Dioses de Marte (27 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

BOOK: Dioses de Marte
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Cuando acabé, Zat Arras se levantó y, dirigiéndose a los jueces, dijo con voz que pretendía fuese serena:

—Nobles míos: ya habéis oído la defensa de John Carter; se le han dado los medios pertinentes para probar su inocencia, caso de que no fuera culpable, y en lugar de utilizarlos, ha preferido blasfemar contra nuestras más sacrosantas tradiciones. ¿A qué le sentenciáis, caballeros?

—¡A muerte! El blasfemo e impío debe morir —gritó uno de los jueces poniéndose en pie, y al instante los treinta Jueces restantes le imitaron y alzaron las espadas como señal de la unanimidad de su veredicto.

Si el pueblo no oyó la exhortación de Zat Arras, sí se enteró de la sentencia emitida. Un imprevisto murmullo surgió y adquirió luego creciente fuerza, hasta convertirse en un ruidoso clamor, y entonces, Kantos Kan, que no había abandonado la plataforma desde que se situó a mi lado, hizo con la mano un resuelto ademán, como para imponer silencio, y cuando creyó que sería oído, habló al pueblo con tono grave:

—No os cabrá duda de la suerte que los hombres de Zodanga tienen reservada al héroe de Helium; pero falta averiguar si los hombres de Helium se avienen a aceptar esa sentencia como definitiva. Que cada uno proceda según su propio corazón. En cuanto a Kantos Kan, jefe de la escuadra de Helium, ésta es su respuesta a Zat Arras y a sus secuaces, los jueces de la enemiga Zodanga.

Y soltándose la espada de la cintura, la tiró, dentro de su vaina, a mis pies.

En seguida, los soldados, los oficiales, los nobles y los ciudadanos de Helium, arrollaron a los sicarios de Zat Arras y se abrieron paso entre ellos, llegando al Trono de la Rectitud. Cien hombres subieron a la plataforma y cien aceros cayeron al suelo delante de mí, a modo de supremo homenaje a la persona del salvador de Barsoom.

Zat Arras y sus partidarios estaban furiosos, pero no se atrevían a tomar ninguna medida violenta. Yo fui llevando una a una todas las espadas a mis labios, y luego se las entregué a sus dueños, colocándoselas con mi propia mano en el cinto.

—Vamos —dijo Kantos Kan—, y escoltemos a nuestros príncipes hasta su palacio.

En efecto, los amigos fieles nos rodearon, y algunos se inclinaron en los escalones que separaban la plataforma del suelo.

—¡Alto! —exclamó Zat Arras—. Soldados de Helium, no permitáis que ningún prisionero deje el Trono de la Rectitud.

El Templo no había otra fuerza armada y organizada que la guardia de Zodanga, por lo que Zat Arras confió en que sus órdenes se cumplirían inmediatamente; pero no pensó en la indignación que su conducta promovió apenas los guardias avanzaron hacia el trono.

En cada sector del coliseo salieron a relucir las espadas, y los hombres se lanzaron amenazadoramente sobre los de Zodanga. Alguien gritó con férvido entusiasmo:

—¡Tardos Mors ha muerto! ¡Mil años de vida a John Carter, nuestro Jeddak!

Al oírle y notar la actitud de enojo con que los de Helium se disponían a contrarrestar los planes siniestros de Zat Arras, comprendí que sólo un milagro evitaría que estallase una revuelta que desembocaría en una guerra civil.

—¡Oídme! —exclamé, saltando de nuevo al Pedestal de la Verdad—. Que nadie se mueva hasta conocer mi proposición. Una gota de sangre derramada aquí por un bando u otro sumiría a Helium en los horrores de una espantosa lucha cuyos resultados ni los más inteligentes pueden prever. En ese conflicto combatirían los hermanos contra los hermanos, y los padres contra los hijos. La vida de ningún hombre vale esos sacrificios. Yo antes de eso preferiría someterme a la traidora voluntad de Zat Arras, si así evito a Helium los estragos de tan sangrienta conflagración.

»Ceded, pues, unos y otros en vuestros enfrentamientos infundados y aplacemos el asunto hasta que vuelva Tardos Mors o Mors Kajak, su hijo. Si ninguno ha regresado en el plazo de un año, se celebrará un segundo juicio. El procedimiento tiene precedentes.

A continuación, aludiendo a Zat Arras, dije en voz alta:

—A menos que no seas un loco rematado, y conste que mucho temo tal cosa, aprovecharás la ocasión que te brindo antes de que sea demasiado tarde. Cuando un sin fin de espadas acometan a los soldados de Zodanga, nadie en Barsoom, ni el mismo Tardos Mors, será capaz de prever las consecuencias. ¿Qué me contestas? Habla pronto.

El Jed de Zodanga, amo provisional de Helium, respondió en tono alterado, volviéndose al revuelto auditorio:

—¡Detened las manos, hombres de Helium! —empezó a decir, sin conseguir disimular la rabia que sentía—. El Tribunal ha dictado ya su sentencia, pero falta fijar el día de la ejecución. Yo, Zat Arras, Jed de Zodanga, apreciando los reales parentescos del prisionero y sus pasados servicios a Helium y Barsoom, le concedo un año de vida, si antes no han regresado de su expedición vuestros legítimos soberanos. Marchaos tranquilamente a vuestras casas, ¡Yo os lo mando!

Nadie se movió. Todo el mundo guardó un profundo silencio y clavó la mirada en mí como aguardando una señal de ataque.

—¡Despejad el templo! —mandó Zat Arras, encolerizado, a uno de sus oficiales.

Temiendo el resultado de querer llevar a la práctica ese propósito, me adelanté al borde de la plataforma, e indicando con la mano la entrada principal, ordené a la turba que se fuera, y el gentío me obedeció como un solo hombre, desfilando mudo y amenazador entre los soldados de Zat Arras, Jed de Zodanga, que se consumía de rabia, conteniéndose.

Kantos Kan, con los amigos que me habían jurado fidelidad, continuaba conmigo en el Trono de la Rectitud.

—Vamos —me dijo Kantos Kan—, te escoltaremos hasta tu palacio, príncipe amado. Vamos, Carthoris y Tars Tarkas. Sígueme, Xodar

Y con un gesto de desdén en sus finos labios para Zat Arras, volvió la espalda, y bajó las gradas del Trono, pisando el Ala de la Esperanza.

Nosotros cuatro y el centenar de leales que nos acompañaban fuimos tras él, sin que ni una mano nos detuviera, aunque no pocos ojos contemplaron con furia impotente nuestra marcha triunfal a través del Templo.

En las avenidas se apiñaba la muchedumbre, que nos abrió paso respetuosamente, y muchas espadas fueron arrojadas a mis pies cuando atravesé la capital de Helium para ir a mi palacio, situado en un distante arrabal. Allí mis antiguos esclavos me abrazaron las rodillas me besaron las manos al saludarme. A ellos no les importaba dónde había estado, contentos por mi regreso.

—¡Ah, amo mío —dijo uno, sollozando—, si nuestra divina princesa estuviera aquí, qué felices seríamos todos!

Las lágrimas acudieron a mis ojos y me obligaron a volver la cabeza para disimular la emoción que me dominaba. Carthoris lloró sin empacho cuando los esclavos le recibieron con expresiones de afecto y frases de tristeza por la pérdida de su madre. Hasta entonces Tars Tarkas no tuvo conocimiento de que su hija Sola había acompañado a Dejah Thoris a su última y penosa peregrinación, porque a mí me faltaba corazón para contarle lo que por Kantos Kan sabía.

Con el estoicismo propio de los marcianos verdes, no dio la menor señal de sufrimiento, pero, sin embargo, me constaba que su pena era tan profunda como la mía. Como marcado contraste con los de su raza, poseía en forma bien desarrollada todas las características de bondad humana: las cualidades del amor, la caridad y la amistad.

Triste y sombría en exceso fue la reunión con que celebramos el acontecimiento de nuestro regreso en el gran comedor del palacio de los príncipes de Helium. Asistimos al banquete cien personas de rango, sin contar los miembros de mi pequeña corte, porque Dejah Thoris y yo sosteníamos una casa propia de nuestra clase regia.

La mesa, según la costumbre de los marcianos rojos, era triangular puesto que la familia se componía de tres individuos. Carthoris y yo presidíamos el banquete, cada cual en el centro del lado correspondiente y a la mitad del tercer lado se hallaba desocupado el sillón de honor de Dejah Thoris, delicada obra de ebanistería, en la cual colocamos el lujoso atavío nupcial de la princesa y sus maravillosas joyas. Detrás del sillón permanecía de pie una esclava como en los días en que su señora ocupaba su puesto en la mesa y necesitaba sus servicios.

Tal era la costumbre en Barsoom y tuve que aceptarla, conteniendo la angustia, aunque mi corazón se acongojaba al contemplar el puesto vacío de mi amadísima princesa, que con sus risas y su charla hubiera proporcionado a la fiesta la nota alegre de que carecía.

A mi derecha se hallaba Kantos Kan, y a la derecha del sillón vacante se sentaba en una enorme silla mi aliado Tars Tarkas, ante una parte más elevada de la mesa que hice construir años atrás a petición del gigantesco y corpulento guerrero. El sitio de honor en un festín marciano es siempre a la derecha de la señora de la casa, y ese lugar lo reservaba Dejah Thoris, sin excepción, al gran Tark cuando venía a visitarnos. Hor Vastus estaba, según su jerarquía, al lado de Carthoris. Se habló poco durante la comida, pues fue una reunión melancólica y triste.

La pérdida de Dejah Thoris ponía un sello de dolor en nuestras almas, a lo que se añadía la inquietud por la suerte de Tardos Mors y de Mors Kajak, y la preocupación por el porvenir de Helium si resultaba cierta la muerte de su ilustre Jeddak.

De improviso nos llamó la atención un ruido de voces distantes, como si mucha gente gritase a la vez, aunque no pudimos precisar si con furor o con regocijo. El tumulto se fue acercando poco a poco. Un esclavo entró de prisa en el comedor para informamos de que una gran muchedumbre se agolpaba delante de las puertas del palacio. Otro vino a la zaga del primero llorando y riendo como un loco.

—¡Dejah Thoris ha aparecido! —exclamó—. ¡Ha llegado un mensajero de la princesa!

No quise oír más. Los ventanales del comedor daban a la avenida donde mi mansión estaba edificada, pero entre ellos y yo se interponía la mesa. Para no perder tiempo en rodearla, de un brinco pasé por encima del obstáculo y de los convidados y me precipité al balcón de la fachada, desde el que vi a quince metros debajo de mí en el césped rojizo del suelo, un agitado gentío en torno a un gran
thoat
sobre el que cabalgaba una mujer, con la cara oculta entre velos. La bestia marchaba con paso tardo hacia mi casa. Salté a la calle, en el colmo de la impaciencia, y corrí con presteza junto a la mujer misteriosa. Al aproximarme a ella descubrí que se trataba de Sola.

—¿Dónde está la princesa de Helium? —pregunté.

La muchacha verde se bajó con presteza de su robusta montura y se arrojó en mis brazos.

—¡Oh, príncipe mío, príncipe mío! —sollozó—. Se ha ido para siempre. Vivirá cautiva eternamente en la desolada luna menor. ¡Los piratas negros de Barsoom la han raptado!

CAPÍTULO XVIII

La historia de Sola

Una vez dentro del palacio, conduje a Sola al comedor, y cuando hubo saludado a su padre, a la manera solemne de la gente verde, me contó la historia de la peregrinación y captura de Dejah Thoris.

—Hace siete días, después de su conferencia con Zat Arras, Dejah Thoris intentó escapar de palacio aprovechando las sombras de la noche. Aunque yo no sabía nada acerca del resultado de su entrevista con Zat Arras, sabía que algo había ocurrido y que ese algo le producía el más intenso de los pesares, por lo que cuando la vi queriendo huir de su casa, no necesité que me contaran sus planes.

»Desperté rápidamente a una docena de sus guardias más leales, les expliqué los temores que sentía, y unánimemente se comprometieron a seguir a su amada princesa adonde fuese, incluso al Sagrado Iss y al Valle de Dor. La alcanzamos a corta distancia del palacio. Con ella iba el fiel Woola, el lebrel, y nadie más. Cuando nos divisó fingió enojarse y nos ordenó que retrocediéramos, pero por primera vez la desobedecimos, y al convencerse de nuestra firme resolución en cuanto a no dejarla emprender sola la larga y última peregrinación, lloró y nos abrazó, con lo que reanudamos todos juntos la marcha hacia el Sur.

»Al día siguiente, tropezamos con una manada de pequeños
thoats
que nos proporcionó monturas y el poder continuar el viaje con rapidez. Caminamos muy de prisa, sin apartamos de la dirección trazada, y a la mañana del quinto día avistamos una gran escuadra de acorazados con rumbo al Norte. Sus tripulantes nos vieron antes de que pudiéramos buscar refugio, y pronto estuvimos rodeados por una turba de negros. La guardia de la princesa peleó heroicamente hasta el fin, pero pronto fue arrollada y masacrada. Solo Dejah Thoris y yo nos libramos de la matanza.

»Cuando ella comprendió que se hallaba en las garras de los piratas negros, intentó quitarse la vida; pero uno de los negros le arrancó la daga y luego nos ató a las dos para que no pudiéramos servimos de nuestras manos.

»La flota continuó hacia el Norte después de capturamos. Se componía en total de unos veinte enormes acorazados, sin contar cierto número de pequeños y veloces cruceros. Aquella misma tarde, uno de los buques exploradores, que se había adelantado al grueso de la escuadra, volvió con una prisionera: una muchacha roja a la que habían cogido en una sierra, en las mismas barbas —aseguraron— de una flotilla de tres naves de Helium.

»Por las frases de las conversaciones que pudimos oír, era evidente que los piratas buscaban sin descanso a un grupo de fugitivos que se les habían escapado varios días atrás. También nos enteramos de la importancia concedida por ellos a la captura de la joven, lo cual se ponía de manifiesto considerando el detenido e interesante dialogo que sostuvo con ella el jefe de la escuadra en cuanto la llevaron a su presencia. Más tarde la ataron y la colocaron en el camarote en que estábamos Dejah Thoris y yo.

»La nueva cautiva era maravillosamente hermosa y contó a Dejah Thoris que hacía muchos años había emprendido voluntariamente la fatal peregrinación, abandonando la corte de su parte, el Jeddak de Ptharth.

»Era Thuvia, la princesa de Ptharth, la que preguntó a Dejah Thoris quién era, cayendo de rodillas ante ella cuando lo supo. Luego besó las aherrojadas manos de mi señora y le dijo que aquella misma mañana había estado con John Carter, el príncipe de Helium, y con Carthoris, su hijo.

»Dejah Thoris, al principio, no quiso creerla; pero al fin, cuando la doncella le contó todas sus extrañas aventuras desde que había encontrado a John Carter, y lo que hicieron éste, Carthoris y Xodar en el país de los Primeros Nacidos, comprendió que John Carter no podía ser sino su amado príncipe de Helium, y añadió resueltamente:

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