Esa misma semana, Wenceslao Bunge debutó oficialmente como vocero. En una entrevista de presentación con la periodista Gabriela Cerruti de
Página/12
salió con los tapones de punta contra su antiguo amigo: "Cavallo admite que se reunió y le propuso compartir el negocio del Correo. ¿Qué le estaba proponiendo? Él le estaba proponiendo a alguien que consideraba un mafioso meterse a compartir otra mafia. ¿Cavallo estaba buscando un acuerdo entre mafias?". Y se deshizo en elogios sobre su nuevo amigo, tan hiperbólicos que la entrevistadora se permitió una ironía: "Usted habla de Yabrán como si fuera Heidi". En ese mismo estilo la periodista dio por sentado que
Wences y
el humilde cartero no se habían conocido en Harvard, lo que
dio
oportunidad al flamante vocero para mostrar una faz inesperadamente populista: "Yo sí me eduqué en Harvard, pero... ¿sabe qué? Me encantaría tener la mitad de la sabiduría que tiene Alfredo".
En un gesto insólito, que demostraba su poder y su desesperación, Yabrán envió una carta pública de trece líneas al presidente Menem, donde se quejaba de haber sido "alevosamente calumniado con las más abyectas mentiras", en un "marco de total impunidad", "por parte de Domingo
Fe
lipe Cavallo, integrante de su gabinete", a quien se proponía querellar ante la Justicia. Para hacerlo en igualdad de condiciones con el querellado, solicitaba al "excelentísimo Señor Presidente" que impusiera a Cavallo "el abandono de sus fueros como ministro". También le solicitó oficialmente a Pierri la versión taquigráfica de la comparecencia de Cavallo en Diputados. El 11 de setiembre, sin que Cavallo renunciara a los fueros, ni Menem se lo pidiera, Yabrán querelló al Ministro por calumnias e injurias, solicitando el máximo de la pena. La denuncia, presentada por Argibay Molina, quedó radicada en el juzgado federal de Jorge Urso, el mismo magistrado que se pasaría años estudiando el tema de la venta de armas a Ecuador y Croacia.
En esos días
Manolito
tuvo un áspero entredicho con
Chacho
Álvarez en el programa de Grondona. El diputado del FREPASO se preguntó si estaba bien que Menem tuviera el mismo abogado que un hombre acusado de mafioso por su ministro de Economía. Argibay lo trató de "energúmeno" y le asestó un golpe bajo del peor maccartismo: "Tenés una mujer montonera, que fue colaboradora de Massera en la ESMA". El agravio era gratuito: Liliana Chernajovsky, presa durante siete años en Devoto, no había colaborado con sus verdugos.
El "elenco estable" salió a defender "al amigo". El sindicalista Baldassini dijo que era una buena persona y monseñor Martorell agregó que era "un excelente padre de familia", como le constaba personalmente por haberlo visitado varias veces en su residencia de Acassuso. Bernardo Neustadt, que después iniciaría su propia querella contra Cavallo, salió a decir lo que Menem debía masticar en silencio: "Yo inventé a este Frankestein moderno". Minutos antes de abordar un avión a Miami, adonde se escapaba "para desenchufarse del tema", Neustadt le dijo a los periodistas: "El país se ha transformado gracias al doctor Cavallo en una especie de inmundicia pública. Esta supuesta interpelación le va a costar mucho al gobierno porque ya está impugnándose todo el sistema de privatización". Reveló los vínculos del Ministro con Manzano y se permitió un vaticinio: "Sin darse cuenta es el fin de Cavallo, no sé si como ministro, pero es su fin como persona. Es un ingrato, que es lo más grave que puede haber, porque le ha mordido la mano a Menem".
Con las marcas de los caninos en su mano, Luis XIII ideó una de sus habituales provocaciones contra Richelieu. Sabiendo que Cavallo iba a saltar de furia, ordenó que le preparasen un decreto que prorrogaba la existencia del Instituto de Servicios Sociales Bancarios. Una medida que reclamaba el dirigente sindical Juan José Zanola (otro conocido del
Amarillo)
y molestaba a las entidades financieras privadas, que debían aportar un punto de porcentaje para sostener las obras sociales de la Asociación Bancaria. Cavallo actuó de la manera esperada: se metió como una tromba en el despacho presidencial y, delante del jefe de gabinete Jorge Rodríguez, de la ministra de Educación Susana Decibe y de su odiado Corach, le espetó al Rey:
—Si se firma esto, renuncio.
Menem parecía un bloque humeante de hielo seco.
—Y dale... —lo toreó—. Estoy harto de tus amenazas. No me amagues más. Si querés irte, andate.
El Ministro dejó el despacho con gesto arrebatado, pero no renunció.
Antes del nuevo choque, el Presidente había emitido dos señales decisivas que el impulsivo Cavallo tardó demasiado en interpretar: se hizo fotografiar en la escalerilla de un avión de Lanolec, afirmando "No conozco la mafia de la que habló el Ministro" y luego declaró a la revista
Gente:
"Yabrán es un empresario de primer nivel que paga sus impuestos, abona los salarios a su gente y cumple con sus obligaciones".
A
Mingo
la guerra estaba por costarle el puesto. A Don Alfredo, mucho más.
Domingo Cavallo sospechaba que el
Amarillo
preparaba un complot para asesinarlo. Y hasta llegó a decirlo en un reportaje, pero luego se retractó en nuevas declaraciones donde rechazó la idea, quizá para no alentarla. En su fuero íntimo no las tenía todas consigo. Imaginaba a Yabrán lo suficientemente cruel y descontrolado como para ordenar su asesinato, a pesar de las consecuencias devastadoras que ese magnicidio podría acarrearle al que diera la orden. Una noche recibió el llamado de uno de los secretarios de Estado del área económica, que no era de "su palo" pero tenía buenas relaciones con él, pidiéndole una entrevista privada "fuera del Ministerio". Con su estilo característico, citó al funcionario a primera hora del día siguiente en los bosques de Palermo. El secretario de Estado maldijo el despotismo del Mediterráneo, pero se puso un
jogging
azul, se calzó las zapatillas y se dispuso a correr junto al Ministro, en una versión
aggiornada
del diálogo peripatético. Trotando sobre el guijo rojizo de los parques, algunos pasos detrás del implacable
Mingo,
el hombre apenas tuvo resuello para explicarle el motivo de su llamado: Hugo Franco había ido a verlo para pedirle que le consiguiera una reunión a solas con Cavallo. La idea, aunque no estaba claramente expresada, era negociar una tregua con el
Amarillo,
con quien Franco mantenía, pese a todos los avatares inquietantes de su relación, un vínculo más fuerte que los simples sentimientos amistosos. Cuando el Ministro escuchó la propuesta frenó en seco, se volvió hacia el intermediario y le dijo, agitando el dedo índice:
—Mirá, en vos confío. Andá y decile exactamente esto: yo lo voy a recibir. Pero antes quiero que vaya y le diga al hijo de puta de Yabrán que él podrá matarme pero toda la información que yo tengo ya está en manos de Washington y el Vaticano.
En los círculos políticos y en las redacciones de los medios había comenzado a circular un
white paper
sobre Alfredo Yabrán, que era la contracara de un
black paper
atribuido a Cavallo por los yabranistas. Los dos libelos eran la reiteración, en clave de farsa, de aquel célebre
Libro Blanco
que el Departamento de Estado había confeccionado en los años cuarenta para presentar a Perón como "agente nazi" y que fue respondido —desde el gobierno peronista— con un
Libro Azul y Blanco
que destapaba las intrigas de los Estados Unidos a través de su embajador Spruille Braden. En los nuevos tiempos de la "globalización", por el contrario, a la administración menemista le interesaba más que nada en el mundo la bendición de Washington. En febrero de 1995, el periodista Román Lejtman reveló en
Página/12
que el gobierno argentino había solicitado al FBI un informe reservado sobre posibles antecedentes penales de Alfredo Yabrán en ese país. La solicitud había sido cursada por el agente de la SIDE Julio Chino, que prestaba servicios en la embajada argentina en Washington. En ese momento la sede diplomática estaba a cargo de otro riojano del riñón menemista: Raúl Granillo Ocampo. Misteriosamente, una copia de la respuesta confidencial brindada por el FBI aterrizó en el escritorio de Don Alfredo y fue profusamente utilizada por su vocero Bunge para reiterar, ante las radios y los canales, que los Estados Unidos no tenían nada en contra de su patrón. Una verdad a medias, porque el Federal Bureau of Investigations se había limitado estrictamente a informar sobre "antecedentes penales" sin revelar, por supuesto, si Yabrán estaba siendo investigado por ellos o por otra agencia de inteligencia y seguridad de los Estados Unidos. La agente Deborah Carter, a cargo del International Relations Branch del FBI, no hubiera podido dar nunca esa información porque está expresamente penado por la ley norteamericana.
Pero lo que desató el escándalo fue que ese informe, destinado pura y exclusivamente al gobierno argentino, llegara al búnker del hombre que lo había motivado. Granillo Ocampo se lavó las manos declarando que la solicitud había sido cursada por un agente de la SIDE por órdenes de sus superiores en Buenos Aires. Hugo Anzorreguy, por su parte, dijo que su agente lo había hecho siguiendo instrucciones del embajador. El espía Cirino avaló a su jefe, declarando a
Página/12
que Granillo Ocampo lo había convocado y le había pedido que se conectara con el FBI para hacer esa averiguación. En privado, el
Señor Cinco
reiteraba el descargo y no se recataba de hacer rimas fáciles entre Granillo y
Amarillo.
Esa práctica se intensificaría en los años venideros. Muchas veces, en diálogos telefónicos, usaría el calificativo cromático para referirse a sus rivales de las altas esferas, sin preocuparse por un hecho obvio: su teléfono era uno de los más "escuchados" del país.
En rigor, Anzorreguy tenía una relación ambivalente y compleja con Don Alfredo que derivaba de su condición de equilibrista dentro del gobierno, donde batió récords de permanencia a pesar de no pertenecer al clan riojano o al círculo de los amigos porteños del Presidente. El abogado laboralista, que en los setenta representaba al sindicalismo combativo de la CGT de los Argentinos, había limado las aristas conflictivas de su pasado para acentuar sus rasgos de "gran señor": el polo, el campo, las vacas, el piso suntuoso en el Palacio Estrougamou —uno de los más hermosos de la ciudad—. Uno de sus secretos era cultivar el bajo perfil, que ante los superficiales lo hacía aparecer como estólido y mal informado, cuando era todo lo contrario. Su cuñado Eduardo Moliné O'Connor era ministro de la Corte Suprema, su hermano Jorge conducía uno de los bufetes más solicitados en el foro y, aunque no mostraba ninguna servilleta como su rival Corach, podía jactarse de tener muy buenas amistades entre jueces y camaristas. El
Señor Cinco,
además, manejaba una caja gigantesca, que rondaba los cuatrocientos millones de dólares anuales para "gastos reservados", sobre los que no estaba obligado a rendir cuentas. Esa "caja", decían los bien informados, prestaba providenciales auxilios a la Corona. De allí salieron, para citar un solo ejemplo, los cuatro millones de dólares que se entregaron a la ex presidenta María Estela Martínez de Perón, a quien convenía mantener tranquila y distante en su discreto retiro madrileño.
En contrapartida, Anzorreguy se jactaba del hecho cierto de haber ayudado a "muchos compañeros" de una época combativa que solía evocar con nostalgia. Una foto, enmarcada, resaltaba en su despacho de la calle 25 de Mayo: lo mostraba en Ezeiza, en 1972, festejando con otros militantes el primer regreso de Perón. Amable, afectuoso, siempre dispuesto al diálogo, el jefe de los espías podía decir sin rubor a los propios opositores: "Es mejor que esté yo en este lugar y no venga alguien con ideas persecutorias". También era verdad, aunque no lo excusaba de haber dado empleo a temibles represores como el coronel retirado Pascual Guerrieri (alias
Señor Jorge) y
Eduardo Ruffo, uno de los secuaces de Aníbal Gordon. Anzorreguy sabía perfectamente que ocupaba una posición de riesgo: en sus tiempos inaugurales al frente de la Secretaría de Inteligencia habían intentado secuestrarle un hijo y logró frenar a los secuestradores en una cinematográfica persecución —que no tuvo difusión pública— con varios móviles de la Secretaría. Para protegerse, había adoptado las medidas lógicas que adopta todo jefe de la inteligencia, más algunas adicionales, como sus excelentes relaciones con la CIA y el FBI, que se podían apreciar a simple vista —en forma de jarro de cerveza y placa de bronce— en la biblioteca del pequeño y cálido despacho de su casa, contiguo al vasto living donde se daban cita los personajes más variados de la escena política nacional.
Allí fue una tarde Alfredo Yabrán para proponerle un "arreglo" disfrazado de honorarios profesionales: cuatro millones de pesos (o más), a razón de cuatrocientos mil por mes, para hacerse cargo de uno de sus problemas judiciales. La propuesta no parece haber prosperado porque Yabrán y el
Señor Cinco
se enfrentaron duramente en 1997, obligando a Emir Yoma —amigo de los dos— a organizar una cita de conciliación en su fastuoso departamento de Palermo. Sin embargo, ese mismo año, Horacio Verbitsky escribió en
Página/12
que los letrados Jorge Sandro y Carlos Espinosa representaban a Interbaires y EDCADASSA en dos causas por evasión tributaria. Según Verbitsky "son dos de los abogados a los que el Estudio Anzorreguy recurre cuando no desea dejar huellas". (Dos años más tarde, Jorge Sandro sería designado abogado de Gregorio Ríos para el juicio oral por el caso Cabezas, en reemplazo de Jorge
Chicho
Diez, quien antes había sido letrado de
Pepita la Pistolera.)
En rigor, Anzorreguy hacía surf con un tema que sabía muy delicado por la amistad que unía al Jefe con el
Cartero.
Apretaba o aflojaba observando el entrecejo del Presidente. Simpatizaba con Cavallo y su política económica y tenía muy buen diálogo con Duhalde, el Delfín no autorizado. Pero no quería que esas relaciones peligrosas le jugaran en contra con Menem, al que Kohan, Hadad y Marquevich solían llenar la cabeza con los devaneos independentistas del Jefe de los Espías.
En esos días había circulado entre los periodistas un extenso informe de la SIDE sobre lo que ella misma denominaba el "Grupo Juncadella/Citibank/ OCASA/ EDCADASSA", que llevaba como primer subtítulo "Posible lavado narcotráfico". El mamotreto incluía datos veraces y notorios errores. La Secretaría negó su autoría pero el informe llegó a ciertos periodistas a través de agentes de la SIDE. Algo similar había ocurrido en 1991 con un documento liminar sobre el misterioso Grupo, al que ahora sumaban a Juncadella y al Citi, tal vez por los nexos conocidos entre el ex Citi, Juan Navarro y la transportadora de caudales que tanto Cavallo como los agentes de 25 de Mayo consideraban parte del Imperio. Hubo, por lo menos, otro informe que tuvo menor difusión: el de los Tres Círculos, que tal vez alimentó los temores del Ministro de Economía, a quien el Presidente solía decirle: "Pero
Mingo,
todo el mundo habla de Yabrán y no hay nada contra él. Mirá, he pedido un informe a la SIDE y no tienen nada contra él".