La grabación fue presentada por los Harispe en un lugar poco propicio: la Fiscalía de Investigaciones Administrativas. Cuando los Harispe hicieron la denuncia, pensaron que podía prosperar porque conocían al hijo de Molinas. Uno de los hermanos se reunió con él en un café y tuvieron una charla bastante ominosa, y onerosa para los dueños de la empresa asediada. Tal vez, los Harispe ignoraban que Don Alfredo mantenía una fluida relación postal con Molinas hijo, a cuyo domicilio los choferes de OCASA solían llevar correspondencia personal del
Cartero.
El fuego, los fuegos, no se detuvieron. El doctor Francisco Haimovich, ex dirigente del Partido Intransigente en Paraná, era abogado de la hermana de Lifschitz en un juicio hereditario que ésta había entablado contra sus hermanos, entre los que estaba Hugo. El estudio de Haimovich sufrió un providencial incendio. La policía detuvo al incendiario
in
fraganti y
el abogado que lo defendió fue el hijo del diputado nacional Fedrich. Este abogado también representaba a Lifschitz y era, además, garante de un tal Andrade, que inicialmente fue leal a los Harispe y luego apareció con un escribano para incriminarlos en el juicio penal. Más tarde, Andrade se arrepintió de haber jugado para los enemigos de Los Pinos, les contó todo a los Harispe y les pidió perdón.
Algunos hechos pueden parecer confusos en el corto plazo, pero el tiempo suele tener la virtud de tornarlos nítidos. InterCar SA, la empresa en la que Lifschitz ingresó fulminantemente como presidente, se fusionaría después con Skycab SA, donde Víctor Hugo Dante Dinamarca hizo una carrera no menos vertiginosa como directivo y accionista.
Cuando el sindicalista Ramón Baldassini se presentó ante la Comisión Anti Mafia del Congreso dijo, para probar su inocencia y la de Yabrán, que un día le había preguntado a su comprovinciano y amigo si era cierto que Skycab era de él, porque realizaba maniobras que perjudicaban al Correo y el sindicato postal quería denunciarlas. Según el desmemoriado sindicalista que no recordaba a los desaparecidos, Don Alfredo le habría jurado que no tenía nada que ver y que no tenía inconvenientes en que denunciaran a Skycab. Si hubiera sido cierto lo que Baldassini le dijo a los diputados, habría que concluir que Yabrán escupía al cielo, porque los teléfonos y el domicilio que InterCar tenía mientras pleiteaba contra los Harispe pasaron a pertenecer a Aylmer SA, empresa que Don Alfredo siempre reconoció como propia.
En la década del ochenta, Lifschitz hizo sólidas y perdurables amistades con la Guardia Imperial. En el '97, la revista
Análisis
de Paraná —que siguió con tenacidad y eficiencia los pasos de Yabrán por su provincia natal— reveló que el empleado infiel era socio de Dinamarca, en la compra de unos campos entrerrianos. Además, el
Pollo
le vendió a Lifschitz el barco
Sheila
en trescientos mil dólares y los dos socios y amigos suelen veranear juntos en Punta del Este todos los enero de cada año.
El proceder de los soldados de la Guardia Imperial no era novedoso: en fecha tan tardía como noviembre de 1995, cuando la guerra contra Los Pinos parecía algo de la década anterior, Enrique Harispe fue visitado por un matón, de apellido Chávez, que había trabajado en la Policía Federal y en los servicios de informaciones. Y también para OCASA en Ezeiza. El hombre era de Paraná, como los Harispe, y los visitó "como amigo", para sugerirles cariñosamente que no se sumaran a la campaña contra Don Alfredo "que había montado el
Mingo
Cavallo".
En 1996, el
Vasco
Mario Alberto Harispe murió como consecuencia de sus antiguos problemas cardíacos.
Los Soldados trabajaron duro y bien para desprestigiar a la empresa estatal de correos. Manos expertas se apoderaban de las sacas de correspondencia, quedándose con cartas, documentos, tarjetas de créditos, que no siempre tiraban o destruían. Muchas veces las hacían llegar a destino con una irritante demora de cuatro o cinco días. La soldadesca tenía una casa en Córdoba, por ejemplo, donde las sacas "dormían" varios días antes de ser reinsertadas en el circuito que las llevaría a destino. En curiosa coincidencia, algunos comunicadores como Bernardo Neustadt se preguntaban indignados ante el micrófono, cómo podía ser que una carta despachada desde Buenos Aires demorase a veces hasta una semana en llegar a Córdoba. Otro colega de Neustadt, Daniel Hadad, también editorializaba sobre la manifiesta ineficiencia del correo público. Correo atosigado, además, por los frecuentes paros dispuestos por FOECYT y su líder, Ramón Baldassini.
Para dedicarse al correo privado había que tener nervios de acero. Raúl Alberto Sei era dueño de Rhodas Courier, una empresa permisionaria de ENCOTEL que había empezado a trabajar en 1985 y que no quería convertirse en otro satélite del Grupo. Rhodas fue acosada inicialmente por la oficina de ENCOTEL que controlaba a los permisionarios y tuvo que soportar varias inspecciones originadas por falsas denuncias en su contra. Después se agregaron otros métodos que recordaban, en plena democracia, las modalidades represivas de los setenta. Primero fueron los llamados telefónicos con amenazas de muerte. En junio de 1989, pasaron a la acción.
Sei conducía su auto por una zona despoblada cuando tuvo que detenerse en un semáforo. Se acercó a su ventanilla un individuo que lo apuntó con una persuasiva 45, mientras otro sujeto —de rostro patibulario— abría la otra puerta delantera y se acomodaba en el asiento del acompañante. El que lo había apuntado con la pistola empavonada se arrellanó en la butaca trasera y propuso con gentileza:
—Poné primera que vamos a dar una vuelta.
Sei arrancó y comprendió que no convenía andar distraído por este mundo. A pocos metros lo seguía el auto del que se habían bajado los dos individuos que lo acompañaban a la fuerza. Después de recorrer menos de un kilómetro, el del asiento trasero ordenó:
—Pará acá.
Cuando se detuvieron, a un costado del camino, el del asiento trasero sacó un pequeño grabador de su saco y apretó el botón de "play". Sei oyó entonces su propia voz, en un diálogo telefónico que había sostenido con su abogado en la víspera. El diálogo era soso y aburrido y estaba referido exclusivamente a cuestiones comerciales, pero le corrió un sudor frío por el espinazo al comprender que los tipos tenían tanto poder como para "pincharle" el teléfono. Después arrancaron y dieron una corta vuelta. El tipo del asiento trasero le dijo, a modo de despedida:
—No te va a pasar nada si sos piola. Lo único que debés hacer es irte de este negocio. No hay lugar para vos en el correo. Así que no se te ocurra sacar los pies fuera del plato.
Los agresores, curiosamente, habían utilizado un giro verbal de Perón ("sacar los pies fuera del plato") que la ultraderecha peronista y los defensores de la Triple A habían usado para perseguir a los "infiltrados marxistas" en el peronismo.
Unos meses más tarde, en noviembre del '89, la cosa se puso peor. Las amenazas telefónicas arreciaron y un buen día Sei vio, espantado, cómo un auto que lo venía persiguiendo se le cruzaba por delante y lo obligaba a frenar. Esta vez lo sacaron a trompadas de su coche y lo secuestraron durante varias horas. Sei había cometido "el error" de visitar unos días antes la Casa de Gobierno, donde Carlos Menem estrenaba su primer mandato, para entrevistarse con el político justicialista Oscar Fappiano, uno de los secretarios del Ministerio del Interior, y denunciar la campaña de intimidación que estaba sufriendo. Ensangrentado, con el rostro tumefacto por los golpes recibidos, Sei escuchó una voz conocida que musitaba en su oído:
—Si volvés a la Casa de Gobierno vas a terminar en una zanja.
Unos días después, por esas casualidades que tiene la vida, la nueva ENCOTEL justicialista le revocó el permiso que ya había cuestionado en los años anteriores la ENCOTEL radical. Pero Sei era terco como los Harispe y no tardó en sufrir un nuevo percance.
El 21 de abril de 1990, el empresario fue interceptado por un Falcon celeste con sirena, tripulado por tres individuos vestidos con uniformes de la Policía Federal. Uno de los supuestos policías se acercó, le dijo que había cometido una infracción y le pidió el registro, que llevó de inmediato al "superior" que aguardaba en el "patrullero". El del Falcon cabeceó afirmativamente y Sei fue arrancado violentamente de su auto y conducido al presunto móvil policial. Allí lo arrojaron en el asiento trasero y sintió en la sien un frío metálico, duro, inconfundible, que debió soportar durante un largo paseo que se extendió desde el barrio de Caballito hasta el cruce de la Panamericana y Pelliza, donde fue finalmente abandonado después de la advertencia del "superior":
—Ya te lo dijimos y te hiciste el pelotudo. Ya sabés que en este negocio no tenés que estar más. Es la última advertencia que te hacemos.
Poco después del último apriete, Raúl Sei se reunió en el restaurante La Cuadra, con Alberto Chinkies, aquel hombre que Alfredo había conocido en sus tiempos de Bourroughs; que había sido echado junto con él de la empresa norteamericana; que fue admitido en OCASA como la única excepción a la ley que vedaba el ingreso de judíos al Grupo y que, a través de los años, se había mantenido prodigiosamente leal y apto para encargarse de las más sucias triquiñuelas, ya fuera para insertarse en el directorio de Ciccone Calcográfica (en un primer paso para tratar de copar la vieja y poderosa compañía familiar de los hermanos Ciccone) como para sentarse frente al atribulado Sei y decirle sin asomo de rubor:
—Todos tus problemas con el correo se pueden resolver a partir de este mismo momento. Pero vas a tener que ceder el 30 por ciento de las acciones de Rhodas, de manera gratuita.
Una propuesta insólita, pero que distaba mucho de ser una excepción.
Garganta Tres es una rara avis en la clase política argentina: un dirigente fino y culto que conoce los límites que impone la realidad pero no sucumbe ante la moda aplastante del realismo. Es mordaz y suele reírse de todo (incluyendo su propia actuación) sin derrapar en el cinismo. Entre sus singularidades se destaca un profundo conocimiento de la situación internacional y sus vínculos cada vez más determinantes con la circunstancia local, que alimenta con diarias navegaciones en Internet y estratégicos contactos en el extranjero. Ha explorado el Expediente Yabrán y tiene sus propias tesis (o informaciones) sobre las razones de su caída, que propone revelar al interlocutor, "en el momento oportuno", cuando éste haya profundizado la investigación que lleva a cabo. Recostado en la butaca frailera, de espaldas a los libros que constituyen la pasión central de su vida, comenta, como si pensara en voz alta:
—El caso DHL tiene un valor paradigmático. Creo que ahí arrancan los problemas del
Amarillo
con los norteamericanos, que enseguida van a profundizarse con el tema decisivo de Federal Express, la bronca por EDCADASSA y el consiguiente control de los aeropuertos, y otros episodios (como la ley de Correos) que lo muestran ante ellos y ante su hombre de confianza, Cavallo, como irreductible al plan globalizador y una amenaza para los buenos negocios que esperaban de las privatizaciones. Ellos lo ven como una rara mezcla entre lo que llamábamos en los setenta "un empresario nacional" (al estilo de José Ber Gelbard) y uno de esos señores feudales que imperan en la cultura de sus mayores. Un hombre que, para colmo, no vacila en aplicar procedimientos groseramente mafiosos, a diferencia de ellos, que han aprendido a ser mafiosos de manera más elegante, sin eructar en la mesa de negociaciones y manejando correctamente los cubiertos de pescado. Un imprudente, ¿me explico?, que por un lado quiere negociar con ellos y, por el otro, no acepta subordinarse, ignorando que ellos no sólo pelean por los grandes negocios, sino por el principio inmutable de hacerlos sin trabas molestas. En eso son implacables, como lo demuestra la eliminación del banquero Graiver por parte de la CIA. ¿No es cierto? Por eso, el caso DHL, insisto, es la primera escaramuza de una guerra que Yabrán nunca debió librar.
Para que me entienda bien: lo que ocurrió entre Yabrán y los norteamericanos es algo parecido (en pequeña escala, desde luego) a lo que ocurrió con el general Noriega o Saddam Hussein, que pasaron rápidamente de aliados a enemigos. ¿Me sigue?
El hombre miró su reloj y dio la señal. Diez comandos armados con fusiles FAL y pistolas ametralladoras irrumpieron entonces en las oficinas de DHL en plena City porteña. El gerente Chris Kirsch salió de su despacho al escuchar el alboroto y fue empujado violentamente contra una pared junto con los empleados y las aterrorizadas secretarias que debieron permanecer así durante un largo rato, mientras el hombre que había mirado el reloj y dos de sus adláteres revisaban frenéticamente télex y documentos que probaran los vínculos del conocido
courier
"de puerta a puerta" con el espionaje británico. Luego se fueron tan repentinamente como habían llegado, no sin advertirle al gerente Kirsch que no se hiciera el vivo, porque estaban en guerra con Inglaterra y podía llegar a pasarlo muy mal si se probaba que DHL trabajaba para el MI6. El episodio ocurrió en abril de 1982, pocos días después de que comandos argentinos que invocaban a la Virgen del Rosario iniciaran la aventura de las Malvinas.
El origen del violento procedimiento habría que buscarlo no tanto en el celo patriótico de los militares vernáculos como en las guerras secretas del correo privado. En rigor, aunque la filial criolla del
courier
había sido fundada como una pequeña SRL por dos ingleses, la red mundial DHL pertenecía a capital norteamericano. Una distinción sutil para aquellos tiempos calientes, que podía quedar oculta si alguien aprovechaba la coyuntura bélica y decidía sacarlos del camino argumentando que trabajaban para el gobierno de Margaret Thatcher. Por eso, tanto los dueños locales de la concesión como la gerencia regional de DHL, con sede en Río de Janeiro, decidieron que lo mejor era venderle la SRL a un argentino, que bien podía ser ese abogado que los asesoraba en cuestiones aduaneras y postales, Ricardo Armando Giacchino.
El candidato no estaba mal pensado, aunque no fuera un hombre del oficio. Giacchino había trabajado durante catorce años para el influyente estudio Allende y Brea, que había patrocinado a grandes empresas norteamericanas en el país y durante dos años (de 1975 a 1977) había cumplido funciones para ese bufete en las Cortes del Estado de Nueva York. A su regreso de los Estados Unidos, Giacchino decidió poner su propio estudio y dedicarlo a cuestiones internacionales como licitaciones,
joint ventures
y asistencia técnica a corporaciones extranjeras. A fines de 1981 fue contactado por directivos de la red para brindar asesoramiento legal a DHL, tarea que tardó en aceptar porque estaba muy ocupado representando a la firma Morrison-Knudsen, que participaba en la licitación de la gigantesca obra civil de la represa de Yaciretá, y, además, porque no tenía la menor idea de cómo se manejaba un correo privado.