Dioses de Marte (20 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

BOOK: Dioses de Marte
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—¿Va a acompañarnos el joven rojo? —preguntó Xodar.

—Sí.

—Me alegro. Tres espadas valen más que dos, y especialmente cuando la tercera es del mérito de la de ese chaval. Lo he visto pelear en el circo en los ritos de Issus muchas veces, y nunca, hasta que supe quién eres tú combatiendo, pensé que nadie pudiera aventajarle en arrojo y serenidad ante los mayores peligros. Se figuraría uno que sois maestro y discípulo o padre e hijo. Además al recordar su cara encuentro que tiene con la tuya un extraño parecido, el cual se destaca cuando a ambos os enardece la lucha; sí, los dos sonreís de igual modo triste, los dos demostráis para el adversario en cada movimiento de vuestros cuerpos y en cada momentáneo gesto de vuestras facciones el mismo soberano desprecio.

—Es verdad, Xodar, que es un gran luchador. Yo pienso que los tres formaremos un grupo invencible y si mi amigo Tars Tarkas, Jeddak de Thark, estuviera con nosotros, atravesaríamos Barsoom de polo a polo aunque el mundo entero pretendiera impedirlo, declarándose en contra nuestra.

—Se declarará —dijo Xodar— cuando se entere de dónde vienes. No olvides cuál es una de las supersticiones que Issus ha divulgado entre la crédula humanidad. Para ello se vale de los Sagrados Therns, que son tan ignorantes de su verdadero ser como los barsoomianos del otro mundo. Sus mandatos llegan a poder de los
therns
escritos con sangre en un raro pergamino, y los pobres e ilusos locos piensan que reciben las revelaciones de una diosa por medio de agentes sobrenaturales toda vez que encuentran tales mensajes sobre sus guardados altares, a los que nadie puede acercarse sin que le prendan. Yo mismo fui portador de esos mensajes de Issus durante bastantes años, y por eso sé que hay un largo túnel que une el Templo de Issus con el Templo principal del rey Matai Shang. Ese túnel lo construyeron los esclavos de los Primeros Nacidos con tal misterio, que ningún Thern ni siquiera sospecha su existencia. Incluso Matai Shang la desconoce.

»Los
therns
, por su parte, han esparcido sus templos por todo el mundo civilizado y sus sacerdotes a los que el vulgo jamás ve, difunden la doctrina del tenebroso río Iss, del valle de Dor y del Mar Perdido de Korus, para persuadir a los pobres engañados de que les conviene emprender voluntariamente una peregrinación desatinada. Bien sabes cómo se aprovechan de esa ignorancia los Sagrados Therns para atesorar riquezas y aumentar el número de sus esclavos.

»Así suelen los
therns
componérselas para obtener los bienes y los elementos de trabajo, que los Primeros Nacidos les quitan siempre que los necesitan. De vez en cuando, nosotros hacemos incursiones en el otro mundo y entonces capturamos muchas hembras pertenecientes a las casas reales de los rojos y cogemos los acorazados más nuevos así como los artesanos diestros que los terminan, porque la raza negra puede copiar, pero no crear.

»Somos una gente improductiva y orgullosa hasta lo inverosímil de su improductividad. A un Primer Nacido le repugna inventar o trabajar. Esta es la misión de las clases inferiores, que existen únicamente para que nosotros vivamos largo tiempo entre el lujo y la comodidad. Lo que a los Primeros Nacidos les interesa es la lucha; si no fuese por ella, habría muchos más Primeros Nacidos de los que Barsoom podría soportar; pero no creo que ninguno de mi raza muera de muerte natural. Las mujeres aquí vivirían incluso siglos si no nos cansáramos de ellas para sustituirlas por otras. Issus sola está protegida contra la muerte y nadie sabe la edad que tiene.

—¿Y no vivirían los demás barsoomianos tanto tiempo sin la doctrina de la peregrinación voluntaria, que los empuja al seno de Issus al cumplir los mil años y antes en ciertos casos? —le pregunté.

—Ahora voy creyendo que en nada se diferencian las varias razas de este mundo de la de los Primeros Nacidos y que, por tanto, me estaría permitido luchar por ellas sin distinción para ser perdonado de los pecados que he cometido atropellándolas, debido a la ignorancia engendrada en mí por un cúmulo de prejuicios.

Cesó de hablar y un ruido extraño sonó a través de las aguas del mar oculto. Ya lo había oído en igual ocasión la tarde anterior y comprendí que indicaba la terminación del día y el momento en que los hombres de Omean tienden las redes de seda en las cubiertas de los acorazados y los cruceros y se entregan al profundo sueño de Marte.

Nuestra guardia entró para inspeccionarnos la última vez hasta que apuntase la nueva aurora en el mundo de arriba. Cumplieron pronto su misión, la pesada puerta del calabozo se cerró detrás de los carceleros. Eramos los amos de la noche.

Les di tiempo para que regresaran a su cuartel lo que, según Xodar, hacían sin demora, y luego brinqué a la enrejada ventana para echar un vistazo a las aguas próximas. A corta distancia de la isla, a un cuarto de milla quizá, había un acorazado monstruoso, y entre él y la costa vimos unos cuantos cruceros de menor tamaño y algunos botes individuales. En el acorazado sólo descubrí un vigilante al que divisé perfectamente en la obra superior del buque, y el que después se tumbó en su red de seda, puesta en la pequeña plataforma en la que montaba la guardia. El centinela no tardó en quedarse dormido como un tronco. Se diría que la disciplina en Omean se hallaba singularmente relajada; pero eso no debe causar asombro, puesto que ningún enemigo sospechaba la existencia en Barsoom de tal flota, y tampoco la del mar de Omean o la de los Primeros Nacidos. ¿Para qué, pues, mantenerse en vela?

En seguida me dejé caer al suelo y conté a Xodar lo que había visto, describiéndole las varias clases de buques anclados cerca de la isla.

—Hay entre ellos uno —dijo— de mi propiedad personal, construido para cinco hombres, y que es el más veloz de los veloces. Si pudiéramos llegar a él, estoy seguro de que, por lo menos, tendríamos algunas probabilidades de escaparnos.

El negro me hizo una minuciosa reseña del equipo de la nave, de sus máquinas y de cuanto contribuía a proporcionarle la rapidez que la caracterizaba. Por su explicación, me di cuenta de que su motor había sido modificado según un truco que me enseñó Kantos Kan, cuando navegué con un nombre falso en la escuadra de Zodanga, mandada por el príncipe Sab Than y supuse con fundamento que los Primeros Nacidos la habían robado de los buques de Helium, que eran los únicos donde se empleaba. Me convencí también de que Xodar decía la verdad cuando alababa la velocidad de su navecilla, porque nada de lo que surca el tenue aire de Marte puede compararse, en punto a rapidez, con los aviones de Helium.

Decidimos esperar un par de horas hasta que todos los trasnochadores se hubieran acostado en sus redes. Mientras, fui a recoger al joven rojo en su celda, a fin de que, reunidos los tres, estuviéramos preparados para emprender la peligrosa aventura, cuyo término sería la libertad o la muerte.

Trepé a lo alto de la pared divisoria, sujetándome con ambas manos a su borde superior, gracias a un violento salto, y encontré arriba una superficie plana, como de medio metro de ancho por la que anduve hasta que llegué a la celda, en la que vi al joven sentado en un banco. Se había recostado en el muro, contemplando la brillante bóveda de Omean. Cuando me divisó balanceándome sobre el tabique, encima de su cabeza, abrió los ojos, manifestando su asombro. Luego un gesto amplio propio de quien descifra un enigma, se dibujó en su fisonomía. Iba a detenerme, para bajar al suelo junto a él, cuando me indicó con ademán que aguardase y, colocándose precisamente debajo de mí murmuró:

—Dame la mano; yo solo casi alcanzo de un brinco al remate la pared. Lo he intentado varias veces y cada día llego un poco más arriba. Creo que no tardaré en conseguirlo.

Me eché de bruces en la repisa que me sostenía y le tendí la mano tal y como me pidió, todo lo que me fue posible. El joven tomó un ligero impulso desde el centro de la celda y saltó con gran agilidad, cogiendo la mano que le ofrecía, y así subió, tirando yo de él hasta colocarse a mi lado.

—Eres el mejor saltador de los que llevo vistos en el país de Barsoom— dije. Sonrió.

—No es extraño. Ya te diré por qué cuando tengamos más tiempo.

Volvimos juntos al calabozo en el que Xodar nos esperaba y descendimos para charlar con él hasta que pasasen las dos horas convenidas. Las aprovechamos haciendo planes para un porvenir inmediato y para unirnos a él en un solemne juramento de combatir hasta la muerte mutuamente, fuesen los que fuesen los enemigos a quienes afrontáramos pues de sobra sabía que aunque lográramos librarnos de los Primeros Nacidos, tendríamos que luchar contra el pueblo: tan enorme es el poder de la superstición religiosa.

Se convino que yo gobernaría la embarcación en el caso de que arribásemos a ella, y que si ganábamos el otro mundo, sanos y salvos intentaríamos llegar a Helium sin ninguna incidencia.

—¿Por qué a Helium? —me preguntó el muchacho rojo.

—Porque soy un príncipe de allí —repliqué.

Me echó una mirada especial y no dijo nada más acerca del asunto. No dejó de sorprenderme lo significativo de su expresión momentánea, pero el agobio de la situación en que nos hallábamos se impuso en mi ánimo y no volví a pensar en tal cosa hasta mucho después.

—Vamos —exclamé al fin—. Manos a la obra. Ha llegado el momento... ¡Adelante!

En efecto; me bastó un minuto para ponerme de nuevo en lo alto del tabique, con el muchacho a mi lado. Ya en este sitio me desaté el arnés y saqué de él una larga y resistente correa que tiré al negro para facilitarle la ascensión. Xodar la cogió por un extremo y pronto estuvo junto a nosotros.

—¡Qué sencillo! —murmuró muy contento.

—Pues lo que falta será lo mismo —le contesté.

En seguida subí a la parte más elevada de la muralla exterior de la prisión, con objeto de otear los contornos y averiguar la posición del centinela de servicio. Permanecí al acecho unos cinco minutos y luego le vi rondar la cárcel con su paso lento, comparable a la marcha un caracol.

No le perdí de vista hasta que desapareció detrás una de las esquinas del edificio, apartándose del lugar desde el que nosotros nos proponíamos conquistar la libertad valiéndonos de su ignorancia o torpeza para vigilarnos. Apenas había desaparecido, cogí a Xodar de la mano y tiré de él para que subiese a la muralla. Hecho esto, puse un cabo de la correa del arnés en sus dedos y le ayudé a bajar con rapidez al nivel del terreno. Tras él descendió también el joven, utilizando el mismo medio sin la menor vacilación.

De acuerdo con lo convenido, no me aguardaron, sino que se encaminaron lentamente hacia el agua, separándose de mi como cosa de cien metros y pasando por delante del cuerpo de guardia, lleno de soldados dormidos.

Habrían andado escasamente doce pasos, cuando yo me deslicé al suelo y me dirigí tranquilamente a la orilla; pero al hallarme frente a dicho cuerpo, el recuerdo de las excelentes armas que debían guardar en él hizo que me detuviera pensando cuán necesario nos era proveernos de espadas para la peligrosa misión que proyectábamos realizar.

Miré a Xodar y al joven y vi que estaban en el agua, pegados al borde del dique donde, de acuerdo a lo planeado, habían de permanecer sujetos a los anillos metálicos encastrados en la obra; parecida a hormigón. Del negro y del rojo salían de la superficie del mar las respectivas bocas y narices. Como mis instrucciones eran ésas, confieso que me satisfizo su disciplina.

El atractivo de las espadas guardadas en el cuartelillo fue demasiado fuerte para mí, por lo que vacilé un momento, medio inclinado a correr el riesgo de intentar coger unas cuantas. El refrán «el que vacila se pierde» acudió a mi imaginación en aquel instante, y acto seguido me vi arrastrándome con cautela hacia la puerta del cuerpo de guardia.

Suavemente la empujé para abrirla un tanto, y eso bastó para que descubriera a una docena de negros tendidos en sus redes de seda profundamente dormidos. A cada lado del cuarto había unos armeros que contenían las espadas y los fusiles de los soldados. Osadamente empujé la puerta un poco más para que por ella pasara mi cuerpo. Un gozne produjo un alarmante chirrido. Uno de los hombres se estremeció y mi corazón le imitó. No pude por menos de maldecirme mí mismo, y casi me arrepentí de una locura que así comprometía nuestros planes de salvación; pero entonces ya no quedaba otro remedio que proseguir con todas sus consecuencias.

De un salto tan rápido y silencioso como el de un tigre, me puse junto al guardia que se había movido, y mis manos rodearon su garganta esperando el momento en que abriera los ojos. Durante unos minutos, que me parecieron una eternidad, dominé con trabajo mis excitados nervios, permaneciendo al acecho; pero el negro se volvió del otro lado y continuó durmiendo con pesado sueño.

Con gran cuidado pasé entre y sobre los soldados hasta que llegué al armero, situado en la parte más distante del cuarto y, una vez allí me preocupé de mirar a mis dormidos enemigos. Todos estaban tranquilos. Sus respiraciones eran normales y, por lo rítmico de su sonido, me parecieron la música más dulce de cuantas llevaba oídas.

Saqué con alegría una larga espada del armero, y el roce de la vaina con su agarradera, cuando la retiré de ella, ocasionó un ruido áspero semejante al de raspar el hierro fundido con una lima de gran tamaño, lo que me llenó de sobresalto, temiendo fundadamente que despertasen los confiados durmientes. Por fortuna, ni uno siquiera rebullía.

Me apoderé de la segunda espada sin ruido, pero con la tercera no sucedió lo propio, pues chocó con las que ya tenía en la mano, produciendo un chasquido metálico que me aterró. Supuse que algunos de los hombres se despertarían por fin y me preparé a resistir su acometida, colocándome cerca de la puerta para huir a toda prisa en cuanto pudiera; pero, con extraordinaria sorpresa mía, ningún negro inició el más ligero movimiento. Deduje, por tanto que tenían el sueño muy pesado, a menos que los ruidos que yo hice no fuesen tan fuertes como a mí me lo parecieron.

Iba a separarme del armero, cuando las pistolas que contenía atrajeron mi atención. Comprendí que no podía llevarme más que una, porque estaba demasiado cargado para moverme con soltura en condiciones normales de velocidad. La idea, sin embargo, me fue muy útil, porque al coger una de su clavija, fijé la mirada por primera vez en la ventana abierta que había detrás del armero, la que por cierto me ofrecía un espléndido medio de fuga, porque daba directamente al muelle, a veinte pasos escasos de la orilla del mar.

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