Dioses de Marte (26 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

BOOK: Dioses de Marte
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—¡Calla, blasfemo! —gritó Zat Arras—. No pienses librar tu miserable vida cobarde John Carter, inventando tales patrañas...

No pudo seguir. Nadie insulta impunemente a John Carter llamándole cobarde y embustero, y Zat Arras volvió a saberlo en aquella ocasión, porque antes de que tuviera tiempo de hacer un gesto para que me detuvieran, yo me abalancé y le apreté la garganta con ambas manos.

—¡Venga del Cielo o del Infierno, Zat Arras, siempre encontrarás en mí al John Carter de siempre, y cuenta que jamás me insultó un hombre sin que en seguida no me pidiera perdón!

Para convencerle de mi afirmación comencé a doblarle hacia atrás, poniéndole la rodilla en el pecho, a la vez que le oprimía el cuello con mayor fuerza todavía.

—¡Sujetadle! —exclamó el Jed, y una docena de oficiales se apresuró a obedecerle.

Kantos Kan se acercó a mí y me dijo al oído:

—Desiste te lo ruego. De lo contrario, todos saldremos perdiendo, pues no podré presenciar que esa gente te maltrate sin acudir a ayudarte. Mis subordinados, sin excepción, me secundarían y estallaría un motín que quizá terminara en una revolución. Por el bien de Tardos Mors y de Helium, desiste.

En vista de sus consejos solté a Zat Arras y, volviéndole la espalda, me dirigí a la escala del buque.

—Vamos, Kantos Kan —dije—, el príncipe de Helium quiere regresar al Xavayrian.

Nadie me lo impidió. Zat Arras permaneció lívido y tembloroso entre sus oficiales. Algunos de ellos le miraron con desprecio e hicieron la intención de aproximarse a mí, mientras que un aviador veterano, hombre de confianza de Tardos Mors, me dijo en voz baja cuando pasé junto a él:

—Cuéntame entre tus amigos más leales, John Carter.

Le di las gracias y seguí andando. Me embarqué en silencio y poco después pisé de nuevo la cubierta del Xavayrian. Quince minutos después recibimos orden del buque almirante para que nos dirigiéramos a Helium.

Nuestro viaje se realizó sin contratiempos. A Carthoris y a mí nos invadían los más negros pensamientos. Kantos Kan no ocultaba su pesimismo previendo las calamidades que sobrevendrían a Helium si Zat Arras se obstinaba en mantener la cruel tradición de condenar a muerte a los fugitivos del valle de Dor. A Tars Tarkas le afligía la pérdida de su hija. Sólo Xodar se hallaba tranquilo, pues fugitivo y sin patria, no podía estar peor en Helium que entre los suyos.

—Esperemos al menos no morir sin teñir de sangre roja las hojas de nuestras espadas —exclamó.

Era un deseo natural y que probablemente vería cumplido. Aprecié que la oficialidad del Xavayrian estaba dividida en dos bandos cuando llegamos a Helium. Los había que procuraban confraternizar con Carthoris y conmigo siempre que se les presentaba la ocasión, y tampoco faltaba un grupo, de igual número, que se comportaba con nosotros de modo huraño o circunspecto. No dejaban de tratamos con cortesía, pero evidentemente no se desprendían de su supersticiosa creencia relativa a la doctrina de Dor, Iss y Korus. No les censuraba sabiendo de sobra cuan fuerte es el arraigo de una creencia, por ridícula que sea, incluso en la mentalidad de las personas más inteligentes.

Al volver de Dor habíamos cometido un sacrilegio: refiriendo nuestras aventuras allí y contando las cosas como eran, ultrajábamos la fe de sus padres. Nos consideraban, por tanto, blasfemos y herejes. Aun los que todavía nos profesaban verdadero amor y nos demostraban su lealtad, pienso que lo hacían con la reserva en el fondo de sus corazones de poner en duda nuestra veracidad. Realmente resulta muy duro cambiar una creencia antigua por otra nueva, a pesar de las mejores promesas que ésta pueda ofrecer; pero aún es más difícil, si no imposible, rechazar una religión como un cúmulo de falsedades, sin tener a mano algo que impacte en la credulidad del pueblo.

A Kantos Kan no le pareció bien que le narráramos nuestras aventuras entre los
therns
y los Primeros Nacidos.

—Basta —nos dijo—. Bien está que yo me juegue la vida ahora y luego protegiéndoos de Zat Arras, pero no me exijáis que agrave mis pecados escuchando lo que desde niño me han enseñado que es una horrenda herejía.

De sobra comprendía que, más tarde o más temprano, nuestros amigos y nuestros enemigos tendrían que declararse abiertamente. Cuando llegáramos a Helium el conflicto empeoraría de mucho más, y si Tardos Mors continuaba ausente, temía que Zat Arras nos hiciera sufrir el peso de su aversión, puesto que asumía el mando en la nación privada de su soberano. Tomar partido contra él equivalía a un delito de alta traición. La mayoría de las tropas obedecería sin duda al núcleo principal de sus oficiales, y sabía que muchos de los más altos y poderosos jefes de las fuerzas terrestres y aéreas secundarían a John Carter frente a los dioses, los hombres y los diablos.

Por otra parte, la gran masa de la población reclamaría con energía que nos aplicaran el castigo de nuestro sacrilegio. La perspectiva se mostraba negra desde cualquier punto de vista que se la mirara; pero como de mi mente no se apartaba el recuerdo de Dejah Thoris, ahora comprendo que al grave problema de mi situación en Helium le prestaba atención muy escasa.

Ante mí, noche y día surgían, como en una pesadilla espantosa, las terribles penurias por las que mi amada Princesa estaría pasando seguramente; los repugnantes hombres planta, los feroces monos blancos. A veces me tapaba la cara con las manos, procurando en vano borrar de la imaginación tan horripilantes escenas.

Al amanecer llegamos sobre la torre escarlata, a un kilómetro de altura, que separa a la Helium mayor de su ciudad gemela, y cuando descendíamos con amplios círculos a los diques de la Armada, vimos que una enorme multitud llenaba las calles y aguardaba impaciente. Helium estaba enterada por radio-aerograma de nuestra llegada.

De la cubierta del Xavayrian, los cuatro, Carthoris, Tars Tarkas, Xodar y yo, fuimos trasladados a una nave más pequeña, que nos condujo a nuestro alojamiento dentro del Templo de la Recompensa.

Allí se distribuye la Justicia marciana a los buenos y a los malos; allí se premia al héroe y se condena al traidor. Fuimos llevados al Templo desde el desembarcadero situado en el tejado, por lo que no pasamos entre la muchedumbre, según es costumbre. Siempre había visto que a los prisioneros de alta categoría y a los enemigos renombrados se les obligaba a ir de la Puerta de los Jeddaks al Templo de la Recompensa por la ancha Avenida de los Antepasados, a través de un inmenso gentío, ya entusiasmado o colérico.

No ignoraba que Zat Arras procuraba apartar al pueblo de nosotros, temiendo que por su cariño a Carthoris y a mí prorrumpiera en demostraciones de afecto, las cuales disiparan el horror supersticioso que nuestro supuesto crimen pudiera inspirarle. No era empresa difícil adivinar sus planes, pero su carácter siniestro lo evidenciaba el hecho de que sus más fieles servidores nos acompañaron durante el vuelo al Templo de la Recompensa.

Nos instalaron en unas habitaciones situadas en el lado sur del Templo, desde el que se dominaba la Avenida de los Antepasados en toda su extensión hasta la Puerta de los Jeddaks, a ocho kilómetros de distancia. La gente en la plaza del Templo y en las calles, en un radio de dos kilómetros o cosa así, permanecía tan apiñada que formaba una masa compacta. Guardaba mucho orden, pues no sonaban ni aplausos ni denuestos, y cuando nos divisó en la ventana del piso superior, muchos se taparon la cara con los brazos y lloraron.

Después, a la tarde, Zat Arras nos mandó un mensajero para informarnos de que compareceríamos ante un tribunal de nobles imparciales, que se constituiría en la gran sala del Templo al primer zoda
[1]
del día siguiente, o sea a las 8:40 de la mañana, hora terrestre.

CAPÍTULO XVII

La sentencia de muerte

A la mañana siguiente, breves momentos antes de la hora de la convocatoria, una fuerte guardia, montada por dos ayudantes de Zat Arras, se presentó en nuestro alojamiento para conducimos a la gran sala del Templo.

Entramos en la estancia de dos en dos, y nos dirigieron directamente a la amplia Ala de la Esperanza, que así se llama la plataforma en el centro de la sala. Delante y detrás de nosotros marchaban los guardias armados, mientras que tres filas de robustos soldados zodangueses, en formación a ambos lados de la plataforma, impedían la entrada a la tribuna.

Cuando llegamos al estrado cercado vimos por primera vez a los encargados de juzgarnos. Según la costumbre de Barsoom, el tribunal se componía de treinta y un jueces, elegidos supuestamente entre lo más noble de la nación, puesto que se trataba de castigar a personas de alto rango. Con gran sorpresa mía, no vi a un solo amigo entre ellos. En realidad eran todos de Zodanga, lo que equivale a decir que me odiaban, puesto que a mí debían su derrota a manos de las hordas verdes y su subsiguiente vasallaje a Helium. ¿Cómo esperar, pues, justicia de aquellos hombres para John Carter, su hijo y el gran Thark, Jefe de las tribus salvajes que asolaron las calles de Zodanga, quemando, matando y saqueando?

En torno nuestro estaba atestado por completo el vasto coliseo circular. Allí había representaciones de todas las clases y edades, así como de los dos sexos. Al entrar en el salón, el zumbido de las conversaciones se acalló repentinamente, y hasta que nos detuvimos en la plataforma, o Trono de la Rectitud, un silencio de muerte envolvió a diez mil espectadores.

Los jueces se hallaban sentados en amplio círculo, siguiendo la periferia de la elevación circular. Se nos señalaron unos asientos con los respaldos hacia un pequeño estrado situado en el centro exacto de la plataforma mayor. Este sitio daba frente a los Jueces y el auditorio. El estrado más pequeño servía para que cada uno de nosotros lo ocupara mientras se veía su caso.

El mismo Zat Arras se arrellanaba en el sillón dorado del magistrado presidente. Cuando nos sentamos y se retiraron los guardias al pie de los escalones que conducían a la plataforma, se levantó y me llamó por mi nombre.

—John Carter —gritó—, ocupa tu puesto en el Pedestal de la Verdad para que te juzguen imparcialmente según vuestros actos, y sepas la recompensa que por ellos has ganado.

Luego, volviéndose al público en distintos sentidos, refirió las circunstancias que se daban en mí, de cuyo valor dependía la recompensa que me otorgarían.

—Sabed, ¡oh, jueces y pueblo de Helium! —dijo—, que John Carter, antes príncipe de Helium, ha regresado, según manifestación propia, del valle de Dor e incluso del mismo Templo de Issus, y que, en presencia de muchas personas respetables de este país ha blasfemado e injuriado al Santo Iss, al valle de Dor, al Mar Perdido de Korus, a los Sagrados Therns y hasta a la divina Issus, diosa de la Muerte y de la Vida Eterna. No necesitáis saber más, y os bastará contemplarle con vuestros propios ojos de pie sobre el Pedestal de la Verdad, para convenceros de que, en efecto, ha estado en esos celestiales lugares, de los que ha salido para afrenta de nuestras veneradas costumbres y para violar la santidad de nuestra antigua religión.

»El que murió una vez no debe vivir de nuevo, y el que lo intente debe morir sin remedio. Jueces, vuestra obligación, no puede ser más sencilla. ¿Qué recompensa merece John Carter, con arreglo a los actos que ha cometido?

—¡La muerte! —contestaron los jueces al unísono.

Entonces un espectador se puso en pie y, levantando la mano en alto, exclamó:

—¡Justicia! ¡Justicia! ¡Justicia!

Era Kantos Kan. Todos los ojos se fijaron en él cuando atravesó por en medio de la guardia de Zodanga para subir a la plataforma.

—¿Qué clase de justicia es ésta? —preguntó a Zat Arras—. Ni se ha oído al acusado, ni se permite a nadie declarar en su favor. En nombre del pueblo de Helium pido que se de trato imparcial y noble a nuestro querido Príncipe.

Salió del público un estruendoso clamoreo: «¡Justicia! ¡Justicia! ¡Justicia!»

Y Zat Arras no se atrevió a negarla.

—¡Hablad! —rugió, encarándose conmigo—, pero no blasfeméis contra lo que todo Barsoom considera sagrado.

—¡Pueblo de Helium! —dije, dirigiéndome a los espectadores y prescindiendo en mi discurso de los jueces o esbirros del cruel Zat Arras—. ¿Cómo podrá John Carter esperar justicia de la gente de Zodanga? Sería locura pedírsela, y por eso somete su caso al pueblo de Helium, sin solicitar de ellos ni piedad ni benevolencia. No es su propia causa la que defiende, sino la vuestra, la de vuestra mujeres e hijas y la de las hembras que todavía no han nacido. Lo que quiere John Carter es salvarlas de las atrocidades sin cuento que ha visto acumuladas sobre las hermosas barsoomianas en el lugar que los hombres llaman el Templo de Issus; es salvarlas del mortal y vampiresco abrazo de los hombres planta, de las garras de los grandes monos blancos de Dor, del yugo infame de los Sagrados Therns y de todo lo que el frío e inhóspito Iss arrastra consigo, arrancándolo de los felices hogares, en los que reina el amor y la dicha. No hay aquí nadie desconocedor de mi historia; de cómo vine a este mundo de otro planeta, pasando a fuerza de torturas y privaciones de prisionero de los guerreros verdes al puesto más elevado de este glorioso país. Nadie osará pensar que John Carter ha mentido en alguna ocasión con intenciones aviesas, ni dicho nada capaz de perjudicar al pueblo de Barsoom, ni con ánimos de ofender a la ligera la extraña religión que ha respetado sin entender.

»También desafío a cuantos me oyen y a cuantos barsoormianos existen, si no reconocen que deben su vida a un solo acto espontáneo mío, por el que me sacrifiqué y perdí, quizá para siempre, a mi amada princesa, a la que todos adoráis y por cuya ausencia os entristecéis con razón. Por eso, pueblo de Helium, creo tener derecho a pediros que me escuchéis, que confiéis en mi, que me permitáis serviros y libraros en adelante de las infamias de Dor e Issus, como os preservé antaño del aniquilamiento total. Cuando yo permití a los verdugos de Zodanga que se apoderaran de mí, Zat Arras me arrebató la espada para que los suyos no me teman. ¿Os prestaréis a su inicuo juego?

—¡Viva John Carter, príncipe de Helium! —gritó en el público un gran noble, y la multitud, cual un eco fiel, repitió su frase de manera que el edificio tembló con el estruendo del vocerío.

Zat Arras comprendió de sobra que no le convenía oponerse a un sentimiento como el expresado entonces por el pueblo en el Templo de la Recompensa, y por eso me dejó hablar con el pueblo por espacio de dos horas.

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