», a pesar de saber que sería yo la que acabaría cuidando de aquel débil animalillo. En aquel momento, no era consciente de que aquel conejo medio muerto de hambre que sostenía mi hija sería el catalizador de algunos importantes cambios en la dinámica de nuestra familia.

Gracie decidió que no quería ir a su clase de ballet esa noche y, aunque sé que debí darle un sermón sobre la responsabilidad y sobre acabar lo que se empieza, la verdad es que sentí un gran alivio. No tenía ganas de conducir más, y eso por no mencionar que así podría preparar la verdura y la pasta que había comprado por la mañana en una de mis excursiones diarias al Shop-Well.

Nunca imaginé que llegaría a estar ansiosa por cocinar, pero, por raro que parezca, al disponer inesperadamente de un rato libre, me entraron ganas de cocinar una auténtica cena casera para mis hijos. Jim tenía un par de clases apalabradas en la escuela primaria de Bradley Beach y luego una actuación con su banda en el Harold's, así que no llegaría a casa hasta mucho más tarde. Por algún motivo, eso también me quitó un peso de encima. Supongo que me sentí un poco más libre para experimentar en la cocina. Y no es que Jim se hubiera quejado nunca. Supongo que sólo tenía miedo de que se quejara algún día.

Me sorprendí tarareando mientras ponía a hervir el agua para la pasta y comenzaba a cortar los tomates, las cebolletas y los ajos. Entonces capté un sonido muy extraño procedente del salón, donde Joey y Gracie jugaban con su nueva mascota. Se trataba del maravilloso y característico sonido de las conversaciones. Por increíble que parezca, su entusiasmo infantil por Jersey les había hecho olvidar sus entretenimientos habituales, esto es, la tele, los videojuegos y los cedes. Por primera vez, no se oía nada más que las risillas sofocadas y los comentarios emocionados de mis dos hijos. Sus risas y sus chillidos de placer me acariciaban los oídos y, por un momento, dejé de cortar la verdura y me quedé escuchándolos con una enorme sonrisa que nacía de lo más profundo de mi ser.

Cenamos en la mesa, juntos, sin mirar el reloj y sin el parloteo incesante del televisor. Me avergüenza admitir que ni siquiera recordaba la última vez que habíamos cenado así. Los niños me contaron que Gracie había encontrado el conejo en el patio del colegio. Joey la había ayudado a capturarlo, y la maestra de Gracie les había explicado los pormenores de la dieta de un conejo. Nos reímos, charlamos, comimos.. . Y tuve la vaga impresión de que un rincón hambriento de mi alma encontraba, por fin, alimento.

Gracie y Joey jugaban a pillar en el jardín mientras yo lavaba los platos y los observaba desde la ventana de la cocina. La tarde de septiembre, en los últimos días del verano, era todavía cálida y agradable. Hasta el irritante ruido de la puerta mosquitera, que no paraba de dar portazos, me traía recuerdos agradables de los días despreocupados de mi infancia y me di perfecta cuenta de que me acababan de hacer un regalo precioso.

Los chicos se sentaron en la mesa de la cocina e hicieron sus deberes, mientras yo les preparaba los bocadillos para el almuerzo del día siguiente. Estaba concentrada con el bote de mantequilla de cacahuete cuando Joey me preguntó si quería hacer un «test de inteligencia». Le dije que sí y él me hizo unas cuantas preguntas simples, que yo respondí sin pensarlo entre fruta, pan, tarros y envoltorios. Gracie y Joey se reían de mis respuestas. No entendí qué les hacia; tanta gracia hasta que, en la décima pregunta, Joey me dedicó una mirada maliciosa y me dijo: —Gracias por hacerme los deberes, mami. Por lo que fuera, no se me ocurrió darle uní sermón sobre honestidad y, en lugar de eso, me reí de mí misma. Para sorpresa mía, reírme me hacía sentir mucho mejor que sermonear.

Después de que se bañaran, nos reunimos todos en la habitación de Gracie, donde se pusieron los pijamas y se prepararon para ir a la cama. Esa noche, los dos querían dormir con el conejo, así que decidimos que Joey dormiría en el plegatín que había en la habitación de Gracie para que el conejo «no se sintiera solo». Los dos me dieron un beso de buenas noches y luego corrieron a la caja de cartón que habíamos dejado en un rincón de la habitación y le dieron las buenas noches a Jersey.

—Mamita —dijo Joey, cuando ya salía de la habitación. Hacía siglos que no me había llamado así. Por lo general, decía «mami» o «mamá», pero nunca «mamita».

—¿Qué pasa, cariño? —pregunté desde el umbral.

—Esta noche me lo he pasado muy bien.

—Yo también —admití con una sonrisa.

—Y yo —añadió Gracie desde su cama.

Pero Joey no había terminado.

—¿Crees que podríamos hacer esto todos los días si Gracie dejara el ballet y dejáramos también el karate? —preguntó—. Me gusta mucho más estar contigo que con el profesor de karate.

—Y a mí —corroboró Gracie. Menos mal que estaba oscuro y mis hijos no vieron las lágrimas que asomaron a mis ojos. Desanduve mis pasos y me senté en un lado de la cama de Joey, en la oscuridad. Lo abracé y besé la suave piel de su mejilla.

—Me parece una buena idea —dije, con la esperanza de que mi voz no reflejara la profunda emoción que me embargaba. Me levanté y besé también a Gracie—. Ya hablaremos de esto por la mañana, ¿de acuerdo?

Cuando los niños se hubieron dormido, salí al jardín con mi vieja y oxidada silla de playa. Me dejé caer en ella y miré fijamente el cielo oscuro, aspirando los últimos efluvios del aire veraniego, cargado de olor a flores.

Levanté la vista hacia las estrellas y comencé a buscar las constelaciones que había memorizado de pequeña.

Cuando apenas había tenido tiempo para identificar la Osa Mayor, sentí el calor de una mano sobre la mía, que tenía apoyada en el brazo de la silla de playa. Podía haberme asustado, pero no tuve miedo. Sabía quién era.

—Esta noche has estado maravillosa —dijo Joe con dulzura.

—Gracias —murmuré, todavía con la vista en las estrellas.

—¿Eres feliz? —preguntó.

—Tiene gracia que lo preguntes —respondí con una sonrisa satisfecha—. Hacía años que no era tan feliz.

No sé si acabo de entender por qué, pero tampoco me lo planteo. Simplemente disfruto de mi felicidad.

—Bien.

Entonces me di cuenta de cuánto me había costado encontrar la felicidad donde debía. Hasta entonces solía buscarla en el fondo de un helado de medio litro o en mi informe laboral anual o en la balanza o en mi sueldo.

Me di cuenta de que me sentía satisfecha sin tener ninguna razón en particular. Normalmente, a esa hora, estaba exhausta y asaltaba la nevera en busca de consuelo, energía o cualquier otra cosa. Que yo recuerde, era la primera vez que no tenía hambre a esa hora. Pensé que un poco de té aromático me sentaría bien, pero no quería nada más.

—Me alegra que vuelvas a comunicarte con tu cuerpo —sentenció Joe—. Eso siempre va bien.

Como por arte de magia, el viejo velo que me había hecho ver las cosas de forma confusa durante cuarenta y ocho años comenzó levantarse. Entonces me di cuenta de que había vivido cerebralmente, sin escuchar a mi cuerpo. Había tratado a mi ser físico como si no tuviera voz ni voto. Sin duda, llevaba demasiados años luchando contra mi peso. Siempre medía lo que podía comer y jamás escuchaba lo que tenía que decir mi cuerpo.

—¿De verdad es todo tan simple, Joe? —pregunté, con evidente turbación—. Nunca me paro a pensar en cómo me siento. Quiero decir, cómo me siento de verdad. Siempre estoy con dietas y visitando a supuestos expertos para que me digan lo que mi cuerpo necesita. Pero no es su cuerpo, es el mío. Lo que pasa es que nunca le he prestado demasiada atención ¿no? —Eso es.

Estaba lanzada y no podía parar de hablar. —Esta noche me he permitido experimentar sensaciones que hacía años que no sentía y, de golpe, no tengo nada de hambre. Eso sí que es un verdadero progreso, ¿sabes? Ayúdame a recordarlo, ¿vale? ¡No quiero volver a separarme de mi cuerpo nunca más!

Estaba convencida de que Joe se alegraba por mí, pero aun así lo veía pensativo.

—¿Estás ya preparada para dar un paso más? —me preguntó finalmente.

—Sí, claro. Por su puesto —mentí.

Un solo progreso al día era más que suficiente para mí, pero esa noche Joe estaba envuelto en un aura de tristeza, y yo quería que fuera tan feliz como yo. Cuando se ponía así, lo único que parecía animarlo era poder darme dolorosas lecciones. Por eso no me importaba en absoluto seguir profundizando voluntariamente en mi vida.

—¿Has pensado en nuestra última conversación? —quiso saber—. La del romanticismo, la diversión y la creatividad…

—Claro —contesté con orgullo—. ¿Es que no me has visto esta noche? ¿Acaso no has visto el plato de pasta que he preparado? ¡Eso sí es creatividad!

Pero Joe no se rió, y eso me asustó.

—Hablemos de tu relación con Jim —sugirió—. ¿Qué tal va?

—Supongo que bien —tanteé—. Vamos, es que tampoco lo veo demasiado y, bueno, supongo que va bien.

Joe me estrujó la mano y se inclinó para mirarme a los ojos. Había en él una intensidad y una fuerza que nunca antes había visto.

—Pues no es suficiente, Christine —dijo—. Tienes que exigirte más por lo que respecta a las relaciones.

Tienes que volver a avivar el fuego. Tienes que recuperar los sentimientos. ¿Lo entiendes?

No me gustó que toda la responsabilidad de la salud de nuestro matrimonio tuviera que recaer sobre mis hombros. Quiero decir que, seguramente, yo tengo parte de culpa y quizás haya cometido algunos errores, pero Jim también. Al fin y al cabo, cualquier relación necesita de la participación de dos personas. ¿Por qué me cargaba a mí con todo el peso? Esperaba con todo el corazón que no me dijera que no estaba poniendo lo suficiente de mi parte, porque si lo hacía, acabaríamos discutiendo. Yo trabajaba en casa como una esclava, por no mencionar que también ganaba la mayor parte del dinero, mientras que Jim se sentaba en un bar a tomar unas copas y tocar con su banda. Ah, no. Iba a ser inflexible en este punto.

—No, Joe —respondí—. No lo entiendo. Para devolver la chispa a una relación hacen falta dos —añadí—.

Sabes perfectamente que no puedo hacerlo sola.

—Te equivocas, Christine —me corrigió, sin poner ni una brizna de reproche en su voz—. Para encontrar el romanticismo con tu pareja, primero debes ser romántica. Tienes que ser capaz de vivir con tu romanticismo.

—¿Ah, sí? —exclamé, boquiabierta.

—Tienes que hurgar en tu interior para encontrar tu espíritu aventurero, recordar qué hay que hacer para pasarlo bien y reavivar tus pasiones. El romanticismo consiste en eso. Tiene muy poco que ver con la persona que comparte la vida contigo y muchísimo con la forma de verte a ti misma. Si no recuerdas qué es el verdadero romanticismo, mira a tus hijos, porque ellos son el vivo ejemplo. Si los observas con detenimiento, te mostrarán cómo debes comportarte en cada momento.

Entonces me asaltó un terrible pensamiento. —¿Estás a punto de volver a irte, Joe? —pregunté con la mayor ternura con que jamás había preguntado nada—. Porque yo todavía no estoy preparada. No tengo ni idea de cómo voy a reconstruir mi vida. Todavía te necesito, Joe.

—Ya lo sé —respondió—. No me voy a marchar tan pronto. Lo que pasa es que quiero que tú… y el resto del mundo… consigáis arreglar este asunto del amor.

Suspiré aliviada. Por lo menos tendría asegurado un respiro temporal.

—Sabes que lo intento, Joe —insistí—. Pero si quieres pondré más empeño. Sólo necesito unos cuantos consejos más, ¿vale?

—Vale. Muy bien —respondió, resplandeciente—. Dime, ¿qué fue lo primero que te atrajo de Jim? Tienes que ser totalmente sincera, Christine.

—Eso es muy fácil —contesté—. Su música. Me encantaba lo que era capaz de hacer con su saxofón.

—¿Y qué más? —me presionó, para conocer más detalles—. Intenta recordar.

—Bueno, me encantaba la idea de estar enamorada de un músico —admití como un corderito, e inmediatamente me avergoncé de tener tan poco carácter—. Era emocionante, ¿sabes? Veía que las demás chicas me envidiaban. Quiero decir que Jim podía haber elegido a cualquiera, pero me escogió a mí y eso me hacía sentir muy especial.

—Todo el mundo quiere sentirse especial —apuntó Joe con dulzura—. Pero cuéntame más cosas de por qué te enamoraste de Jim.

No estaba segura de qué andaba buscando, pero sabía que Joe siempre perseguía la verdad, por estúpida que pareciera. Sin perder de vista esa idea, continué hablando.

—Una vez, cuando creía que no le miraba, vi que daba la mitad de su bocadillo a un vagabundo —acabé diciendo—. Me caló muy hondo.

—Ya me acuerdo —dijo Joe, con una sonrisa—. A mí también me caló.

—…Y era una de las personas más alegres que he visto en la vida —añadí—. ¿Sabes? Cuando se levantaba, lo primero que hacía de buena mañana era comenzar a cantar o a silbar. ¿Cuánta gente conoces que se levante así?

Me detuve un momento y me paré a pensar en todo aquello. De repente, me di cuenta de que hacía una eternidad que no escuchaba los silbidos ni los cantos desenfadados de Jim, y me invadió una enorme tristeza.

—Y ahora dime qué pasó —me instó, poniendo la directa—. ¿Dónde fue a parar tanto amor? —preguntó—.

Y, sobre todo, ¿qué es lo que tanto te preocupa?

No quería contestar a esas preguntas. Ponerme bajo aquel microscopio cósmico a través del cual Joe quería observarme era doloroso. Estaba a punto de negarme, pero al mirar sus ojos, sinceros e inquisitivos, supe que no podía decepcionarlo.

—El poder —admití con voz rota—. Me da miedo que Jim pueda tener algún poder sobre mí.

—¿Y por qué?

—Porque entonces lo tendría todo —respondí—. Y yo estaría en sus manos.

—Ay, cielos —susurró Joe—. ¿Por qué sigues temiendo ser vulnerable? ¿Por qué todavía te intimida tanto esa parte tierna y femenina que llevas dentro?

—¿Qué? —protesté, incrédula—. No me asusta mi feminidad —insistí con cabezonería—. Me asusta perder terreno a manos de… un hombre… de alguien a quien quiero.

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