Por esos días ocurrió un episodio curioso: el Jefe Klodczyck, el eterno
Señor K
(que según algunos seguía mandando en paralelo) hizo público su enfrentamiento con el
Chorizo
Rodríguez, el duro entre los duros. Algo se había roto y ese algo permanecería en las sombras. Acaso fuera un reflejo, a nivel de "azules", de la creciente tensión entre Duhalde y su delfín Pierri, que estaba cada vez más desconfiado y molesto frente a las promesas del
Cabezón:
el Gobernador se había entrevistado con Domingo Cavallo y le había pedido un
dossier
sobre el caudillo de La Matanza, a quien el ex Ministro de Economía consideraba dentro del bando amarillo.
En ese marco aparecieron los
Horneros,
que le permitirían al policía Fogelman, al juez Macchi y al político Duhalde enterrar piadosamente la "pista policial". Puede que esta pista no condujera necesariamente al autor intelectual, puede que ni el
Chorizo
ni el
Señor K
estuvieran detrás del homicidio, pero es indudable que no se la quiso investigar y que al dejarla de lado se produjeron graves anomalías en la instrucción, que fueron señaladas por el tribunal de alzada de Dolores y colocaron al juez Macchi al borde de un jury de enjuiciamiento.
Tampoco hay dudas de que la pista policial era la más peligrosa para el hombre que ya se consideraba "el candidato natural del peronismo". Y no sólo en términos políticos. Las fuerzas oscuras soplaron su mensaje de muerte en el propio oído del Gobernador. Alguien arrojó una granada de juguete sobre el techo de su camioneta; a sus custodios de Pinamar les robaron las armas mientras dormían; en plena campaña proselitista recibió una llamada a su celular secreto en la que alguien le describía las rutinas cotidianas de una de sus hijas, y los custodios de esa misma hija serían luego atacados a balazos por presuntos "ladrones".
Los seguidores de Duhalde atribuyeron esas señales a los operadores y "batatas" que sin duda anidaban en los sótanos del menemismo, pero había un documento anónimo, redactado por los "Patas Negras" desplazados en la purga, que era muy elocuente. Un día los purgados marcharían hacia la Secretaría de Seguridad en la vistosa manifestación de las gorras. Para entonces, el dócil Brown, que proponía una reconciliación entre la gente y "su" policía, ya había sido reemplazado por León Carlos Arslanian, el ex camarista del juicio a las Juntas Militares, que prometía continuar y profundizar la reforma policial. Pero en los días cruciales de mayo de 1997, cuando la agenda de Prellezo colocó al
Amarillo
en el centro de la escena, llegó Brown a la Secretaría y fogoneó sin reservas la Pista Yabrán. Una nítida diferencia con su antecesor, Eduardo De Lazzari, que se fue "por razones de salud", después de disentir con Duhalde por la forma en que se estaba llevando a cabo la investigación y por el apoyo del Gobernador al jefe Vitelli, a quien el secretario de Seguridad se proponía relevar. Dos hombres de De Lazzari, Eduardo Domínguez y el comisario Luis Vicat, habían estado haciendo contrainteligencia sobre los
Fogelman
boys
y descubrieron cosas raras.
Alfredo Yabrán comprendió rápidamente que Argibay no era un paranoico y sintió físicamente que corría un grave peligro. La sociedad, legítimamente hastiada de la corrupción y la impunidad que se exhibían con descaro, quería sacarse de encima al menemismo y sus símbolos agobiantes. Y él aparecía públicamente como el epítome del empresario menemista, aunque hubiera otros magnates que no le iban a la zaga en sus vínculos oscuros con el poder de turno. En dos años se habían producido algunos cambios trascendentes: ya no pesaba, como en 1995, el chantaje de la estabilidad. Cavallo había sido relevado y el peso no se había licuado. Ahora contaba más la evidencia de la deuda social, que seguía vomitando excluidos. Además, en marzo de 1996, la memoria histórica le había ganado una batalla decisiva a la amnesia que proponía el Presidente: al cumplirse veinte años del golpe protagonizado por Massera, Videla y Agosti, una imponente muchedumbre llenó la Plaza de Mayo para condenar el terrorismo de Estado. Cualquier asociación con ese pasado ahora suscitaba repudio. Y el asesinato de Cabezas, con su macabra simbología, le recordaba a la gente que los asesinos perdonados por las leyes del olvido y los indultos presidenciales andaban sueltos y en actividad. Y muchos de ellos —para culpa y desgracia de Yabrán— integraban sus empresas, cuidaban a su familia e incluso se habían permitido agredir a periodistas. ¿Qué escrúpulo tardío e inverosímil podía frenarlos a la hora de asesinar a un fotógrafo molesto? Esa era la convicción de la calle. Y los medios la reprodujeron y la realimentaron. No por un simple reflejo corporativo, como escupían los hombres de Olivos, ni porque respondieran a una campaña orquestada y financiada por Cavallo y por Duhalde, como sugirió Bunge cuando su representado se desplomó, sino porque reflejaban el nuevo estado de ánimo de la sociedad. Y, además, porque se curaban en salud. Noventa y tres periodistas habían desaparecido para siempre en los años de plomo y muchos más habían salvado su vida, pagando el precio de un largo destierro. Nadie quería repetir esa historia.
En su nueva estrategia de dar la cara, Don Alfredo concedió una extensa entrevista a
Clarín,
en sus oficinas de la Mansión del Águila. El domingo 16 de marzo, el matutino le dio la tapa y las cinco primeras páginas. El reportaje fue realizado por un equipo numeroso: los periodistas María Seoane, Femando González, Omar Lavieri y Julio Blanck y los fotógrafos Diego Goldberg y Eduardo Longoni. Yabrán estuvo escoltado por su vocero Wenceslao Bunge. El encuentro se prolongó durante más de tres horas. Nunca se había sometido a una prueba semejante y, en buena medida, dada su inexperiencia, salió relativamente airoso. Sin embargo, los lectores avisados detectaron
lapsus
muy significativos, como su célebre definición de que el poder otorga impunidad. En ese momento, todavía tenía guiños favorables de ese poder que suponía impune y aún no había renunciado por completo a presentarse a la privatización del Correo, en cuya licitación —él mismo lo dijo a los periodistas— podía llegar a establecerse una posible "cláusula anti-Yabrán". Porque Cavallo, a pesar de estar fuera del gobierno, le iba ganando la guerra.
También le confesó a los periodistas que había estado muy ansioso por causa de la entrevista. Y no era simplemente una táctica para presentarse como un humilde cartero ajeno a las lides cortesanas del
jet
set.
Toda la familia había girado, los días previos, en torno de su ansiedad. Su hijo Mariano y su novia de entonces, Jaqueline Giganti, le habían escrito en una hoja de cuaderno: "A Papimafi: ¡suerte con la entrevista!". Don Alfredo la guardó como amuleto en una carpeta donde juntó algunos documentos que podrían resultarle útiles durante el reportaje. Uno de los periodistas vio el papel y le preguntó por el sobrenombre. Yabrán, sonriente, le explicó que la novia de su hijo había inventado el apodo, como una forma de tomarse en broma la acusación de "mafioso" que le había endilgado Cavallo. Con esa carpeta en la mano recibió al equipo de
Clarín
en la puerta de su casa. Los hizo pasar a la sala donde había mantenido tantos diálogos secretos y les sirvió él mismo la primera ronda de café, en un intento más por mostrarse amable y simpático. Cuando le preguntaron por sus hijos, un Wenceslao hosco, más papista que el patrón, les señaló a los periodistas que al señor Yabrán le molestaba hablar de su familia. Desmintiéndolo tácitamente —como suelen hacer los patrones con los voceros—, Yabrán habló de temas familiares y hasta reveló que el mayor de sus hijos, Pablo, estaba en los Estados Unidos, porque se había peleado con su novia. "Le cambié la novia por un buen par de esquíes", bromeó.
En lo sustancial, comenzó confesando que salía a los medios por el crimen de Cabezas, que "a uno lo estremece". Y también por todo lo que se hablaba en relación con ese crimen, "que excede los límites de lo que uno puede tolerar". "Que Cavallo pretenda vincularme con todo eso de Cabezas me pone muy mal". Los periodistas de
Clarín
le recordaron entonces que no era Cavallo quien lo involucraba en el asesinato del fotógrafo, sino una investigación policial que seguía los pasos de algunos custodios suyos. Se referían a Cocina y Pesaresi, que en ese momento estaban bajo la mira de los pesquisas. Yabrán aseguró que todo su "personal" había estado a disposición de los investigadores desde el primer día y aprovechó para negar que fuera dueño de empresas de seguridad. Un libreto que mantendría a rajatabla en todas sus declaraciones, sin lograr convencer a nadie. También se mostró sorprendido por los legajos que Víctor Hugo Dinamarca registraba en la CONADEP. Definió al
Pollo
como un hombre "correctísimo" y tuvo otro
lapsus
significativo: "No sabía que estaba en eso, si es que estuvo. Porque hoy en día
hasta dónde uno puede creer que eso efectivamente pasó.
Yo hablé con él y me dijo que no es cierto que haya causas abiertas. Y si él me dice que no, por ahí tengo más inclinación a creerle a él que a esas publicaciones". Negó, como siempre, tener testaferros y dijo, con gran desparpajo, que no le gustaba ubicar a familiares en sus empresas.
Su discurso se fortalecía al presentarse como "capital insolente" que no quería ir a la cola de los grandes intereses extranjeros y se debilitaba al tener que dar explicaciones sobre sus puntos vulnerables: el entramado de empresas y hombres de paja y la Guardia Imperial. El lastre que lo llevaría al abismo. Reveló que Cavallo le mandaba empresarios para presionarlo, como el antiguo abogado Fontán Balestra y Santiago Soldati, que luego lo desmentiría. Admitió que conocía a Corach, Bauzá, Jassan, Erman González y Eduardo Menem, pero dijo que nunca se había reunido con el Presidente, a quien ocasionalmente le había dado la mano "en distintos despachos, cuando él va y saluda". Fue más sincero y se crispó cada vez que mencionó a su enemigo predilecto, el hombre que lo estaba derrotando: "Me preocupa que la sociedad se ocupe de Cavallo,
de este 'bicho'".
"¿Usted sueña con Cavallo?", le preguntó uno de los periodistas. "Y... sí, a veces me voy a dormir y escucho la voz de él..."
El "bicho" salió a replicar con dureza, convencido de que su enemigo todavía tenía chances de quedarse con el Correo: "Si el señor Yabrán, que lidera una mafia, se sale con la suya, con este claro apoyo que está teniendo del gobierno, es muy claro que todo lo que está pasando en estos días es una estrategia planeada conjuntamente". En la Rosada, el reportaje causó un cierto alivio. "Ya no es una sombra", le confesó a
Clarín
un alto funcionario de la Presidencia. Menem, por su parte, reunió en Olivos a varios diputados justicialistas y los regañó duramente por haberse opuesto al pedido del FREPASO, que pretendía citar al empresario postal a declarar ante la Comisión Bicameral de seguimiento de los organismos de seguridad e inteligencia, para que explicara, precisamente, si era dueño de una o varias agencias de seguridad y qué clase de relaciones tenía con ese tipo de empresas. "Parece que lo estuviéramos protegiendo", le tuvo que explicar a los que se pasaban de obsecuentes. Luego envió al
freezer
por un tiempo el decreto para la privatización del Correo. Los parlamentarios del PJ hicieron la venia, aunque algunos siguieron temiendo lo que podía llegar a ocurrir.
Entonces Yabrán hizo una jugada cinematográfica que pareció dar la razón a las suspicacias de Cavallo: el miércoles 19 se presentó sorpresivamente en el Congreso, para hablar con los diputados y senadores de la Comisión Bicameral. La movida se la facilitó el
Coco
Mouriño, que había trabajado allí en tiempos de Ibáñez y tenía un hermano (Héctor Ricardo) que seguía revistando en la Seguridad. Gracias a
Coco,
Don Alfredo pudo meter el Peugeot 405 metalizado en el garaje del Edificio Anexo, sin preguntas molestas de los periodistas ni de los encargados de la vigilancia. Sus adláteres también le garantizaron la salida. (Esos privilegios darían lugar a un pedido de investigación, impulsado por la diputada Patricia Bullrich.) Con una sonrisa ganadora, vistiendo un impecable traje celeste, Yabrán subió con Mouriño y el cejijunto Bunge hasta el cuarto piso, donde los parlamentarios de la Comisión analizaban, precisamente, cuándo iban a citarlo. Un asesor de la Comisión de Defensa se acercó al sillón que ocupaba el presidente de la Bicameral, Miguel Ángel Toma, y le dijo al oído:
—Miguel Ángel, está Yabrán aquí arriba y me dijo que quiere entrar a declarar.
Toma empalideció y anunció la novedad a sus colegas. Patricia Bullrich, al borde de un ataque de nervios, exigió que lo dejaran afuera mientras discutían qué hacer. Don Alfredo quedó a refugio de los periodistas en el despacho del propio Toma, que unos días antes había amenazado con echar a Cavallo si se presentaba sorpresivamente en el Congreso para hacerse el "idiota útil". Luego autorizó la entrada del
Amarillo,
que ingresó sonriente en el salón.
—No creo que haga falta que me presente, ustedes ya me conocen. —Y estrechó la mano de cada uno de los dieciocho parlamentarios.
Después explicó que se había enterado de que pensaban citarlo y había venido espontáneamente a contestar las preguntas de los señores legisladores, porque estaba a punto de viajar al exterior, "por razones de negocios". Los representantes de la oposición no quisieron entrar en el juego y se negaron a interrogarlo precipitadamente y cuando el propio cuestionado lo disponía. Toma le preguntó por cuánto tiempo estaría ausente y, como Yabrán dijo "por veinte días", lo citó oficialmente para el 10 de abril. A las 12.22 se retiró. Había permanecido exactamente doce minutos. No hubo preguntas, pero sí un
gag
protagonizado por el diputado
Chacho
Álvarez, que fue el último en llegar. Álvarez vio una silla vacía al final de la larga mesa, pretendió sentarse y cayó al piso con estruendo. "Yo no fui", dijo Don Alfredo, rápido de reflejos.
Chacho,
levantándose, le contestó con idéntica velocidad:
—Ya sé que no fue usted, está demasiado lejos.
Desde la otra punta de la mesa, Yabrán festejó la respuesta. Luego, Don Alfredo y Bunge se retiraron, dejando la sensación clara de una "operación" montada desde muy arriba. Había ganado tiempo. Ese mismo día, por acuerdo de todos los bloques, se decidió postergar hasta el 9 de abril la creación de una nueva comisión que debía investigar los ilícitos contra el Estado y pondría las empresas de Yabrán bajo la lupa. La que después sería popularmente conocida como la Comisión Anti Mafia.