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Authors: Edgar Rice Burroughs

Dioses de Marte (6 page)

BOOK: Dioses de Marte
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Durante un largo rato se produjo un profundo silencio y luego un ruido repentino suave y sutil, detrás de mí, hizo que me volviera de prisa para mirar un gran
banth
de muchas patas que se arrastraba sinuosamente hacia mí.

El
banth
es una bestia carroñera que vaga por las colinas bajas que rodean los mares muertos del antiguo Marte. Como casi todos los animales marcianos, apenas tiene pelo, presentando sólo una espesa cerda en forma de crin alrededor de su abultado cuello.

Su largo y flexible cuerpo está sostenido por diez fuertes patas; sus enormes mandíbulas se hallan provistas de varias filas de colmillos, punzantes como agujas e iguales a los del
calot
o sabueso marciano; la boca le llega hasta más allá de sus pequeñas y puntiagudas orejas, mientras que sus dilatados y saltones ojos verduscos añaden el último toque terrorífico a su pavoroso aspecto.

Cuando se arrastró hacia mí, se flageló con la poderosa cola los amarillentos lomos, y al notar que había sido descubierto lanzó un sordo rugido con el que a menudo deja a su presa momentáneamente paralizada en el instante en que va a arrojarse sobre ella.

De esa manera lanzó hacia mí su pesada mole, pero su rugido hipnotizador no había conseguido paralizarme de terror, por lo que sus ávidas fauces se encontraron el frío acero en lugar de la tierna carne propicia para ser devorada.

Un instante después saqué el arma del ya paralizado corazón del gran carnívoro barsomianio, y al volverme hacia Tars Tarkas, me sorprendió verle haciendo frente a un monstruo análogo.

Apenas había acabado con él, cuando me di la vuelta acuciado por mi instinto, para observar que otro de los salvajes moradores de las montañas marcianas cruzaba saltando por la estancia para acometerme.

Desde entonces, en el transcurso aproximado de una hora, fueron lanzados contra nosotros, como si en apariencia surgiesen del aire, varias horribles criaturas.

Tars Tarkas debía estar satisfecho; allí había seres tangibles a los que podía rajar y despedazar con su enorme espada, mientras que yo, por mi parte, puedo decir que el giro de los acontecimientos me agradaba mucho más que el fúnebre canto de los labios invisibles.

Que en nuestros nuevos enemigos no existía nada de sobrenatural lo demostraban sus gritos de dolor y sus aullidos de rabia cuando sentían el filo del acero en sus vísceras y la sangre que brotaba de sus tajadas arterias cuando morían eran verdaderamente real.

Observé, en el curso de aquella nueva persecución, que las bestias aparecían sólo cuando estábamos de espaldas a una de las paredes; nunca vimos que una sola se materializara en el tenue aire, y como ni un instante siquiera se me debilitaron las facultades de razonar, no creí que las fieras llegaban al aposento por otro medio que no fuera por alguna puerta oculta o bien disimulada.

Entre los adornos del arnés de cuero de Tars Tarkas, que es la única prenda usada por los marcianos, aparte de las capas y los trajes de seda y piel para protegerse del frío después de anochecer, había un pequeño espejo, como del tamaño de los de mano utilizados por las damas, el cual colgaba entre los hombros y su cintura en la ancha espalda del guerrero.

Una vez que éste se inclinaba hacia adelante para mirar a otro enemigo que acababa de vencer, mis ojos acertaron a fijarse en el espejo, y en su brillante superficie vi retratada una imagen que me obligó a exclamar en voz baja:

—¡Quieto, Tars Tarkas! ¡No muevas ni un músculo siquiera!

El no me preguntó por qué y permaneció inmóvil como una estatua sepulcral, mientras que mi vista contemplaba un extraño espectáculo que para nosotros significaba tanto.

Lo que vi fue el rápido movimiento detrás de mí de una sección de la pared. Giraba sobre pivotes, y con ella la sección del piso correspondiente giraba también. Era como si se colocase una tarjeta de visita, por uno de sus extremos, sobre un dólar de plata puesto de plano en una mesa, de modo que el borde de la tarjeta separase en dos partes la superficie de la moneda.

La tarjeta podía representar la sección de la pared que giraba, y el dólar de plata la del suelo. Ambas estaban tan perfectamente adaptadas a las partes adyacentes del suelo y los muros, que no se notaba ninguna juntura a la débil luz de la estancia.

Cuando el movimiento iba por la mitad, aparecía una enorme bestia que descansaba sobre sus ancas en la porción del piso giratorio situada en el lado opuesto, antes de que la pared comenzara a moverse, y cuando dicha sección se paraba, la fiera estaba frente a mi, en nuestro lado del tabique. Era un truco muy simple.

Lo que más me interesó fue el espectáculo que la sección a medio girar me permitió ver por el boquete entreabierto: una gran habitación, bien iluminada, en la que había varias personas hombres y mujeres encadenados a la pared, y delante de ellos, dirigiendo evidentemente la maniobra de la puerta secreta, un hombre de rostro cruel, ni rojo como los hombres rojos de Marte, ni verde como los hombres verdes, sino blanco como yo y con una flotante melena de color amarillento.

Los prisioneros de detrás de él eran marcianos rojos. Encadenadas junto a ellos había cierto número de bestias feroces iguales a las que tan infructuosamente venían atacándonos y otras de aspecto igualmente feroz.

Cuando me dispuse a afrontar a mi nuevo enemigo, lo hice con el corazón más aliviado que antes.

—Mira el muro de la más distante a nosotros, Tars Tarkas —le dije—; hay allí una puerta secreta hecha en la pared por la que nos sueltan las fieras que nos atacan.

Yo estaba muy cerca de él y le hablé en tono casi imperceptible para que mi descubrimiento del secreto no llegase a oídos de nuestros atormentadores.

Por último, como continuábamos de cara al extremo opuesto del aposento, no prosiguieron las embestidas de las fieras, lo que me convenció de que los tabiques estaban perforados de algún modo con objeto de que nuestros actos se pudieran observar desde fuera.

Inmediatamente se me ocurrió un plan de acción, y colocándome junto a Tars Tarkas, se lo conté en un bajo murmullo sin apartar la vista del extremo de la habitación.

El gran Thark manifestó su asentimiento a mi propuesta con un gruñido y, de acuerdo con mi plan, empezamos a dar la espalda al muro giratorio, mientras yo avanzada despacio hacia él.

Cuando alcancé un punto situado a unos diez pies de la puerta secreta, le indiqué que se quedase quieto por completo hasta que yo hiciese la señal convenida, y rápidamente volví la espalda a la puerta, a través de la cual casi sentía el aliento jadeante de nuestro presunto verdugo.

Instantáneamente busqué con los ojos el espejo usado por Tars Tarkas, y en un segundo me preparé a presenciar cómo giraba la parte de la pared que volcaba sobre nosotros sus salvajes terrores.

No tuve que esperar mucho, ya que en seguida empezó a moverse con velocidad la dorada superficie. Apenas se inició el movimiento hice la seña a Tars Tarkas, saltando simultáneamente a la mitad de la puerta, que se separaba de mí girando. De igual modo, el Thark brincó con presteza sobre el hueco dejado por la sección que se apartaba.

Un solo salto me hizo pasar por completo a la habitación adyacente y me puso cara a cara con el individuo cuyo rostro cruel acababa de entrever. Tenía aproximadamente mi estatura y era muy musculoso y, a juzgar por los detalles externos, estaba constituido como un terrestre.

Llevaba al costado una espada larga, una espada corta, una daga y una de esas destructoras pistolas de radio, tan comunes en Marte.

La circunstancia de que yo estuviera armado solo con una espada y de que la ley y la ética de las batallas en Barsoom prohibieran pelear con elementos desiguales, no produjeron efecto alguno en el sentido moral de mi contrario, quien echó mano a su revólver apenas toqué el suelo a su lado; pero a un certero tajo de mi espada larga envió el arma de fuego volando al otro extremo de la habitación antes de que pudiera dispararla.

Instantáneamente desenfundó su espada larga, y armados los dos de igual manera, nos enzarzamos con denuedo en el combate más igualado que jamás tuve.

El sujeto era un maravilloso espadachín, sin duda acostumbrado a batirse, mientras que yo no había cogido una espada en mi mano a lo largo diez años hasta aquella misma mañana.

A pesar de eso, recobré en seguida mi perdida destreza, así que a los pocos minutos mi adversario empezó a comprender que había dado con su horma.

Su rostro se puso lívido de rabia al encontrar que mi guardia era impenetrable mientras su sangre brotaba de una docena de pequeñas heridas que recibió en la cara y el cuerpo.

—¿Quién eres, hombre blanco? —murmuró—. Que no eres un barsoomiano del mundo exterior lo demuestra tu color, y tampoco eres de los nuestros. Su última afirmación fue casi una pregunta.

—¿Y si fuera de los del Templo de Issus? —exclamé con atrevida decisión.

—¡Maldita sea la suerte! —replicó palideciéndole el semblante bajo la sangre, que lo cubría casi por entero.

No sabía cómo continuar por ese camino, pero conservé con cuidado la idea por si más adelante las circunstancias la hacían necesaria. Su contestación indicaba que, por lo que él sabía, yo podía venir del Templo se Issus, en el que habitaban por lo visto hombres parecidos a mí. Tampoco cabía duda de que aquel hombre temía a los moradores del Templo o que les profesaba a ellos o a su poder, tal devoción que temblaba al pensar en los daños y los castigos que podían devenirle por haberse enfrentado a uno de ellos.

Pero mi tarea por entonces respecto a él era de naturaleza distinta de las que requieren un determinado razonamiento abstracto, pues consistía en hundirle cuanto antes mi espada entre las costillas, y esto lo conseguí al fin a los pocos segundos, por cierto con asombrosa facilidad.

Los prisioneros encadenados asistían al combate sumidos en profundo silencio, y en la estancia no se oían más ruidos que el del choque de nuestras espadas, el del roce en el suelo de nuestros pies desnudos y el murmullo de las escasas palabras que ambos pronunciamos con los dientes apretados sin interrumpir nuestro mortal duelo.

Pero mientras el cuerpo de mi contrario se derrumbó en el suelo como una masa inerte, un grito de aviso salió de una de las mujeres prisioneras.

—¡Gírate! ¡Gírate! ¡Detrás de ti! —exclamó, y mientras me giraba a la primera nota de su agudo grito me encontré frente a otro hombre de la misma raza del que yacía tendido a mis pies.

El recién llegado había salido con cautela de un oscuro corredor y estaba casi sobre mí con la espada en alto cuando le vi. Tars Tarkas no se encontraba a la vista, y el panel secreto de la pared por el que había entrado estaba cerrado.

¡Cuánto deseé que estuviera a mi lado en aquel momento! Había peleado durante largas horas casi de continuo, había pasado por riesgos, experiencias y aventuras capaces de destruir la vitalidad de un hombre y, por añadidura, no había comido ni dormido en casi veinticuatro horas.

Me sentía extenuado, y por primera vez en años llegué a dudar de mi habilidad para deshacerme de mi enemigo; pero, sin embargo, aún me quedaban arrestos para enfrentarle y me dispuse a acometer al nuevo contrario con toda la rapidez y el brío que me mantenía aún, consciente de que la salvación para mí consistía en la impetuosidad de mi ataque... podía esperar ganar una lucha de larga duración.

Pero el individuo aquel pensaba, evidentemente, de otro modo, puesto que eludió mis asaltos retrocediendo, parando y parando mis estocadas y esquivándome hacia un lado u otro hasta que finalmente me encontré totalmente agotado en mis intentos de matarlo.

Era un espadachín más hábil si cabe que mi anterior contendiente, y debo admitir que jugó conmigo como quiso y al final se hubiera precipitado sobre mí convirtiéndome en un cadáver más.

Cada vez me notaba más agotado, hasta que los objetos empezaron a desvanecerse ante mis ojos y comencé a vacilar y a tambalearme, más dormido que despierto, y en ese momento se aprovechó para darme el golpe de gracia que casi me arrebata la vida.

Me había hecho girar hasta que me hallaba delante del cadáver de su compañero, y entonces se lanzó sobre mí por lo que me vi obligado a retroceder, lo que provocó que en su ímpetu mis pies tropezaran con el cadáver y cayera cruzado sobre él.

Mi cabeza chocó contra el duro pavimento con retumbante ruido, y a eso precisamente debí la vida, porque el dolor me aclaró los sentidos y me devolvió la energía, haciéndome capaz por el momento de destrozar a mi enemigo con las manos desnudas, lo que creo que hubiera intentado de no haber tropezado con la derecha, al ir a levantarme, con un objeto de frío metal.

Como los ojos de un lego es la mano de un combatiente cuando se encuentra en contacto con su herramienta de trabajo, así que no necesité pensar ni razonar para comprender que tenía a mi disposición, cogiéndolo de donde había caído al soltarle su dueño, el revolver de mi antiguo enemigo.

Mi enemigo, cuya astucia me había derribado, dirigía directamente a mi corazón la punta de su reluciente espada, y entonces salió de sus labios la carcajada cruel y lúgubre que oí antes en la Cámara del Misterio.

Y así murió, con los finos labios fruncidos por la crispación de su odiosa risa y una bala de la pistola de su compañero muerto alojada en su corazón.

Su cuerpo, arrastrado por el ímpetu con que iba a traspasarme se desplomó de bruces encima de mí. El puño de su espada debió pegarme en la frente, pues sentí un agudo dolor que me hizo perder de repente el conocimiento.

CAPÍTULO IV

Thuvia

El estruendo de una pelea me devolvió de nuevo a las realidades de la vida. Durante un momento no pude situar el lugar ni localizar los sonidos que me habían despertado. Luego sentí más allá del liso muro, ante el que me hallaba tendido en el suelo, ruido de pisadas, gruñidos de bestias feroces, rechinamientos de cadenas y la respiración jadeante de un hombre.

Me puse de pie y eché de prisa una mirada por la estancia en la que me habían dispensado tan caluroso recibimiento. Los prisioneros y las fieras seguían atados con cadenas a la pared de enfrente, contemplándome con variadas expresiones de cólera, sorpresa y esperanza.

Esta última emoción me pareció completamente marcada en el rostro agraciado e inteligente de la joven marciana roja cuyo grito de aviso había sido esencial para salvarme la vida.

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