Dioses de Marte

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Authors: Edgar Rice Burroughs

BOOK: Dioses de Marte
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Con la extraordinaria crónica del regreso del más famoso héroe interplanetario de nuestro tiempo, John Carter, al Planeta Rojo, en busca de la maravillosa y hermosísima princesa marciana Dejah Thoris... He aquí el Valle Dor con sus morbosos cultivadores, el Mar Perdido de Korus, los grandes Monos Blancos Sagrados, los Sumos Sacerdotes que sólo se alimentan de carne humana suministrada por sus Viciosos Verdugos...

Edgar Rice Burroughs

Dioses de Marte

Ciclo John Carter 2

ePUB v1.0

NoOneSun
01.01.11

Portada: LANANE

PREFACIO

Doce años han pasado ya desde que puse el cadáver de mi tío carnal, el capitán John Carter, de Virginia, fuera de la vista de los hombres, en aquel extraño mausoleo del viejo cementerio de Richmond.

He meditado a menudo acerca de las extrañas instrucciones que me había dejado mientras dirigía la construcción de su resistente tumba, y con especial hincapié la de las partes que habrían de permitirle yacer en un casquete abierto, asunto que le preocupaba en extremo, así como que el poderoso mecanismo destinado a mover los cierres de la enorme puerta de la cripta, sólo se pudiera manejar desde dentro.

Doce años han pasado desde que leí el extraordinario manuscrito de aquel extraordinario hombre, de aquel hombre que no recordaba su niñez y que no sabía ni remotamente la edad que tenía, pues siempre poseía una apariencia joven, no obstante haber mecido en sus rodillas al bisabuelo de mi abuelo; de aquel hombre que pasó diez años en el planeta Marte, que había combatido por los hombres verdes de Barsoom y luchado contra ellos, que fue amigo y enemigo de los hombres rojos, que desposó a la siempre hermosa Dejah Thoris, princesa de Helium, y que durante casi diez años había sido el príncipe de la casa de los Tardos Mors, Jeddak de Helium.

Doce años han transcurrido ya desde que encontramos su cuerpo en el despeñadero tras su mansión sobre el Hudson, y con frecuencia, en el curso de estos largos años, he dudado sí John Carter estará muerto realmente, o de si andará vagando de nuevo por los abismos del mar muerto de aquel planeta agonizante, si habrá vuelto a Barsoom a fin de abrir las amenazadoras puertas de la increíble planta atmosférica a tiempo de salvar los incontables millones que perecían de asfixia en aquel remoto día que se había visto lanzado repentinamente por el espacio a través de cuarenta y ocho millones de millas para regresar otra vez a la Tierra. También me pregunto si podrá haber hallado a la princesa de los negros cabellos y al apuesto hijo, que había soñado le aguardaría junto a ella en los reales jardines de la mansión de Tardos Mors.

¿O habría encontrado que era demasiado tarde, y habría retrocedido así a una muerte viviente sobre un mundo agonizante? ¿O estará en verdad muerto, después de todo, y no volverá jamás ni a su madre la Tierra, ni a su amado Marte?

Así me encontraba, una calurosa tarde de agosto, perdido en inútiles cavilaciones, cuando el viejo Ben, mi antiguo ayuda de cámara, me entregó un telegrama. Rasgué la solapa para abrirlo y leí:

«Te espero mañana en el hotel Raleigh, de Richmond.»

«John Carter.»

Al día siguiente, temprano, tomé el primer tren hacia Richmond, y dos horas después, penetraba, una vez anunciado, en los aposentos ocupados por John Carter.

Cuando entré se levantó para recibirme, su antigua sonrisa cordial de bienvenida le iluminó su hermoso rostro. En apariencia, no había envejecido ni un solo minuto, sino que aún demostraba poseer el vigor y la agilidad propios de un genuino luchador de treinta años. Sus penetrantes ojos grises se mantenían aún claros, y las únicas líneas que marcaban su cara eran las propias de un carácter de hierro y de una determinación que siempre le descubrí desde que le vi por primera vez, hace de esto treinta y cinco años.

—Bien, sobrino —dijo saludándome—, ¿te sientes como si estuvieras con un espectro, como si estuvieras sufriendo los efectos de haber abusado de los julepes del tío Ben?

—Reconozco que han sido los julepes —reconocí—, a pesar de todo, me siento completamente bien, a pesar de que todo se deba a los efectos de verle otra vez. ¿Ha regresado a Marte? Cuéntemelo. ¿Y Dejah Thoris?... ¿La encontró con buena salud y esperándole?

—Sí, he estado en Barsoom de nuevo y... Pero es una historia muy larga, demasiado larga para contársela en el poco tiempo que me queda antes de regresar allá. He aprendido el secreto, sobrino, y puedo atravesar el impenetrable vacío por mi voluntad, yendo y viniendo entre los incontables astros a mi antojo; aunque mi corazón pertenece a Barsoom y mientras permanezca en el hogar de mi Princesa Marciana, dudo mucho que alguna vez abandone ese planeta agonizante donde mi vida ha echado raíces tan hondas.

»He venido ahora porque mi afecto hacia ti me ha inducido a volver a verte antes de que pases para siempre a esa otra vida que yo jamás conoceré, y en la que, a pesar de que muera por tres veces (y aún cuando moriré esta noche, como tú sabes que hago), jamás seré capaz de sumergirme del modo que tu podrás hacerlo.

»Aun los más sabios y misteriosos
therns
de Barsoom, ese antiguo culto que durante innumerables edades se enorgullecía de poseer el secreto de la vida y la muerte, con su inquebrantable firmeza, en las laderas exteriores de las Montañas de Otz, son tan ignorantes como nosotros. Yo lo demostré, aunque casi perdí la vida en el empeño; pero tú lo leerás todo en las notas que he escrito durante los tres últimos meses que llevo residiendo en la Tierra.

Dio un golpe con la mano a una abultada cartera que reposaba sobre la mesa al lado de su codo.

—Sé que te interesa y que crees, y se que el mundo entero, también, está interesado, a pesar de que la gente no creerá durante muchos años todavía; sí, durante muchos años aún, porque no puede entender. Los hombres de la Tierra no han progresado aún lo suficiente como para poder abarcar las cosas de que he escrito en estas notas.

»Entrégales lo que quieras de ellas, lo que a tu juicio no les perjudique, pero no te molestes si se ríen de tí.

Aquella noche fui paseando con él hasta el cementerio. Al llegar a la puerta de su panteón se volvió y me estrechó la mano.

—Adiós, sobrino —dijo—. Puede que ya no te vuelva a ver, pues creo que me faltará decisión para separarme de mi mujer y mi hijo mientras vivan, y en Barsoom la duración normal de la existencia suele ser superior a los mil años.

Entró en la cripta. La enorme puerta se cerró lentamente. Los poderosos cerrojos se encajaron. La cerradura rechinó. Desde entonces, no he vuelto a ver al capitán John Carter, de Virginia.

Pero ésta es la historia de su regreso a Marte en aquella ocasión, tal como la he leído de la gran cantidad de notas que dejó en la mesa de su cuarto en el hotel de Richmond.

He omitido muchas cosas, muchas cosas que no me atrevo a contar; pero aquí encontraréis la historia de su segunda búsqueda de Dejah Thoris, princesa de Helium, aún más notable que las de su primer manuscrito, que ofrecí a un mundo incrédulo hace poco tiempo y en el que seguimos al luchador virginiano por los abismos del mar muerto bajo las lunas de Marte.

Edgar Rice Burroughs

CAPÍTULO I

Los Hombres Planta

Mientras permanecía en pie sobre el despeñadero de delante de mi casa en una clara y fría noche de principios de marzo, en 1886, con el noble Hudson fluyendo ante mi como el espectro silencioso y gris de un río muerto, sentí de nuevo la extraña e impulsante influencia del poderoso dios de la guerra, mi amado Marte, al que durante diez largos y tediosos años había implorado en vano, tendiéndole los brazos, que me llevase junto a mi perdido amor.

Jamás desde aquella otra noche de marzo de 1866, en que me encontré tirado fuera de aquella cueva en Arizona, donde yacía mi cuerpo inmóvil y sin vida, arropado por algo parecido a la muerte terrestre, había sentido la irresistible atracción hacia el dios de mi profesión.

Con los brazos tendidos hacia el ojo rojo de la gran estrella, permanecí inmóvil rogando por el regreso de aquel extraño poder que en dos ocasiones me había hecho atravesar la inmensidad del espacio, rezando como había rezado durante un millar de noches anteriores, durante los diez largos años en los que aguardé y esperé.

De improviso noté un desfallecimiento acompañado de náuseas, mis sentidos se debilitaron, se me doblaron las rodillas y caí al suelo de bruces, en el borde mismo del aterrador precipicio.

Pronto se me aclaró la mente y surgieron y fueron pasando por mi memoria los vivos cuadros de la horrible y lúgubre cueva del Arizona; una vez más, como en aquella remota noche, mis músculos se negaron a obedecer a mi voluntad, y una vez más, en la ribera del plácido Hudson, pude oír los tétricos lamentos y los sordos ruidos del horrible ser que me acechaba y amenazaba desde los oscuros rincones de la caverna, hice el mismo poderoso y sobrehumano esfuerzo para romper las ligaduras de la extraña anestesia que me dominaba, y de nuevo sentí un agudo chasquido como si un alambre tirante que súbitamente se soltara, y de pronto me vi en pie, desnudo y libre, junto a aquella cosa quieta e inanimada que hacía poco había palpitado con la cálida y roja sangre de John Carter.

Apenas le dirigí una mirada de despedida y volví los ojos otra vez hacia Marte, levanté las manos hacia los pálidos rayos del astro y permanecí esperando.

No tuve que esperar mucho tiempo, porque casi de inmediato al fijar en él la vista, fui precipitado con la rapidez del pensamiento hacia el horrible vació que se abría ante mí. Experimenté el mismo e inexplicable frío y la total oscuridad que veinte años antes, y entonces abrí los ojos a otro mundo, bajo los ardientes rayos de un sol abrasador, que me golpeaban por una estrecha abertura en la cúpula del enorme bosque en que me encontraba.

El espectáculo que se presentó a mis ojos era tan poco marciano, que el corazón se me subió a la garganta con violencia mientras un repentino temor me recorría ante la posibilidad de que hubiera sido implacablemente lanzado a un extraño planeta por una suerte cruel.

¿Por qué no? ¿Con qué guía había contado para cruzar el vasto vacío del espacio interplanetario? ¿Qué seguridad tenía de no haber sido enviado a alguna remota estrella de otro sistema solar, en vez de serlo a Marte?

Me encontraba tumbado sobre una pradera de tupida y rojiza vegetación, y en torno mío se extendía un bosque de extraños y preciosos árboles, cubiertos de enormes y vistosos capullos y poblados por brillantes y silenciosos pájaros. Los llamo así porque tenían alas, si bien jamás los ojos de un mortal repararon en formas tan extrañas y extraterrestres.

La vegetación era similar a la que crece en los campos de los marcianos rojos de los grandes canales; pero los árboles y las aves no se parecían a cuanto había visto antes sobre Marte, y entonces, por entre los árboles más distantes, pude contemplar la menos marciana de las vistas: un mar abierto de aguas azules brillando bajo un sol abrasador.

Mientras me levantaba para investigar más, experimenté el mismo y espantoso ridículo que sufrí al intentar andar por primera vez bajo las condiciones marcianas. La atracción menor del pequeño planeta y la menor presión del aire en la atmósfera excesivamente rarificada, ofrecían tan poca resistencia a mis músculos terrestres, que el mero esfuerzo necesario para ponerme en pie me hizo elevarme varios metros sobre el suelo y caer boca abajo sobre la suave y reluciente hierba de tan extraño mundo.

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