Don Alfredo (25 page)

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Authors: Miguel Bonasso

Tags: #Relato, #Intriga

BOOK: Don Alfredo
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La saga del
Cartero
y el Correo se iba pareciendo cada vez más al cuento "El almohadón de plumas" de Horacio Quiroga: a medida que la bella desposada iba empalideciendo y desfalleciendo inexplicablemente por las noches, el bicho que se alimentaba de su sangre crecía dentro de las plumas hasta lograr proporciones monstruosas, que sólo se podrían apreciar con espanto después de la muerte de la joven.

Sagaz, astuto, dotado genéticamente de la misma codicia que dominaba a su padre, el prestamista, Alfredo no se había recibido de contador público pero conocía de manera empírica la teoría del valor, la apropiación de la plusvalía, las leyes que rigen la acumulación y —sobre todo— la relación costo-beneficio. El contrato inicial con el Banco Nación lo obligaba formalmente a distribuir en exclusiva las sacas de la entidad, pero nadie le hizo cumplir esa exigencia cuando empezó a cargar las bolsas de otros bancos, a los que también les cobraba la exclusividad, cuando ya tenía todos los costos operativos cubiertos por el cliente principal y lo que entraba era ganancia pura. De igual modo, el alto beneficio logrado en la conquista de las principales licitaciones públicas le permitió competir con precio y eficiencia (seguridad y velocidad, principalmente) frente a la exigencia mayor de las grandes empresas privadas. Pronto las camionetas amarillas empezaron a distribuir las tarjetas de crédito y los resúmenes de cuenta de Diners y American Express, proporcionándole al
Cartero
nuevos ingresos millonarios, a cambio de una velocidad de entrega que resultaba clave en los largos períodos inflacionarios que padeció el país, cuando debía achicarse al máximo el plazo entre el cierre de cada resumen y el correspondiente pago del cliente. OCASA (a la que siempre consideró "su empresa", privilegiándola en el afecto sobre todas las otras del Grupo) conoció entonces una expansión vertiginosa, que él mismo describiría después ante los diputados de la Comisión Anti Mafia: "Con buenas prestaciones fuimos ganando clientes; para ser breve, primero en la Capital, luego nos expandimos al interior y posteriormente comenzamos a incursionar en el exterior. De esta manera abrimos sucursales en el interior, prácticamente en todas las capitales provinciales —y a partir de allí también en otras ciudades importantes— de acuerdo con las necesidades que el servicio requería. En el exterior habilitamos sucursales en Nueva York, Miami, en Perú. Paraguay y Chile —no recuerdo en este momento con exactitud todas las sucursales que abrimos—, y así la empresa fue creciendo hasta que llegó la época del ex ministro Cavallo, en que empezó a achicarse".

Con Rodolfo Balbín haciendo
lobby
en los despachos de los militares —y luego en los de sus correligionarios del primer gobierno democrático— y manejando con diplomacia y mano de hierro la Asociación de Permisionarios; con empleados propios —como Gerardo Mapelli— infiltrados en el desfalleciente Correo oficial, Don Alfredo prosiguió su irresistible ascenso dentro de lo que entonces se denominaba "la patria contratista": el grupo de grandes empresarios que desangraron el Estado en las licitaciones para exhibirlo después como ontológicamente ineficiente ante la sociedad y quedarse por monedas con sus despojos a la hora de las privatizaciones. Y por eso no había exageración cuando el Yabrán final del '97, dolido por las traiciones y perseguido por los medios que logró esquivar durante años, se comparó en el programa de Mariano Grondona con el empresario Santiago Soldati, insinuando que Soldati habría hecho seguramente tantos chanchullos contra el Estado como él, pero quedaba fuera de la condena social y mediática por su origen y sus vínculos con la oligarquía y el gran capital internacional. Porque, en suma, no era "un turquito de mierda" del que convenía tomar distancia (como Soldati la tomó, según el propio Grondona) en la hora de la desgracia.

Pero en los ochenta y durante buena parte de los noventa, la caída no figuró en las cuentas del
Cartero.
En aquellos años felices la mayoría de las licitaciones exigían a quien quisiera transportar correspondencia de bancos y organismos públicos la presentación de los tres últimos balances; una antigüedad como empresa no inferior a tres o cinco años; una flota de vehículos propia, integrada por vehículos tipo pick up, con capacidad de carga de hasta 750 kilogramos y carrocería metálica. Esas condiciones estaban expresamente diseñadas para que ganara el Grupo Yabrán y quedara excluida la empresa estatal de correos, que transportaba la correspondencia en vehículos alquilados y, en el caso de ENCOTESA (creada en 1994), no podía obviamente presentar sus tres últimos balances.

El irresistible ascenso había sido apuntalado desde el poder con una serie de normas legales y administrativas que también parecían redactadas por el
Duque
Rodolfo Balbín: en 1982 una resolución de ENCOTEL permitió a los permisionarios ingresar en el servicio internacional que el Correo oficial detentaba en exclusividad como miembro de la UPU (Unión Postal Universal); otra los autorizó a realizar el servicio "puerta a puerta" local e internacional y una tercera estableció "portes mínimos de correspondencia a transportar por zona", lo que dejaba automáticamente fuera de carrera a los permisionarios más chicos. También se firmó el convenio Jujotra-ENCOTEL-Aerolíneas (en realidad Jujotra-ENCOTEL-OCASA) de correspondencia vía aérea y servicio pre y post aéreo, mientras se le otorgaba a Villalonga Furlong la exclusividad del transporte de las arcas del correo vía terrestre. El brigadier Carlos Conrado Armanini, uno de los pilotos contratados por Yabrán, conseguiría para OCASA un depósito privilegiado en Aeroparque. En 1987, el servicio pre y postaéreo quedaría anclado —a través de otra resolución— en las manos de OCA y OCASA, cuyas camionetas podían llegar —sin ninguna clase de control— hasta la bodega misma de los aviones y retirarse luego sin ser interceptadas por autoridad alguna, para circular por las carreteras y calles del país con la seguridad e impunidad que les daba la condición "inviolable" de la correspondencia. Estos privilegios alimentaron toda clase de sospechas, empezando por la convicción —generalizada entre sus críticos y denunciantes, como los diputados del sector minoritario de la Comisión Anti Mafia— de que Don Alfredo había incorporado una nueva clase de negocios
non sanctos
a su imperio.

Los dioses, en aquellos años, lo favorecieron hasta con la casualidad. Así ocurrió con el hallazgo de un entrerriano amigo de su familia, que conocía a
Quico
desde que éste era un muchachito de catorce años y todavía vendía los helados "raspados" de Don Nallib en el Larroque natal. El amigo de la familia, por suerte para ambos, conducía otra pieza clave de la maquinaria: el poder sindical. Ramón Baldassini estuvo cuarenta y siete años en el Correo oficial y tampoco ayudó mucho a preservarlo dentro de la esfera pública, a pesar de que conducía FOECYT, una de las tres organizaciones gremiales que actuaban en el Correo, de lejos la más numerosa (con más de veintisiete mil afiliados) y, por lo tanto, la más poderosa. En 1988, incluso, anduvo detrás de un proyecto para privatizar ENCOTEL parcialmente, convirtiéndola en empresa mixta. Era uno de esos gremialistas que habían surgido a fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta, alentados por el proyecto "integracionista" de Arturo Frondizi: dóciles frente al poder y la patronal, duros con las bases rebeldes, devotos de la moderación y la negociación, eternos en sus cargos, hábiles para encubrir con una retórica "nacional y popular" sus caminatas sobre las alfombras rojas.

En 1985, Baldassini y Jorge Triaca, el sindicalista-empresario, superaron su propio historial de entregas, claudicaciones y negocios con los militares al declarar ante la Cámara Federal que juzgaba a los comandantes de las primeras Juntas que a ellos "no les constaba" la represión clandestina del movimiento obrero durante el Proceso. Se "olvidaron" no solamente de los miles de activistas secuestrados y asesinados durante la dictadura, sino también de un dirigente de nivel nacional con el que habían compartido muchas horas en la cúpula burocrática de la CGT: Oscar Smith, secretario general de Luz y Fuerza, "chupado" para siempre por los militares. Doce años más tarde, sentado frente a los diputados de la Comisión Anti Mafia, que le preguntaban por sus estrechas relaciones con Alfredo Yabrán, Baldassini recuperó la memoria y habló, con una inesperada piedad alimentada por la moda imperante, de "los desaparecidos" de su propio gremio. Por eso algunos diputados no le creyeron cuando afirmó que Yabrán y él "solían tener puntos de vista muy diferentes sobre muchas cosas" y que las numerosas huelgas que había promovido en los ochenta eran en defensa de los asalariados y no para debilitar al correo oficial y favorecer al cártel privado, como lo había denunciado Cavallo y otro sindicalista que había dirigido ENCOTEL a propuesta del ex Ministro, Abel Cuchietti, un hombre que pagó con una pierna rota su enfrentamiento con el Grupo.

Baldassini omitió ante la Comisión algunos detalles que demostraban el grado de intimidad que tenía con el cartero. El gremialista le había aconsejado, por ejemplo, la compra de la estancia San Juan, en el departamento de La Paz, de donde era oriundo.

Pero Baldassini, como se sabe, no era el único contacto sindical de Yabrán. Un viejo convenio, refrendado en Londres, colocaba a los choferes de los correos privados en el marco gremial del Sindicato de Camioneros; uno de cuyos titulares era Hugo Moyano, con quien Don Alfredo se esmeró también en hacer buenas migas.

Con creciente poder económico, político y sindical, el
Cartero
se fue devorando literalmente a la competencia. Mientras él figuraba solamente como accionista de OCASA y Baldassini hacía como que le creía (según lo contó a la Comisión Anti Mafia), iba deglutiendo una a una las principales empresas del sector: Skycab, Transbank, Villalonga Furlong, Compar, OCA (en cuyo directorio de 1985 ya había hombres de OCASA), la inicialmente "británica" DHL y algunas "amarradas" por el pago de diezmos a Don Alfredo, como Andreani. Todas ellas se sumaron a Aylmer, Yabito y Lanolec, a las de seguridad como Zapram y Bridees y a las nuevas joyas de la corona, como EDCADASSA, Intercargo, Interbaires, que a fines de los ochenta darían cima al apogeo del imperio con el control de los aeropuertos y en los años noventa se enriquecerían con Bosquemar Emprendimientos Turísticos, hasta constituir un universo que algunos especialistas (moderados) calculan en cuarenta empresas y otros (más audaces) elevan a ochenta. Para la grandeza de ese imperio trabajaron, duramente, más de veinte mil personas.

En el camino quedaron muchas compañías que se opusieron al irresistible ascenso, como Expreso Los Pinos SRL, que en 1981 cubría el
clearing
del Banco Nación en el Norte del país y de un día para el otro perdió la prestación, cuando un coronel alto, canoso, de marcial bigote negro, tomó el teléfono y le comunicó a uno de sus dueños, Mario
el Vasco
Harispe, que el contrato quedaba rescindido "por razones de seguridad nacional". Harispe quedó anonadado, sin entender del todo lo que le había dicho el coronel retirado Rómulo Colombo, mano derecha del presidente del Banco, Juan Ocampo —hombre del ministro Martínez de Hoz—. Después, en charlas angustiadas con su hermano y socio Enrique Carlos, entendió: los Harispe aparecían vinculados con el Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos, que en las fichas de los servicios de inteligencia figuraba como "colateral del Partido Comunista". Más espantado hubiera estado de saber lo que se denunciaría seis años más tarde: que el coronel Colombo había cesanteado a más de cien empleados del Nación por causas gremiales y políticas y que otros veinte habían pasado a la terrible condición de "desaparecidos".

La persecución ideológica, práctica frecuente de los militares argentinos, iba de la mano de los intereses comerciales, porque en forma inmediata OCASA pasó a reemplazar en la zona a Expreso Los Pinos. La empresa de los Harispe nunca pudo recuperarse de ese golpe y de los que le seguiría propinando, a través de un espía infiltrado en la empresa, Alfredo Yabrán. El
Cartero
probablemente no había leído a Maquiavelo, pero conocía instintivamente la primera máxima que todo príncipe debe saber: cuando tengas que matar, llamarás a los asesinos.

A mediados de los ochenta, los contadores de OCASA no podían dar crédito a sus ojos: la empresa ingresaba el equivalente a un millón de dólares por día. Gran parte de esa fortuna era contada y recontada sobre el escritorio de Viamonte 352 por el joven ambicioso que, apenas dos décadas antes, había llegado de Larroque para amasar rosetas, felipes y flautas en la panadería de su cuñado. Sin embargo, lo más curioso no era ese millón diario que reducía a nada la áurea tinaja del abuelo Miguel, sino el hecho aún más portentoso de que el hombre que acariciaba los billetes sobre el escritorio podía ir y venir solitario por las calles de la ciudad, entregándose a las trampas de los negocios y a los deslices amorosos. Porque nadie, fuera del círculo de sus intereses, sabía de su existencia. Y aun aquellos pocos a los que el apellido Yabrán les decía algo, agradable o inquietante, no habían visto nunca su foto en un diario. Pasaría un tiempo antes de que aparecieran los periodistas pioneros —Ferrari y Ronzoni— que lo destaparon en el semanario progresista
El Porteño,
sin que ningún medio de los "grandes" se hiciera eco. Y un poco más, antes de que su apellido breve, cortante como una cimitarra, se convirtiera en una palabra tabú en las redacciones y en una sombra de terror sobre el rostro de las pocas
fuentes
que se animaban a denunciarlo, a media voz, a media palabra, muchas veces sin pruebas y casi siempre de manera anónima.

16

La mayoría de ellos no había salido casi nunca de Larroque y sus alrededores. Algunos sólo tenían a Paraná como máxima referencia urbana. Conocían Las Vegas por las películas de gangsters que miraban por la tele o habían visto de chicos en el cine del pueblo. Y, de pronto, un buen día del año '83 u '84 (el dato no está muy preciso en la agenda de los mitos y leyendas) se vieron literalmente transportados a los neones multicolores de sus fantasías, gracias a la munificencia del
Tío Rico
que había decidido compartir con veinticinco parientes y amigos el festejo por un "gran negoción" que acababa de concretar y que ninguno de los veinticinco sabía, a ciencia cierta, en qué consistía. Larroque los despidió con abrazos y buenos augurios y el hotel Caesar Palace vio llegar a los campesinos entrerrianos como una bandada atípica de turistas sin guías ni disciplina, que escrutaban todo para cotejarlo con la escenografía de las películas y estremecían el
lobby
con sus risotadas. Ni los
bell-boys,
ni los empleados de la recepción, ni siquiera el gerente, sabían lo que les esperaba, porque los veinticinco entrerrianos habrían de quedarse tres meses en el hotel, con todos los gastos pagos. Ellos firmaban con displicencia las facturas de almuerzos y de cenas y una misteriosa empresa sudamericana —que en la voz del gerente sonaba algo así como
Yei-bi-do-u,
se hacía cargo, puntualmente, del pago de las cuentas. En esos noventa días con sus noches, olfatearon incansablemente el tapete verde de las salas de juego; agotaron sus muñecas con las palancas de las máquinas tragamonedas; hicieron amistad con los trabajadores hispanos, los únicos que podían entenderlos; los solteros (y algunos casados) iniciaron o fantasearon algún que otro romance; las señoras y señoritas recorrieron implacables todas las tiendas y, finalmente, saciados de aventuras, se dijeron que Las Vegas sería Las Vegas pero que en el mundo no existía nada superior a Larroque, donde había cancha de bochas y donde el Cinzano del club, por las tardes, era mejor que ese Martini áspero que venía con aceituna como en el cine.

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