Cuando los veinticinco regresaron a Larroque, cansados pero victoriosos, cargados de anécdotas agrandadas por la distancia, la fama de generoso que ya tenía el
Tío Rico
(al que ahora llamaban Papá Noel) alcanzó un nivel cuasi religioso. Y, en verdad, Don Alfredo era realmente generoso. No había salido "agarrado" como su padre Nallib o su hermano
Toto.
Cada tanto un ruidoso trailer sobresaltaba las tranquilas calles de Larroque o Gualeguaychú y depositaba un auto o una camioneta (adornados con un gigantesco moño rojo) frente a la casa de algún afortunado que abría la puerta y se encontraba, de buenas a primeras, con un regalo principesco, totalmente inesperado. En general, se trataba de parientes o de amigos, aunque en ocasiones también algunos empleados antiguos y leales recibían costosos presentes. Como los hermanos Gervasoni (Roque y Roberto), a quienes envió un Ford Sierra a cada uno, calculando, sin duda, que el obsequio cimentaría su fidelidad ante cualquier contingencia, pero sin imaginar que algunos años más tarde el recuerdo de aquel regalo sellaría los labios de Roberto Gervasoni frente a los policías que allanaron la estancia San Ignacio.
En los noventa, cuando los Yabrán ya se habían mudado a la Mansión del Águila, los visitantes solían sonreír al comprobar, en el gigantesco garaje, que, junto a los Mercedes y las Pathfinder de la familia, había una verdadera flotilla de Ford Sierra que Don Alfredo les había regalado a su secretaria o a los parientes más cercanos. Y en esos casos, a diferencia de lo que pasaba con los obsequios destinados a militares, políticos, jueces, funcionarios, sindicalistas o gerentes de bancos, se trataba de gestos desinteresados, producto de su personalidad ambivalente y de sus códigos tan nítidos, que dividían el mundo en amigos y enemigos, y también de su necesidad, como verdadero padrino, de ser amado o temido, sin matices ni reservas. Cuando el regalo era para un amigo, para un pariente querido o para alguien que le había hecho un favor personal, Don Alfredo lo hacía con suma delicadeza, acompañándolo de afectuosos mensajes personales. A Wenceslao Bunge, por ejemplo, le mandó un equipo digital de sonido, con una tarjeta donde decía: "Para que sólo escuches lo que te haga feliz". En cambio, cuando el regalo tenía un fin utilitario, le hacía sentir al destinatario que con ese presente lo había comprado, a veces de manera elíptica y otras sin ahorrarse la franca grosería, pero siempre con el mismo mensaje subliminal: "Nunca te olvides de que yo te di esto para que hagas lo que tengas que hacer cuando yo te lo pida". Y pobre de aquel que violara ese código.
En cualquier caso, ya fuera por afecto o por "relaciones públicas", Yabrán nunca se olvidaba de enviar un regalo y una tarjeta en los casamientos, los santos o los matrimonios de la gente que poblaba su agenda. Del mismo modo, abrumaba con costosos
bouquets
florales o cajas de
marron glacé
a las secretarias de los funcionarios y ejecutivos con los que tenía relación. Una costumbre adquirida en los tiempos de vendedor y que no abandonaría nunca. El costado público de un hombre al que muchos consideraban encantador. Un águila bifronte que también hundía su pico oculto en las tinieblas.
La noche del 27 de febrero de 1985,
Quico
regresó a la modesta casa de Hipólito Yrigoyen sin número, de la que había salido para conquistar el mundo y en la que seguía viviendo el viejo Nallib, que acababa de quedarse viudo a las tres y media de esa tarde. Su mujer, Emilia Marpez, la beldad de las trenzas negras, parecía más pequeña y consumida en el cajón que habían mandado los de La Previsora. Los paisanos de Larroque lo acompañaban en el living, convertido en capilla ardiente. Los murmullos respetuosos y anhelantes de la concurrencia y los pasos apresurados de sus hijas mayores le indicaron al anciano que se acercaba la visita más importante: ese hijo mucho más rico que él, del que solía pensar cuando era un mocoso que podría llegar a ser un buen abogado, por lo hablador y respondón que le había salido.
Los Mercedes pararon frente a la casa de la infancia y a Don Alfredo le costó abrirse camino entre las palmadas, los abrazos o el tímido apretón de manos de los menos allegados. Parecía imperturbable y hasta sonreía a los que lo saludaban con respeto o se mostraban confianzudos para presumir de una imaginaria intimidad con el
Tío Rico.
Pero cuando se estrechó en un abrazo con su hermana
Coca,
ésta sintió que en verdad había regresado
Quico
y que debajo del millonario de cuarenta años hubo —por un breve instante— un adolescente desamparado. Detrás de Alfredo, tratando de pasar inadvertido, venía un hombre alto, delgado, de pelo canoso, que ocultaba el arma con solvencia bajo el traje de verano. Casi nadie se enteró, pero ese personaje era Víctor Hugo Dante Dinamarca, ex oficial de Inteligencia del Servicio Penitenciario Federal (SPF), denunciado ante la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (Legajo 3.674) como uno de los represores que, en tiempos de la pasada dictadura militar, había integrado el campo de concentración El Vesubio, donde se lo conocía por sus alias de
Chango
o
Pollo.
Según el testimonio público de dos ex represores, había formado parte en ese lugar de un "grupo de tareas fantasma", encargado de "trasladar detenidos", tanto hacia una muerte ignota en las tumbas NN o en los abismos marinos, como hacia otros centros clandestinos de reclusión, entre los que sobresalía la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). Allí torturaban, junto a los marinos del Grupo de Tareas 3–3/2, varios colegas y amigos suyos del SPF, gente "pesada" y de modales un tanto rudos, pero "muchachos confiables al fin", que él había reclutado para la seguridad e inteligencia del Grupo Yabrán. Entre ellos se contaban el
Paco
Roberto Naya, otro "candado" como Dinamarca; Miguel Ángel Caridad, que figuraba como presidente de la recién creada Bridees, y un marino que se les uniría después en los tiempos de las tres Zapram —las empresas mellizas que vigilarían, años más tarde, los depósitos fiscales de Ezeiza—: el capitán de fragata retirado Adolfo Miguel Donda Tigel, alias
Palito
o
Gerónimo,
a quien "los subversivos de los derechos humanos" acusaban de haber asesinado a la diplomática Elena Holmberg. Este último era un profesional que alcanzaría sus niveles más altos dentro del Grupo, cuando se conformaron "Los tres círculos", el aparato de seguridad e inteligencia que Don Alfredo siempre negó poseer.
Uno de los concurrentes reconoció a Dinamarca esa noche y lo miró con asco y temor, sabiendo que comandaba la soldadesca de
Quico.
Algo más tarde, esa misma persona volvería a toparse con el personaje en uno de los multitudinarios asados que se celebraban en los ya extendidos campos de Alfredo, bajo la severa conducción del
Toto,
que, como Parrillero Mayor de la Familia, odiaba a esos tipos raros que
Quico
le mandaba y que tragaban como fieras y dormían la mona en los frescos dormitorios coloniales. Esos fanfarrones de mierda, que se entretenían disparando a las liebres con sus pistolas y a los que tenía que atender como si pertenecieran a esa clase superior de mugrientos que eran los doctores. Esa tarde, de sobremesa, el desconocido le escuchó decir al
Pollo
Dinamarca lo mismo que el propio Víctor Hugo Dante Dinamarca negaría después como inocente doncella ante el Ministerio del Interior, en los días que siguieron al asesinato de José Luis Cabezas, que él "había liquidado, personalmente, a treinta y ocho subversivos", y que lo volvería a hacer, "sin dramas", si se presentaba la ocasión.
Víctor Basterra es uno de los pocos desaparecidos que logró sobrevivir en las catacumbas de la ESMA, por donde pasaron casi cinco mil argentinos hacia una muerte ignota. También fue uno de los pocos "chupados" que los hombres del GT 3–3/2 siguieron persiguiendo cuando teóricamente el Grupo de Tareas ya no existía y el país vivía en democracia. Víctor, que en su vida anterior fue gráfico, "trabajó" en la ESMA como esclavo, en un sucucho de cartón prensado revelando fotos y preparando documentos falsos para los marinos. Después de la aventura calamitosa de Malvinas empezó a pensar que los militares no tenían más remedio que abandonar la escena y que él tal vez podría zafar y salir del campo de concentración para ratificar lo que otros sobrevivientes (muy pocos) ya habían denunciado en el extranjero, pero agregando un valor que ellos no habían podido incorporar en sus testimonios: fotos que complementaran y ratificaran lo que habían padecido en el infierno de la ESMA. Entonces, desafiando el peligro concreto de que lo ejecutaran si lo descubrían, comenzó a esconder fotos, negativos y documentos de identidad usados por los represores. En prolijos
embutes,
a salvo de requisas, se fueron acumulando decenas de instantáneas de la represión secreta. Como la foto que le tomaron a distancia y desde una camioneta "Swat" al famoso montonero Ricardo René Haidar, que acababa de ingresar clandestinamente en la Argentina y que, poco después, fue secuestrado por los hombres de
Palito
Donda y llevado a las mazmorras de la ESMA, donde la Armada pudo completar lo que otra dictadura —la de Lanusse— había iniciado diez años antes, cuando el
Turco
Haidar y otros dieciocho prisioneros desarmados fueron fusilados a mansalva en la base aeronaval Almirante Zar de Trelew. Haidar, malherido, había logrado sobrevivir junto con María Antonia Berger y Alberto Camps y los tres se convirtieron en símbolo de las luchas populares de aquel momento.
Pero Basterra no se limitó a guardar la imagen que le habían "robado" al
Turco
en las calles de Buenos Aires, también conservó para su todavía hipotética denuncia la foto del prefecto que se caracterizó como Haidar para engañar a los montoneros que andaban sueltos e infiltrarlos. Una idea de Donda, que había reemplazado en las tareas de inteligencia al otrora amo de la vida y la muerte en la ESMA: el capitán de corbeta Jorge Eduardo
Tigre
Acosta. Dos años más tarde, el gráfico tuvo su recompensa, cuando esos y otros documentos arrebatados a los represores avalaron su testimonio y ayudaron a condenar al almirante Emilio Eduardo Massera, en el juicio a las primeras juntas militares.
Cuando conoció al "candado" Roberto Naya (alias
Beto
o
Paco),
Basterra todavía era un espectro de incierto destino, que podía acabar en las aguas de la Bahía de Samborombón como tantos compañeros a los que un miércoles entrevió en la enfermería, desvanecidos por el
pento-naval,
antes de ser
trasladados
a los vuelos de la muerte. Empezó a "vislumbrar a
Paco
Naya allá por el '79. Era un hombre alto, huesudo, de cara alargada y caballuna, con un hoyo en el mentón". Pronto el prisionero pudo averiguar que integraba un grupo que no era de la Armada pero que estaba estrechamente vinculado con el entonces teniente de navío
Palito
Donda. "Un conglomerado de personajes siniestros compuesto por Naya, un tal Miguelito, un tal Rodilla, que era suboficial de Prefectura y otros tipos que estaban relacionados con
Palito
no sólo por razones militares o de inteligencia sino también por algunos negocios", según lo que Basterra había podido intuir escuchando, a escondidas, las conversaciones de los verdugos. Durante un tiempo
Paco
Naya, a quien Basterra define como "un interrogador y, por supuesto, un torturador", desapareció de su vista. Tal vez cumplía tareas similares en otra región del inframundo. Empezó a verlo de nuevo en 1982, cuando los milicos preparaban la retirada y pensaban cómo reacomodarse en la inevitable democracia. "El tipo bebía y cuando tomaba se ponía como jodón": paseaba por el sucucho de Documentación y, en cuanto se topaba con Basterra, le pegaba, para luego confesarse con él como si fueran viejos amigos. Un día llegó y le dijo:
—Ando muy mal anímicamente.
Y luego, sin que viniera a cuento, le explicó incoherentemente que vivía en Villa Devoto (como si ese barrio tuviera que ver con el ánimo) y que estaba amargado porque en un operativo habían encontrado "siete palos verdes dentro de un placard y a él no le habían dado nada". Basterra estaba sorprendido y aterrado por la inesperada confesión. Pensó que no se le cuentan esas cosas a quien va a seguir respirando. También le llamó la atención que el tipo de la cara alargada lo eligiera a él como confesor. A él, que no hablaba con ninguno de esos personajes y cultivaba un bajo perfil, de "técnico", para eludir precisamente una nauseabunda convivencia con los verdugos. Pero
Paco
Naya siguió pegándole y contándole su vida en un vaivén esquizofrénico que enloquecía de odio al prisionero. El torturador provenía, como muchas de esas mierdas, de la extrema derecha peronista. Le contó que había sido custodio del ministro de Justicia Antonio Benítez durante el gobierno de la viuda de Perón y se lamentó por no haber integrado la escolta del "hombre fuerte" de la
Chabela,
José López Rega, "porque los custodios del
Brujo
estaban tres meses formando parte de la Triple A y luego se jubilaban". "Además —comentó con un suspiro nostálgico— les daban un departamento en Constituyentes y General Paz".
Una tarde, Naya apareció en el cuartucho de Documentación y le comentó al prisionero, al que había adoptado como
punching ball
y
confesor:
—Me salvé, nene. Estoy acomodado. Cuando se acabe este curro tengo laburo en una empresa que hace
clearing
bancario.
Basterra no supo a qué empresa se refería, pero entendió enseguida que esa clase de "mano de obra" nunca estaría verdaderamente "desocupada". Después se enteró de que era OCASA, en parte por casualidad y en parte porque había hecho un agujero en la pared, para armar "un sistema auditivo" que le permitiera oír lo que se decía en el "camarote" contiguo, que era el de Comunicaciones. Donde "aquellos ñatos" solían hablar de sus matufias pensando que no había moros en la costa. "Y así pudo escuchar, varias veces, cuando al señor
Paco
lo llamaban de OCASA", un dato altamente sugestivo si se piensa que los teléfonos de la sección Comunicaciones del principal centro clandestino de reclusión de la Capital no debían de figurar, precisamente, en la
Guía de Relaciones Públicas.
Quince años más tarde, cuando el dueño de OCASA, Alfredo Yabrán, apareció en todos los medios como presunto autor intelectual del asesinato de Cabezas, Víctor Basterra recordó aquellas escuchas temerarias y repasó los nombres y las caras de los ex represores que aparecían vinculados con las "Brigadas de la ESMA" y el empresario caído en desgracia. También encontró, en las denuncias de Domingo Cavallo, a otro personaje de sus años de cautiverio: el jorobado al que le decían
Giba, Mochila,
Quasimodo, Eveready,
aunque él prefería que le dijeran
Gerardo;
el segundo y socio del
Ti
gre
Acosta en el Mercado Central y en el astillero Río Bravo; el entonces teniente de navío Femando Enrique Peyón. Luego revisó prolijamente su archivo, donde hay fotos de ochenta represores, buscando caras que podrían asociarse con el presente, como la del suboficial Claudio Pitana, uno de los "gatillos" de la Federal prestados a los marinos, que luego sería jefe de la custodia de Don Alfredo. La revisión le trajo malos recuerdos: "En una oportunidad, en el año '81, me llamaron a una oficina de Inteligencia, en el tercer piso (del Casino de Oficiales de la ESMA), donde estaban Naya y Donda. Me empezaron a hacer preguntas y, bueno, por supuesto yo me hice el pelotudo, hasta que Naya me dice: '¿Pero dónde estuviste, en el Ejército de Salvación, que no sabés nada?'". Entonces Basterra entendió bien en qué consistía la coordinación de los "candados" con el Grupo de Tareas de la Marina: "Ellos tenían gente en las cárceles (buches y prisioneros a los que apretaban) y en función de los datos que juntaban iban a confrontar la información apretando a gente de la ESMA".