Avio les reveló a los enviados del semanario lo que después declaró ante el juez Macchi, que el oficial principal Juan Carlos Salva, jefe de la Subbrigada de la Costa le había advertido en diciembre: "Andate de las Toninas, no sea cosa de que te pase lo que le va a pasar al cazador de noticias que viene a joder en la temporada". Salva era ahijado y protegido del Jefe Klodczyck (Avio diría directamente que es hijo natural y nadie lo desmintió), que había creado la Subbrigada para él. Asuntos Internos de la Bonaerense lo investigaba por su extraordinaria capacidad empresarial: con un sueldo de ochocientos cincuenta pesos mensuales Salva era dueño de la disco Sistema, de los bares La Paz y Casablanca, del cabaret Simons, de una lujosa casa en el barrio Parque Golf y de la agencia de seguridad Wolf Service de Santa Teresita, que estaba a nombre de su hermana. Por si fuera poco, había colaborado con el juez Hernán Bernasconi en el caso Coppola y llegó a refugiar a dos de los policías que intervinieron en el publicitado montaje contra el manager de Maradona: Diamante y Gerace. Junto a Salva estaba el oficial inspector José Luis Dorgan y el antiguo médico policial de La Matanza, Rodolfo
Roli
Distéfano. Los tres integraban, según Avio, una red de narcotraficantes de la Costa y salían a cazar en la estancia La Borrascosa, a escasos tres kilómetros de la cava. Cuando los periodistas le dijeron al gordo Avio que Dorgan y Salva eran los segundos del comisario inspector Rossi en la instrucción del sumario por el asesinato del fotógrafo, el sargento primero "se quedó con la boca abierta".
Con los datos de Pedro Avio y sus propias averiguaciones, Dutil escribió una primera aproximación a la "pista policial" que fue bochada por la redacción central de
Noticias.
Y se amargó cuando vio que le habían dado espacio a Marta Cotz, una peligrosa mitómana que se presentó ante los periodistas y la Justicia para embarrar la cancha y cobrar la recompensa. Cotz, en ese momento, apuntó los cañones hacia "un hombre importante de Pinamar" (Rafa de Vito) y luego hacia Yabrán. En los meses que siguieron, Cotz tuvo reuniones con diputados provinciales de la Comisión Parlamentaria creada para el caso Cabezas, a quienes les ofreció documentos a cambio de dinero. Nunca mostró los documentos. También visitó a gente de Cavallo para ofrecer el supuesto móvil del crimen: fotos presuntamente tomadas por Cabezas donde —decía— se veía a Yabrán manteniendo relaciones con un adolescente. Tampoco mostró las fotos que pretendía vender. Don Alfredo, enterado de la especie, sacaría después el tema en su larga entrevista con Grondona, como una muestra de las infamias que le habían inventado. Sin embargo, no sería un enemigo sino un amigo y socio, el intendente de Pinamar, Biaggio Blas Altieri, el que instalaría su nombre en la lista de los grandes sospechosos, al proclamar —antes que nadie lo acusara formalmente— que Yabrán "no tenía nada que ver" con el crimen de Cabezas.
Para atajar la andanada, Yabrán decidió, aconsejado por Bunge, que era preciso cambiar las costumbres de toda una vida, hacer de tripas corazón y salir a dar la cara. El martes 11 de febrero concurrió a Tribunales y atravesó la plaza Lavalle a pie, sin otra escolta que su gigantesco vocero y un desconocido al que negó elípticamente el carácter de custodio. Durante doscientos metros lo siguió un enjambre de cronistas y fotógrafos que entorpecieron su salida del juzgado civil a cargo de la doctora Alicia Álvarez, adonde concurrió para declarar en la famosa querella de Bernardo Neustadt contra Domingo Cavallo. "Vine porque Cavallo me citó como testigo", explicó en un alto de su accidentada caminata, que enloqueció el tráfico sobre Talcahuano. Trató de mostrarse amable, sereno y hasta se permitió un chiste cuando uno de los camarógrafos que lo perseguía rodó por el suelo. También se dejó retratar exhibiendo el volante con la leyenda "No se olviden de Cabezas". "Lamento muchísimo lo de este muchacho —dijo— pero también lamento lo que me pasa a mí". Y sólo se le puso rígido el rostro y ronca la voz de furia cuando alguien le dijo que se lo acusaba por el crimen del fotógrafo.
—A mí no me acusan. ¿Quién me acusa? —vociferó, buscando en la muchedumbre al periodista que lo había picado. Y cuando lo descubrió le disparó, apuntándolo con el índice:
—Usted me acusa.
La investigación periodística se adelantó a la policial y la judicial, descubriendo pistas que no serían profundizadas por los pesquisas oficiales. Como la del puestero rural Juan Correa, encargado del campo que linda con la cava, cuyo rancho, cualquiera puede verlo todavía, se encuentra a menos de cien metros del pozo donde los asesinos quemaron al fotógrafo. Desde allí era materialmente imposible no enterarse de lo que estaba sucediendo. Correa, sin embargo, no vio ni escuchó nada porque justo esa madrugada, a eso de las dos, tuvo que arrear una tropilla de caballos viejos hacia Mar de Ajó. La orden, declararía después, se la había dado uno de sus patrones, pero no aclaró cual de los dos: si el carnicero Quintana o el abogado y ex concejal Raúl Costeletti, a quien se atribuye una relación amistosa con otro comisario retirado de la Bonaerense, Horacio Rodríguez. Este luego le brindaría coartada al policía Jorge Cabezas. El puestero Correa, un hombre con fama de borrachín y peleador, tiene un curioso tatuaje en su brazo izquierdo, unas montañas con un corazón que encierra la sigla RIM 26. Aunque Correa negó haber pertenecido al Ejército Argentino, esa sigla sólo tiene una traducción: Regimiento de Infantería de Montaña N° 26.
Al cabo de unos días, viendo que su investigación no tenía eco en la revista, con justificado temor por las posibles represalias de los policías a los que estaba investigando, Carlos Dutil decidió regresar a Buenos Aires. Carla Castelo y Leo Álvarez también decidieron poner fin a la cobertura. Castelo estaba furiosa porque no les habían dado celulares para trabajar y sentía que la empresa los "jugaba" y no los protegía. Antes de partir, le pasaron a otros colegas los datos sobre el encubrimiento que estaban perpetrando Salva, Gómez y los policías de la Costa. Los medios metieron ruido, Asuntos Internos confirmó las graves irregularidades del sumario y dos semanas después del crimen relevó a los doce policías que realizaban la instrucción, empezando por su jefe, el comisario Rossi.
Entre los desplazados hubo varios que terminaron como imputados o procesados en la causa. La
Liebre
Gómez, a quien el comisario Del Guasta acusaría de haber dejado "área libre" para operar la noche del 25 de enero; Gómez fue detenido el 4 de mayo y liberado "por falta de méritos" el 5 de junio, aunque sigue vinculado con el proceso. Sergio Camaratta, jefe del Destacamento de Valeria del Mar, detenido y procesado como presunto partícipe primario. Según la investigación policial la noche del 24 al 25 habría hecho cerrar boliches y burdeles aledaños a las rutas por donde debían replegarse los asesinos y alquiló el departamento donde se alojó la banda de los
Horneros,
que robaba para Prellezo. El oficial inspector Jorge Cabezas, reconocido por algunos testigos como uno de los sospechosos que merodeaban en torno de la casa de Andreani. El Patrón de la Costa, Juan Carlos Salva, íntimo amigo del anterior, uno de los primeros policías que llegó a la cava en la mañana del 25 y sería acusado por dos testigos (uno de ellos encubierto) de haber sido el autor material del homicidio. Klodczyck le brindó su coartada diciendo que la noche del crimen jugaba con él al
pool
en su chalet de La Lucila. (De paso negó, de manera muy curiosa, que la muerte de Cabezas estuviera relacionada con la nota "Maldita policía": "Si yo fuera violento querría matarlo, como sé que no se puede hacer y está la vía legal, prepararé la demanda".) José Luis Dorgan, acusado por Avio de integrar la banda de narcopolicías. Héctor Colo, jefe del Departamento de Cariló, sospechado de proteger a una banda de ladrones de casas y fotografiado por José Luis Cabezas. Con ellos había triunfado la lógica nacional: darle al sospechoso la posibilidad de investigarse a sí mismo. Cuando Rossi fue reemplazado por Jorge David Gómez Pombo, las cosas no mejoraron mucho. Se había perdido un tiempo precioso, se habían perdido pruebas. Ahora llegaba la hora de las invenciones y del realismo mágico.
"Fogelman no se encuentra el culo ni con un mapa", declaró Dutil al reportero Daniel Tognetti en una entrevista para
La Página del Medio,
una revista estudiantil de la carrera de Comunicación. Y en la misma nota aparecía un recuadro relatando una tormentosa discusión entre el dueño de Editorial Perfil, Jorge Fontevecchia, y algunos de los periodistas y fotógrafos de su empresa, durante un almuerzo en el hotel Sheraton. "En esta profesión —habría dicho Fontevecchia— todos sabemos que podemos morir". Los comensales, atónitos, se atragantaron con las papas
noisette.
En
Perfil
se sospechó que Dutil podía haber sido la fuente del recuadro y el periodista se quedó sin trabajo, convencido de que habían encontrado la excusa para sacarse de encima al tipo que hinchaba las pelotas con "la pista policial", que contaba con escasos adeptos en el periodismo nacional. Aunque hubo algunos tenaces y bien informados, como Raúl
Tuni
Kollmann, que el martes 28 de enero destapó en
Página/
12
la existencia de una "gigantesca organización delictiva, de carácter mafioso", conducida por policías que habían reclutado "en Quilmes, Florencio Varela y La Plata, a confidentes y delincuentes comunes, para trasladarse a la Costa y conformar la banda".
Además de ofrecer recompensas e impulsar la "ley del arrepentido", que parece sacada de una serie televisiva norteamericana, el gobernador Duhalde dotó a Fogelman de generosos recursos: el "búnker" de Castelli funcionó durante el año '97 con cincuenta detectives y cincuenta mil dólares mensuales para gastos operativos. En el '98 hubo treinta investigadores y treinta y cinco mil dólares por mes. Si se le suma el viaje de Macchi y su comitiva a Londres, para ver si el arma era el arma y la bala era la bala, el gasto ascendería al millón de dólares. Sin contar el ingenio cibernético proporcionado por el FBI, que manejó el jefe de informática de la Bonaerense José Luis Costa. El Excalibur. La espada mitológica que hirió de muerte a Yabrán y dejó maltrecho al propio Menem, cuando se revelaron los cruces telefónicos entre Yabito y estratégicas oficinas del gobierno, en lo que Carlos Corach llamaría "una caza de brujas electrónica". Pero la montaña parió un ratón: con todos esos recursos, Fogelman y el juez Macchi arribaron a la alucinante historia de los
Pepitos.
El vehículo inicial fue un personaje del submundo policial: Carlos Redraello. Mitómano, estafador, chorro y buche del nuevo Jefe Vitelli y del comisario José Omar Quinteros, un policía muy ligado a Klodczyck. Redraello se presentó ante la opinión pública como "arrepentido" en busca de la recompensa, previo paso por una radio de Bahía Blanca, para hacer el ruido correspondiente. El mitómano dijo que Cabezas había sido asesinado por orden de Margarita Di Tullio, propietaria de un putibar en Mar del Plata, donde se había ganado el mote de
Pepita la Pistolera
por haberse cargado en su casa a tres tipos que pretendían apretarla. Junto con
Pepita
habrían participado en el asesinato del fotógrafo su marido, Pedro Villegas, y otros tres delincuentes de la Ciudad Feliz. Entre ellos, el uruguayo Luis Martínez Maidana, propietario de un anciano Colt 32, que se convertiría pronto en arma ambulatoria. El móvil del crimen: Cabezas extorsionaba a la Di Tullio con fotos comprometedoras. Se repetía la tesis de los militares durante el Proceso: las víctimas tenían la culpa, porque "en algo andarían". Pronto se sabría que el comisario Fogelman le había proporcionado a Redruello treinta mil dólares, un auto y un celular, para "infiltrarse" en la banda de los
Pepitos.
Dato que el investigador negaría ante la prensa. Más tarde el Excalibur revelaría que en febrero Redruello había hecho múltiples llamadas a la gente del comisario Miguel Ángel Garello, uno de los siete comisarios que secundaban a Fogelman en la investigación. Garello era un experto en cruzar el río con informantes "truchos": en enero de 1995, le había llevado al juez Juan José Galeano, la carta del buche Ramón Emilio Solari, aportando "datos" que desviaron durante meses la investigación sobre el atentado a la AMIA. En enero de 1997, cuando Cabezas todavía estaba vivo, Redruello estudiaba su actuación ante los
Pepitos
en la Caballería policial de Pinamar (domicilio que brindó a la empresa Unifón cuando alquiló el celular). Era el mismo personaje que, mientras estaba preso en Bahía Blanca, había recibido una oferta para colaborar en un asesinato que se cometería en el verano.
Siguiendo la ruta trazada por Prellezo, la policía detuvo a los
Pepitos
en Mar del Plata. Las cámaras registraron entonces el momento en que uno de los siete comisarios que secundaban a Fogelman en la investigación, Oscar
el Caballo
Viglianco, salía de la casa de Martínez Maidana calzando en la cintura el revólver Colt calibre 32–20 WCF (Winchester fire) N62697, que para el juez Macchi y los investigadores sigue siendo todavía el arma homicida, a pesar de que su dueño, el "Pepito" Martínez Maidana, está libre. Los
Pepitos
denunciarían después que Viglianco disparó dos tiros con el arma contra el cartel de una parrilla, antes de entregarlos, junto con el arma, en el juzgado de Dolores.
Sobre el comisario pesaban una investigación por enriquecimiento ilícito, en la causa número 52.257, tramitada en el juzgado Criminal y Correccional N° 5 de Lomas de Zamora, a cargo en aquel momento del magistrado Marcelo Soukop, y una denuncia de la familia Bellstedt. Leticia Bellstedt era una joven mesera del restaurante Demetrio de Quilmes que fue asesinada por "punteros" policiales. La investigación estuvo a cargo de la Novena de Quilmes, entonces comandada por Viglianco. El crimen sigue impune. Los familiares de la muchacha acusan al comisario de haber cambiado la bala 9 mm que mató a su hija.
En el caso Cabezas, el
Caballo
también había tenido a su cargo el primer interrogatorio de la testigo estrella Diana Solana, que casualmente es prima de la jueza Piezaba de Solana de Bahía Blanca, quien dejó libre a Redruello después de purgar algunos años de condena en un proceso por hurto, falsificación de documento y tentativa de estafa.
En las cercanías de la casa de Andreani, la testigo Silvia Casavilla encontraría un papel con extrañas anotaciones: "directamente fiesta", "dos tiros", "arma-auto", "marca-esposas, Jos, Luis, per" y "Roberto Escobar". Más tarde, el comisario Viglianco reconocería que eran anotaciones de su puño y letra. El papel, sin embargo, no fue agregado a la causa porque los instructores lo consideraron "impertinente e inconducente". La fiscal del juicio se preguntaría después cómo sabía el
Caballo
que eran "dos tiros" cuando todavía no estaban los resultados de la autopsia.