Cavallo, por su parte, se anticipó al posible reclamo del
Amarillo y
comenzó a preparar su artillería. Si se revocaban los contratos, el concesionario no tendría derecho a exigir lucro cesante, ni interés de capital alguno, sino la restitución de las cantidades "efectivamente invertidas". Se amparaba para eso en el reglamento general de contrataciones de la Fuerza Aérea, que lo establecía de manera expresa. Imaginaba que su rival, si la desmonopolización se tornaba inevitable, procuraría alzarse con una suma que oscilaba entre los quinientos y los setecientos millones de dólares, en lugar de recuperar los "escasos treinta o cuarenta millones que había efectivamente invertido" en las tres compañías.
En el cuartel general de Don Alfredo se pensó entonces que sería bueno sumar un
lobby
externo al que ya se ejercía en los altos niveles del gobierno. Y que ese
lobbista,
para contrarrestar los apoyos de
Mingo,
debía ser norteamericano. Entonces recurrieron a los servicios de Henry Kissinger, que encubría bajo su discutible prestigio como estadista, los hábitos de un verdadero
taxi boy
del mercado de influencias y hasta tarifaba, en veinte mil dólares, la foto que algún buscador de imagen deseara tomarse con él.
Había llegado nuevamente la hora de Wenceslao Bunge, que luego negaría haber realizado la gestión por cuenta de Don Alfredo, porque éste, como se sabe, no tenía nada que ver con las concesiones de los aeropuertos. Esa negativa empecinada del futuro vocero daría también lugar a un momento cinematográfico, cuando Yabrán tuvo que ir a testificar ante la Comisión Anti Mafia y los diputados Juan Pablo Cafiero y Darío Alessandro hicieron escuchar la voz grabada de Kissinger reconociendo haber hecho un trabajo de
lobby
para el Grupo Yabrán.
El 26 de marzo de 1993, Bunge y Gigena, como agentes de los accionistas no gubernamentales de EDCADASSA, Intercargo e Interbaires, firmaron un convenio con Kissinger Associates Inc. (KAI) por el cual la consultora norteamericana prestaría sus servicios "en el proceso de valuación de las Compañías de las que se hará cargo el Ministerio de Defensa" y participaría "en nombre del Grupo en negociaciones concernientes a esa venta". En contraprestación, KAI debía recibir cien mil dólares a la firma del contrato; cien mil dólares de honorarios por año y un porcentaje variable de acuerdo con el monto que pudiera obtenerse por las ventas: 1,50 por ciento hasta los primeros cincuenta millones de dólares; 1,00 por ciento hasta los siguientes doscientos millones; 0,75 por ciento hasta los siguientes ciento cincuenta millones "más en el monto por sobre u$s 400 millones, 0,50%". Si las compañías fueran vendidas al Ministerio de Defensa, los honorarios debían ser del 0,75 por ciento "del monto computado de los porcentajes". El punto 11 del contrato exigía que ambas partes mantuvieran "la confidencialidad" del acuerdo y de los distintos pasos que se fueran dando.
El 20 de julio de 1994, KAI pasó la factura por los servicios prestados en relación con la venta de Intercargo, la única empresa vendida hasta ese momento por el Grupo. Ascendía a 371.250 dólares.
¿Qué había ocurrido en el ínterin? A pesar de los argumentos de Cavallo —que después serían retomados por Franco Caviglia, Juan Pablo Cafiero y Darío Alessandro en una nueva denuncia ante el juez Gustavo Literas—, el Estado había comprado las acciones privadas de Intercargo reconociéndole al concesionario "el lucro cesante" por los años que restaban para la finalización del contrato. Algo que era totalmente innecesario y que según los denunciantes constituye un verdadero fraude en contra del interés nacional. El decreto autorizando la compra del 80 por ciento de las acciones (el otro veinte ya le pertenecía al Estado) fue redactado por el entonces secretario Legal y Técnico de la Presidencia, Carlos Corach, y llevó la firma del propio Presidente y del nuevo ministro de Defensa, Oscar Camilión. Según Cavallo, el Estado pagó cuarenta y cuatro millones de dólares por una operación que hubiera significado —si se respetaba el reglamento de contrataciones de la Fuerza Aérea y la propia letra del contrato de concesión— no más de cuatro o cinco millones. El Grupo, además, conservaba EDCADASSA e Interbaires, que seguirían operando aunque se produjera la privatización de los aeropuertos. El Ministro de Economía acusó el golpe, creció su odio por Corach, que con la inclusión del "lucro cesante" le había puesto una rueda de molino a una futura recompra de EDCADASSA e Interbaires, y comenzó a decir en privado lo que después repetiría varias veces en público: por alguna razón Menem no quería tocar a Yabrán. Le tenía miedo.
Envalentonados por la conveniente resolución del problema Intercargo, los
Amarillos
se sintieron con suficiente fuerza como para torcerle la mano a Cavallo en el tema del Correo con un decreto que derogaba lisa y llanamente la desregulación. El proyecto —en este caso— fue redactado por Esteban
Cacho
Caselli, otro funcionario vinculado con la Iglesia y con la dictadura militar, que revistaba en la Secretaría Legal y Técnica de la Presidencia, dependiente del secretario general de la Presidencia, Eduardo Bauzá, con quien el
Amarillo
mantuvo frecuentes contactos. Cuando a Cavallo le pidieron la firma "para darle curso" puso el grito en el cielo y corrió a verlo a Bauzá, con quien el Ministro de Economía mantenía un buen diálogo. El
Flaco
maquiavélico lo atajó de entrada con una pesada revelación, que se vinculaba con la coyuntura política de aquel momento. Aún no se había firmado el Pacto de Olivos con Raúl Alfonsín y el Presidente planeaba la convocatoria a un plebiscito para forzar una reforma constitucional que permitiera su reelección. Yabrán se había comprometido a financiar toda la campaña proselitista en favor de la consulta, si "salía" el decreto redactado por
Cacho.
Como prueba de amor ya había enviado con el propio redactor una primera remesa de cuatro millones de dólares. Cavallo enrojeció de furia. "Es una inmoralidad", bufó. Y le descargó a la
Eminencia Gris
una larga perorata sobre las consecuencias que tendría ese decreto para ENCOTESA. Aparentemente, lo convenció, porque Bauzá reconoció que era "una inmoralidad", dio marcha atrás al proyecto, se comprometió a devolver los cuatro millones de dólares y, bastante más tarde, acabó prescindiendo de los servicios de Caselli. Este se las arregló, sin embargo, para conseguirle a Lanolec un lugar en Aeroparque, "por expresa disposición del señor Presidente de la Nación". Caselli también logró permanecer en las cercanías del poder sin una posición precisa, hasta culminar como embajador ante el Vaticano. Desde aquella malograda gestión, se ganó el odio eterno de Cavallo, que llegaría a denunciarlo sin eufemismos: "Caselli fue un personaje clave en el asunto Yabrán: fue el contacto que movió los expedientes, el que llevaba y traía cosas y el que movía influencias. Desde la época de SOMISA siempre trabajó con Hugo Franco. Ambos hacían los contactos para las mafias del oro, de las armas y de Yabrán, y yo creo que las tres están íntimamente vinculadas".
El 12 de junio de 1995, Guillermo Cherasny recibió dos balazos a quemarropa, disparados por un desconocido que huyó en un Fiat Duna. Fue herido pero sobrevivió. Cuando le preguntaron por las posibles causas del ataque dio esta explicación: "El 8 de junio escribí un artículo donde critiqué duramente a Esteban Caselli y a Alfredo Yabrán. No estoy acusando a nadie, pero en esa nota yo digo que Caselli es el contacto en el gobierno del
lobby
del Correo. Algunos funcionarios me advirtieron que era una nota dura, que no convenía, y no llegó a publicarse". (A pesar de la insinuación de Cherasny, algunas fuentes aseguran que el atentado no tuvo nada que ver con esa nota.)
Cavallo estaba contento porque había logrado frenar el decreto de Caselli pero no se embriagó con el triunfo. Al contrario, decidió que sería prudente eliminar la cláusula que aseguraba a ENCOTESA el mercado del sector público. Ahora sólo se ordenaba a las agencias y empresas del sector estatal que no excluyeran de las licitaciones a la empresa pública de correos. Algo que en otras circunstancias ni hubiera tenido que ser normado porque se caía de maduro. Lo principal, que era la desregulación, parecía asegurado. El Ministro pensaba que las brevas iban madurando y que se acercaba la hora de privatizar el Correo.
Entonces apareció por su despacho un hombre del que Cavallo tenía (y al parecer tiene) "un alto concepto": el ex jefe de los diputados radicales César
Chacho
Jaroslavsky, el parroquiano del restaurante Cosa Nostra y operador estratégico del Pacto de Olivos, que permitió la reelección de Carlos Menem.
Chacho
le sugirió que mantuviera una nueva reunión con su amigo y comprovinciano Alfredo Yabrán. Cavallo aceptó y decidió ir al encuentro del
Amarillo
con el "entrenador" Grisanti.
La cena no fue esta vez en Cosa Nostra sino en un restaurante que ya no existe: Bleu, Blanc, Rouge, en la esquina de Sinclair y Demaría. Don Alfredo había reservado una sala exclusiva del primer piso y a pesar de la puntualidad del Ministro y su adláter, llegó adelantado para recibirlos. Pese a su furia, también se adelantaría a la hora de pagar la abultada cuenta. Mientras probaban el
paté maison y
se dejaban instruir por el
maître
acerca de las sofisticadas especialidades de la casa, cruzaron bromas cargadas de intención sobre "la dura pulseada" que habían mantenido en torno del decreto de desregulación. Cualquier inocente que los viera podía pensar que se trataba de tres amigos. Luego, el Ministro le pidió a Grisanti que "le contara los resultados que estaba obteniendo en su gestión al frente de ENCOTESA". Don Alfredo escuchó en silencio, con la mirada concentrada en la tostada que iba untando. Y sólo por momentos alzó la vista hacia el didáctico expositor que hinchaba los huevos contándole —con frío academicismo— cómo lo estaban haciendo mierda. Recordó los avisos que había recibido: que se achicara, que arreglara, que no se metiera con Cavallo. Soldati se lo había dicho. El cardenal Primatesta se lo había aconsejado con la untuosidad de los curas que siempre quieren arreglar todo. Su propia mujer estaba asustada y le decía que se dejara de joder y arreglara con Cavallo. Después tomó la palabra el Ministro y le explicó cómo pensaban privatizar el correo. Usó términos difíciles. Varias veces Don Alfredo sonrió y le dijo: "Mire, doctor, que yo no fui a Harvard. Yo soy un empresario laburante que se hizo en la práctica". Pero algo le quedó claro: él, que había inventado el correo privado, él que se había anticipado a la privatización demostrando en la práctica que el Correo era una porquería; él justo iba a quedar fuera de la jugada a la hora de venderlo. "No podemos consentirlo porque sería consentir la formación de un virtual monopolio."
—¿Y a quién se lo piensa entregar? —exclamó, ya sin medirse, convencido de que Cavallo era un "gestor" que estaba "trabajando para alguien del extranjero".
Cavallo lo miró.
—Es injusto, doctor, es injusto —dijo el
Amarillo
suavizando el tono—. ENCOTEL era una mierda y, discúlpeme doctor Grisanti, pero sigue siendo un queso agusanado. Yo sé de quién reciben órdenes varios de los gerentes. Puedo decirle para qué permisionario trabajan muchos de ellos. Hay que acabar con ese correo que no le sirve a la gente, que está desprestigiado. Mire, nosotros tenemos convenios con el extranjero, hemos incorporado tecnología, y además tenemos derecho a presentamos a la licitación, porque somos argentinos. Y podemos competir con cualquiera del exterior. Somos el capital nacional insolente, si usted quiere, pero capital nacional.
Cavallo se miró con Grisanti y él también suavizó el tono. Entonces lanzó una propuesta que, según escribiría después, se le ocurrió en ese momento aunque según otras fuentes ya la traía masticada. Le propuso, sin decirlo así, abiertamente, una suerte de miti y miti. La repartija del mercado. Dos correos oficiales compitiendo entre sí. Los dos vinculados a la Unión Postal Universal (UPU). Uno se edificaría a partir de ENCOTESA y el otro debería armarlo Yabrán "juntándole la cabeza" a todas las empresas privadas que estaban en el mercado. Yabrán diría después en el programa de Grondona que hasta le ofreció los servicios (secretos) de la DGI para unirlos en un solo haz, férreamente sujetado por la mano de ese hombre que insistía en definirse como "un simple cartero". "Yabrán descartó totalmente esta alternativa. Argumentó que ENCOTESA era irrecuperable, que terminaría desapareciendo como empresa y que sólo podía haber
un
correo oficial, aquél al que tenía derecho por haber sido el verdadero mentor de la privatización de los servicios de correo en la Argentina. Me anticipó que no daría el brazo a torcer y que yo no podría avanzar con mi idea, no sin antes aclararme que un correo barato, de cartas a un peso, carecía de todo interés para él. El tono amenazante de sus palabras y la seguridad con que hablaba terminaron de convencerme de que estaba ante un empresario muy diferente de todos los demás", escribiría después Cavallo en su relato de aquella cena.
Yabrán se tuvo que contener para no arrastrar el mantel y tirarle un vaso de vino a la cara. Nunca había odiado a nadie así en su vida. Antes de despedirse lograron recuperar cierto control. Grisanti le preguntó entonces por su familia y Don Alfredo le habló de los muchachos y de sus dudas sobre si meterlos o no en el manejo de sus negocios. Grisanti a su vez recordó que él había tenido una empresa familiar y sabía lo difícil que era compatibilizar la vida familiar con los negocios. Y hasta se permitió darle un consejo:
—Me parece que es conveniente que los hijos estudien y que luego ellos elijan lo que hacen, sin que los presionemos para que se metan en las actividades empresarias que nosotros decidimos hacer. Además, dígame Yabrán: ¿para qué quiere usted más plata de la que ya tiene?
Don Alfredo lo miró, con una sonrisa sesgada, le puso la mano sobre el hombro y le devolvió la puñalada:
—Grisanti, usted no sabe lo que es el poder.
A la mañana siguiente, cuando llegó al búnker de la calle Viamonte, llamó a los íntimos y les dijo, en voz muy baja, tapada por la música y distorsionada por el aparato que prevenía la acción de los micrófonos ocultos.
—Prepárense muchachos, porque este hijo de puta nos ha declarado la guerra total.
Grisanti conoció lo que es el poder dos años más tarde, cuando el presidente Menem lo despidió, por radio, a través de una simple declaración, para subrayar quién era el amo. Cavallo, que ya estaba muy debilitado, reaccionó entonces con notoria prudencia. Pero las cosas eran muy distintas en 1994. Entonces los berrinches y desplantes del Ministro eran cosa frecuente. Menem ponía su reconocida astucia por encima de sus vísceras, lo convocaba a Olivos y conseguía un toma y daca. En su fuero íntimo, el Presidente estaba harto de ese tecnócrata lleno de "ambiciones políticas" y escasa "cintura" que perturbaba las reuniones de gabinete con sus salidas de tono y sus amenazas, cada vez más explícitas, de renunciar si las cosas no se hacían como él quería. Pero no podía darse el lujo de echarlo o, peor aun, de que se fuera dando un portazo. Era consciente de que su mayor posibilidad de ser reelecto descansaba en los "éxitos macroeconómicos" que el
enfant
terrible
había conseguido: la estabilidad monetaria y un alto índice de crecimiento del PBI. La sociedad, fracturada y aterrada por la experiencia de la hiperinflación, temía que la partida del Ministro de Economía la retrotrajera al caos monetario del pasado. Los votos de una gran parte del electorado estaban cautivos de los créditos, virtualmente dolarizados, que había contraído. Y aunque se perfilaba una nueva oposición, con el Frente Grande y luego el FREPASO, ésta aún no tenía fuerza para capitalizar los déficit mayores del modelo: la creciente y dramática marginalidad social; la desnacionalización de la economía y la hipercorrupción que estaba en la base misma del sistema. Además, Cavallo contaba con las simpatías políticas y el apoyo financiero de los Estados Unidos. Y nadie sabía entonces qué podría ocurrir con los mercados si el Ministro de Economía salía de la escena. Los radicales estaban aún en la lona y la posibilidad de una alianza opositora —como la que se concretaría en 1997— parecía una utopía.