En 1997, Víctor Basterra vio una imagen de Yabrán en el noticiario de Canal 13 que lo retrotrajo a los peores días de su vida: cubriendo las espaldas del empresario caminaba un tipo muy alto, delgado, con anteojos. El mismo tipo que solía llegar en pedo al cuartucho de Documentación, para darle una buena piña y luego confesarle, como se le confiesa a un amigo, por qué estaba alegre o deprimido.
Alicia Ruscovsky nació en Polonia y vino de niña a la Argentina. Entonces no sabía que la tragedia europea que había marcado a su familia la esperaba a la vuelta de los años en la aparente tierra de promisión que sus padres habían elegido como destino. Porque Alicia, como Basterra, pasó también por ese espacio sin tiempo que era la ESMA, pero antes tuvo que sufrir un dolor más grande que su propia caída y que la dejó sin defensas frente al acecho de los perseguidores: la desaparición de su compañero Enrique Carlos Pecoraro, a quien los Montoneros conocían como
Domingo.
Pecoraro era un hombre afable, que no había elegido la lucha armada por razones de carácter o una vocación lúdica frente al peligro, sino como una carga ética ineludible frente al autoritarismo militar. Incluso había tenido grandes diferencias con el militarismo y la cerrazón de "la Orga" y de hecho la había dejado algunos meses, hasta que lo reenganchó otro hombre bondadoso, cuyo prestigio como uno de los "tres bronces" de Trelew imponía un gran respeto: el
Turco
Ricardo René Haidar. Y el
Turco,
que conducía la estructura de inteligencia de la organización Montoneros, lo había integrado a un ámbito donde había otros militantes valiosos y maduros (alejados del infantilismo militar de algunos jóvenes cuadros del aparato), como el segundo hombre que había logrado fugarse de la ESMA, el
Pelado
Jaime Dri. Ese ámbito, por razones de seguridad, funcionaba en el extranjero, generalmente en el 14 de la calle Fernández Clausells, en Madrid, pero también en Brasil, en Panamá, en Perú, en México, en Cuba..., donde lo impusieran la movilidad y la clandestinidad de la época que también regía en el exterior.
Domingo
era uno de los pocos que vivía más tiempo "dentro del territorio", porque se consideraba (él mismo lo creía así) que todavía podía moverse como "legal", a pesar de que esa supuesta legalidad estuviera perforada en más de un punto y los agentes del Batallón 601 de Inteligencia del Ejército lo tuvieran en la mira desde, por lo menos, un año antes de su caída, el 11 de noviembre de 1979. Hubo señales que Pecoraro percibió en su momento pero que desechó pensando que se estaba poniendo paranoico. Como la valija que durante uno de sus viajes se perdió en Ezeiza, por donde el semilegal entraba y salía cada vez que iba a encontrarse con Haidar.
Esa falsa legalidad le costó la vida. Cometió el error de llamar por teléfono a su madre y ésta le dijo que habían hablado de la compañía de seguros por un problema con el auto y que tenía que pasar por allí, por la "Bernardino Rivadavia", que estaba en la zona de Liniers. Cuando llegó a la compañía había cinco tipos esperando, que de inmediato lo rodearon.
Domingo
estaba desarmado, pero muchas veces le había dicho a Alicia que a él no lo iban a agarrar vivo. Y cumplió. Le manoteó el arma a uno de los integrantes del grupo operativo y provocó la reacción que esperaba: los hombres tenían instrucciones de llevarlo vivo, pero no acostumbraban correr riesgos y lo acribillaron a balazos. La mayor parte de los tiros se los dieron en la cabeza. Luego se llevaron el cadáver y lo tuvieron noventa días escondido en la morgue del Hospital Militar.
Tres meses después del episodio, una voz anónima llamó a la madre de Pecoraro y le dijo que su hijo estaba enterrado en la Chacarita. Era cierto. El hecho no fue registrado por los medios y la historia sólo pudo ser plenamente reconstruida por su mujer muchos años después, cuando ya se habían ido los militares. En aquel momento, lo único que Alicia supo fue que Enrique no había regresado a casa y desde aquel momento y por muchos meses lo dio por desaparecido. Además del manotazo brutal de la pérdida, su propia situación personal era desesperada. Ella había militado pero ya no lo hacía más. Se limitaba a cuidar la retaguardia doméstica del militante, corriendo los mismos riesgos que su marido, pero no tenía ningún contacto personal con gente de la Organización para pedir ayuda. Ahora se había quedado sola con tres hijos de cinco, tres y un año de edad, en una casa adonde Quique no volvería, pero donde "ellos" podían llegar en cualquier momento. Y así, la joven rubia soportó noches de terror, sin saber a dónde ir, sin dinero y sin ayuda. Su primera decisión fue que los dos chicos mayores fueran a la casa de sus padres en Mar del Plata y se los entregó a su hermano en una esquina de Buenos Aires. Retuvo con ella a la beba de un año y siguió su vía crucis en la ciudad que había devorado a Quique. Durante días vagó como sonámbula, aunque tuvo el coraje de "limpiar" de elementos comprometedores el chalet de Castelar, donde era una locura quedarse, y hasta tuvo la certera intuición de ir a la compañía de seguros a ver si allí sabían algo de su esposo. En cuanto entró, uno de los empleados le hizo señas desesperadas de que se evaporase. Los hombres del Ejército habían montado una ratonera para esperarla pero en ese preciso instante, por una extraña casualidad, no había ninguno de ellos en el lugar. Cuando se le agotaron todas las posibilidades de encontrar un refugio, pensó que sería mejor que todos los chicos estuvieran con su madre y se fue a Mar del Plata, resignada a caer si ése era el precio para salvar a sus hijos. Allí la fueron a buscar los marinos de la Base, comandada tautológicamente por un oficial de apellido Marino, que le ganó por horas la competencia a los de Ejército, que también querían secuestrarla. La llevaron a la ESMA en un Falcon y mientras viajaba, tirada en el piso y encapuchada, sintió literalmente que había "caído una cortina de hierro sobre ella", helada y definitiva.
Cuando le permitieron levantarse la capucha, tenía enfrente dos hombres que le infundieron pavor. El que parecía jefe era un individuo de pelo rubio, tirando a castaño, con la cara picada de viruelas. De inmediato intuyó que era duro, cruel, "con una decisión muy grande, casi sin límites". El otro era una figura oscura, encorvada, de mirada desaforada, que Alicia calificó mentalmente como un "psicópata grave". El primero se presentó como
Gerónimo
y sólo tiempo después supo que era el capitán de corbeta Adolfo Donda, jefe de Inteligencia del GT 3–3/2, el sucesor del
Tigre
Acosta. El segundo,
Gerardo,
era el teniente de navío Fernando Peyón, un interrogador temible cuya brutalidad pronto sentiría en carne propia, porque a la primera negativa de la prisionera le descerrajó un puñetazo en la cara.
Gerónimo
era más contenido, pero no menos cruel que
Quasimodo
y
también le pegó, con fría solvencia técnica, en la mayoría de los interrogatorios. Varias veces la llevaron arrastrando, con las piernas engrilladas, hacia el
camarote
donde torturaban. Hasta llegaron a mostrarle la picana, simulando que iban a someterla a una sesión de tortura, pero —por alguna razón desconocida— nunca se la aplicaron. Como todos los prisioneros, Alicia conoció el vaivén entre "buenos" y "malos": los que amenazaban continuamente "con trasladarla" y hasta le hicieron un simulacro de ejecución y los que le sugerían la conveniencia de colaborar, "por las buenas", para evitar el castigo de "algunos tipos que andan por aquí, que son muy jodidos y salvajes". Tan jodidos como ese personaje alto, grandote, que un día le dijo: "Si querés saber lo que pasó, a tu marido lo quemamos".
Entre los "buenos" se destacaba el propio jefe del GT 3–3/2, el capitán de navío Horacio Estrada, que dieciocho años más tarde sería vinculado con la venta ilegal de armas a Ecuador y Croacia y aparecería muerto en su departamento, de un tiro en la cabeza, rodeado por la soledad, el enigma, algún que otro video pornográfico y la sospecha social sobre su presunto "suicidio". Uno más en una larga serie de personajes del poder, vinculados con los negocios turbios, que súbitamente se deprimieron y resolvieron pegarse un tiro. En diciembre de 1979, Estrada conducía una de las tantas transiciones que conoció la ESMA. Un corto período de "mano blanda" que constituyó una suerte de "respiro" en medio del terror y bastó para que Alicia Ruscovsky tuviera la inmensa fortuna de salir del infierno para pasar a un régimen de "libertad vigilada" en el domicilio de su madre, en Mar del Plata. En total, su temporada en el infierno de Avenida del Libertador había durado desde diciembre del '79 hasta marzo del '80. Un verano. Pero la sombra de
Gerónimo
Donda se proyectó sobre ella durante un año más. La llamaba a casa de su madre con frecuencia; al comienzo, una vez por semana. Le preguntaba "cómo se portaba" y le recordaba que la estaban vigilando, algo que ella podía comprobar con sólo asomarse a la ventana y observar ese Ford Falcon que a veces se estacionaba enfrente y otras, daba vueltas a la manzana. Con el paso de los meses, las llamadas y las pasadas del Falcon se espaciarían hasta desaparecer. Sólo de manera física, porque
Gerónimo
quedaría para siempre en ese rincón del cerebelo donde aguardan los monstruos hasta que llega la hora de las pesadillas.
En los meses de aquel verano padeció el rigor de Donda muchas veces. Al comienzo le pegaba de manera invariable y sólo la insultaba o le hacía preguntas. Después empezó a dirigirle la palabra, pero en forma muy distinta de como lo hacía Naya con Basterra. Siempre hablaba desde la altura del guerrero victorioso, abroquelado en la dureza de su fundamentalismo. Como un capitán del Bien que a veces se aviene a sermonear al combatiente del Mal que ahora tiene a sus pies, esclavizado.
—Esta es una guerra —le dijo una tarde el hombre de la cara poceada—, y en la guerra no se puede ser piadoso con el enemigo. No lo fui con mi propio hermano, que era monto. No lo fui con mi cuñada, que estuvo chupada como vos acá en la ESMA. Y fue trasladada, como lo vas a ser vos también si no hacés los deberes. No tuve ningún tipo de condescendencia ni culpa. Porque ésta es una guerra y ellos estaban en el otro bando. Es así la cosa: o ganamos nosotros o ganan ustedes. Así que más vale que vayas largando lo que tengas.
Alicia quedó intrigada y aterrada por esa historia familiar del capitán Donda, de la que sólo había emergido una referencia. Más tarde, otros prisioneros le agregaron detalles:
Gerónimo
habría hecho desaparecer de la ESMA a su propia cuñada, después de que dio a luz una niña, sobrina del verdugo, que aparentemente se habría quedado con ella. Nunca conoció la parte del iceberg que estaba sumergida. El hermano de Donda, José María, a quien los montoneros de La Plata le decían
el Cabo,
era la contracara de su hermano Adolfo, con quien hubo siempre una gran rivalidad personal. Los hermanos eran hijos de un matrimonio de personas mayores que repartieron sus afectos de una manera nítida: el padre se llevaba bien con el mayor (Adolfo); la madre, con José María, el más chico. Los dos hermanos cursaron juntos el Liceo Naval, pero después tomaron rumbos opuestos: el mayor se metió en la Marina y el segundo se vinculó progresivamente con los núcleos de activistas de la izquierda peronista que desembocarían en Montoneros. Sin embargo, cuando José María se casó con María Hilda Pérez, Adolfo, inesperadamente, fue su padrino de casamiento. Una concesión social o familiar o tal vez un momento esporádico de reencuentro que dejaría rápidamente paso a la enemistad tradicional, agravada ahora porque estaban en las antípodas políticas e ideológicas.
Cuando
el Cabo
murió, dejó a su viuda María Hilda con una hija pequeña y embarazada de otra criatura que también sería una niña. Cuando María Hilda fue secuestrada por los hombres del GT 3–3/2 la nena fue recogida por su abuela materna, que no podría conservarla porque el tío Adolfo decidió apoderarse de ella y convertirla en su hija. Hubo un juicio y la abuela perdió a la nieta. Donda libró esa batalla dentro de los marcos legales, pero en un contexto dictatorial que favorecía al marino y no a la madre de María Hilda que, presionada y amenazada, debió huir al Canadá. Después, cuando su cuñada dio a luz la segunda nena,
Gerónimo
se la llevó a sus padres hasta que, finalmente, la dieron en adopción a un pariente de Entre Ríos. Al igual que Alfredo Yabrán, Donda había nacido en esa provincia.
Alicia Ruscovsky no conocía la historia completa, pero igual le bastaba con la punta del iceberg para saber de lo que podía ser capaz el hombre picado de viruelas. Por eso decidió, en uno de los interrogatorios, entregarle lo que ya no tenía ningún valor operativo (porque ella misma lo había vaciado de armas y documentos) y no podía causar la caída de nadie, porque su marido estaba muerto: el chalet de Castelar. Donda organizó entonces un operativo conjunto del GT 3–3/2 y la Aeronáutica, que debía tener el control territorial por la cercanía con la Base Aérea de Morón. Y, de acuerdo con las prácticas de la época, se dividieron pacíficamente el trabajo y lo que pudiera cosecharse. A la ESMA le correspondería lo que pudiera servir para la tarea de inteligencia y a la Fuerza Aérea el botín de guerra. Los de Aeronáutica salieron ganando: se llevaron todo lo que había en el pequeño chalet cercano a la avenida Rivadavia. No respetaron ni el calefón, ni el botiquín del baño.
Gerónimo,
decepcionado por el fiasco, quiso resarcirse de alguna manera. Hizo que Alicia fuera traída a su presencia y le dijo con fiereza:
—Si querés salvarte me tenés que entregar la escritura de la casa de Castelar. Si no, sos boleta.
Tiempo antes de su detención, Alicia le había entregado el documento a su hermano para que lo escondiera. Durante el interrogatorio, la joven juró y perjuró diciendo que ella no sabía dónde estaba la escritura, que tal vez la había escondido
Quique,
que habían pasado muchos años y no tenía idea de dónde podía estar.
Gerónimo
no le creyó, pero estaba tan desesperado que por momentos llegó a mostrarse, si no amable, al menos persuasivo.
—Pensalo bien —propuso—. Hacé memoria. Por tu propio bien. Esa es tu prenda de negociación para salir de acá. Yo sé lo que te digo.
Alicia nunca lo había visto así.
La escena se repitió varias veces en los días siguientes y la joven se dijo que nunca le daría la escritura, aunque su vida dependiera de eso. Súbitamente, como suele suceder, el esclavo había adquirido una suerte de poder sobre el amo, porque lo había visto desnudo. Ese hombre que le infundía tanto pavor por su determinación para pasar cualquier límite podía ser, efectivamente, un duro, un temible asesino. Pero sus razones para serlo no eran solamente las que él invocaba y ella había creído: el fundamentalista que defendía a la Patria y a Occidente en la Guerra Santa contra "los enemigos del Ser Nacional" era un "vulgar ratero", que pretendía afanarle la casa.