Entre mayo de 1994 y marzo de 1995, el elefante avanzó al galope. En ese lapso su empresa Bosquemar Emprendimientos Turísticos, conducida por el antiguo ministro de Angeloz, Oscar Roberto Javurek, bajo la atenta mirada del eterno escribano Gonzalo de Azevedo, compró tierras por valor de 951.980 dólares. En buena parte, a los
virreyes.
En enero de 1995 comenzaron los movimientos de tierra y los desmontes en una zona aledaña a los
links
del Golf Club, sobre una superficie cercana a las seis hectáreas. Allí debía levantarse el hotel de superlujo con 101
suites, 2 suites
presidenciales, 16 departamentos y un
spa
con piscina cubierta. En otro bloque de edificación se construirían 108 departamentos de tiempo compartido y un casino. En pabellón aparte, un centro de convenciones para mil personas. Y todo esto complementado por canchas de tenis, voley, paddle y fútbol además de accesos a los
links
del Golf Club. El paisaje, se iba a enriquecer —presuntamente— con un lago artificial rodeado de arena y palmeras. Un sueño tropical en las frías y ventosas playas atlánticas que en invierno dejan poca plata a los hoteleros. El proyecto estaba bajo la dirección del arquitecto Ramiro Sansó y la asesoría integral quedó a cargo del ingeniero Luis Abruzzese, quien se vería obligado a renunciar a su cargo de secretario de Turismo del municipio cuando los concejales de la UCR le recordaron la incompatibilidad entre sus tareas públicas y sus negocios privados.
La Municipalidad, sostenían los molestos concejales, había dejado pasar varias irregularidades al elefante. La primera fue un horrendo cerco perimetral de tres metros de altura, que evoca los muros de la Mansión del Águila y que viola expresas disposiciones que rigen en todo el partido de Pinamar, donde las propiedades no pueden tener muros de material sino "cercos vivos", que en ningún caso deben superar el metro de altura. El muro no fue la única transgresión: la obra es la que detenta más excepciones al Código de Ordenamiento Urbano y al de Construcción en la historia de Pinamar. El arquitecto Sansó fue solicitando periódicas prórrogas a la presentación de planos hasta llegar a tener más de seis mil metros cúbicos construidos sin la correspondiente aprobación sobre el papel. Ninguna de esas irregularidades merecieron la atención de Biaggio Altieri, siempre entusiasmado con el proyecto y su creador. "Creo que Yabrán va a cambiar a Pinamar" y "Yabrán sería mejor intendente que yo", declaró a los periodistas de
Noticias
Gabriel Michi y Edi Zunino un año antes de que asesinaran a José Luis Cabezas. Acaso esa benevolencia tenía que ver con el hecho de que Itar fuera el proveedor de los materiales.
Las desprolijidades tampoco asustaron a Menem, que inauguró oficialmente las obras en marzo de 1995, en su primera visita oficial al balneario. "Estos son los capitales que hacen falta —se entusiasmó ante los ladrillos—; cuarenta millones de dólares que promueven el turismo y protegen el medio ambiente. Me gustaría ser uno de los huéspedes de este hotel". En ese entonces, la opinión pública no sabía aún quién era el capitalista que pondría no ya cuarenta sino cuarenta y cinco millones de dólares en una obra que habría de frenarse algunos meses después. Se enteraría recién en enero de 1997, por boca del propio Abruzzese, en otra declaración para Gabriel Michi que sorprendió al reportero, a quien no se lo había querido reconocer antes. "Yabrán es uno de los socios, como lo soy yo", dijo Abruzzese y agregó: "Yabrán podría perfectamente irse a Punta del Este, pero como está enamoradísimo de Pinamar, invierte aquí". En los pasillos del Concejo Deliberante, los opositores a "Biaggio Primero" y a "Carlos Saúl Primero" comentaban en voz baja una versión que nunca llegaría a probarse: Yabrán era el principal capitalista, pero tenía como socio oculto a Carlitos Menem junior, el príncipe desdichado que algunos meses después moriría manejando un helicóptero, abriendo una hipótesis de asesinato que su madre, Zulema, no se cansaría de pregonar.
La empresa que
no pertenecía
a Don Alfredo había teñido de violeta cardenalicio las playas. Banderas, gomones, cuatriciclos, garitas de salvavidas, banderas y kioscos, llevaban los colores y la sigla de OCA, que había pagado ciento cuarenta mil dólares para reinar en exclusividad. Pero no le bastó para llevar a cabo el proyecto faraónico del puerto y la ciudad satélite que el puerto ayudaría a levantar al norte del actual Pinamar, en una franja de kilómetro y medio frente al mar, por tres kilómetros de profundidad. El primer obstáculo fueron los
virreyes,
a quienes Yabrán ofendió al ofrecerles entre diez y quince millones de dólares por quinientas hectáreas que Cecilia Bunge y Jorge Shaw valuaban en una cifra diez veces mayor. El segundo obstáculo fue el propio gobernador de la provincia de Buenos Aires, Eduardo Duhalde.
Yabrán, tal como se lo había aconsejado a Jorge Vázquez, había decidido jugar algunas fichas a favor del Delfín no autorizado, e incluso le había mandado algunos regalitos campestres con el inefable
Coco
Mouriño, su compañero de peña en Lo Rafael y en los asados previos a las carreras de Turismo de Carretera. Según Duhalde se vio una sola vez con el empresario, en setiembre de 1996, y Don Alfredo, que lo cautivó "con su simpatía arrolladora", le habló del puerto y del tema del Correo. La reunión, según el Delfín, habría durado media hora. Dos años antes, durante la campaña por el plebiscito, el Gobernador habría recibido una propuesta de apoyo financiero del
Amarillo
que, según él, rechazó. Algunos connotados yabranistas sostienen que hubo más reuniones. Al menos una más, en la que Don Alfredo se convenció de que Duhalde se oponía al casino del Terrazas y a la idea decisiva del puerto. Allí habría nacido una enemistad que iría creciendo en el '97 y '98, cuando Mouriño —la voz desbordada del amo— gritara a los cuatro vientos la misma acusación que en su momento había hecho Mario Caserta y nunca pudo probarse: que el Gobernador era un narcotraficante.
Según los yabranistas y algunos periodistas que jamás podrían ser sospechados de simpatías por Yabrán, en el diferendo entre Don Alfredo y el Gobernador respecto del tema del puerto y la ciudad satélite, habrían pesado los ciento cuarenta kilos que portaba otro empresario misterioso, parecido a Charles Laughton: Victorio Américo Gualtieri. Un zar de la construcción, que pasó de tres a doscientos millones de dólares, en apenas seis años, participando en numerosas obras públicas de la administración duhaldista, hasta ser motejado por la prensa como "el Yabrán de Duhalde". Gualtieri, se ha publicado, es dueño —entre muchas otras cosas— de tierras en Montecarlo, una franja costera situada al norte de Pinamar y que linda, casualmente, con las tierras vírgenes que conserva Cecilia Bunge de Shaw. Las que no quiso venderle a Yabrán. Un lugar atractivo para lotear y construir una ciudad satélite que se vería beneficiada, como bien lo sabía Don Alfredo, si algún día llegara a construirse el puerto deportivo. Los setenta millones de dólares que puede costar ese puerto suponen, en una concesión a treinta y cinco años, una pérdida anual de dos millones. A Don Alfredo esas cuentas no le importaban, por varias razones. Una de ellas era el negocio inmobiliario que se podría concretar con los lotes de la ciudad satélite.
En diciembre de 1995, en uno de esos asados a los que era tan aficionado, Don Alfredo le dijo a Biaggio que no tenía sentido seguir con las obras del Terrazas al Golf, en tanto no se pudiera avanzar en el tema del puerto y la compra de tierras.
—Mientras tanto vamos a despuntar el vicio con un hotel más chico y luego veremos qué pasa.
Así nació —sobre un terreno que perteneció a la familia Altieri— el Arapacis ("Altar de la Paz"), una extraña mole con reminiscencias romanas a lo Cecil B. de Mille, que se levanta frente a la playa, a pocos metros del corazón de Pinamar: el cruce de la Costera y la avenida Bunge. Ocupa una superficie de 8.000 metros cuadrados repartidos en 41 departamentos de dos ambientes y 18 de tres. Con piscina,
spa, lobby
de lujo y una
suite
presidencial de dos habitaciones y baño con
jacuzzi,
decorado en mármol de Carrara. El Arapacis llegaría a contar, al menos, con tres visitantes famosos: el ex ministro de Justicia Rodolfo Barra; el periodista Samuel Gelblung y el menos conocido Jorge Cameroni, dueño de la noche y de Ku, que se alojó en 1997 durante toda la temporada veraniega. En la piscina serían asiduas concurrentes las periodistas Carolina Perín y Alicia Barrios, que vivía con el juez Bernasconi en un chalet cercano. En primavera, otoño e invierno, el Arapacis luce tan despoblado, que nadie alcanza a imaginar cómo amortizará los doce millones de dólares que costó, cifra que conduce las sospechas de algunos pinamarenses enemigos de Yabrán hacia el rumbo que fijó Cavallo. El reiterado tema del lavado.
El "Altar de la Paz" fue construido en apenas nueve meses, por unos trescientos albañiles que trabajaron doble turno, bajo el látigo del ingeniero Abruzzese y de un hermano de HC, Pablo Colella. La historia secreta de esa construcción y del orden cerrado que imperaba en su administración sería revelada por Daniel Anceri, un joven contratado por la empresa Forest Sea para vender el "tiempo compartido" del Arapacis, el Terrazas al Golf y dos mil hectáreas en San Martín de los Andes. Anceri debía hacer esa tarea por trescientos cincuenta pesos de básico y comisiones que, le dijeron, podían llegar a reportarle de seis mil a ocho mil dólares mensuales. En cambio, debió huir a Buenos Aires, amenazado. Anceri llegó a Pinamar en la Navidad de 1997 y fue alojado como otros vendedores en el hotel Los Pinos. En esos días se hablaba ya en Pinamar de la marcha en homenaje a José Luis Cabezas que se iba a realizar el 25 de enero. El tema estaba vedado para los empleados del hotel, al igual que la revista
Noticias.
..
"Ahí se vivía un clima de tipo nazi. Desde el ingeniero Luis Abruzzese hasta Pablo Colella (el gerente administrativo financiero), al que le decían Adolf y que se paseaba en bata con las secretarias tomando mate. Se iban a la pileta, se acariciaban en la pileta, es un clima... tenías que estar derechito porque si no... A las pibas las reputeaban y trataban mal a todo el mundo. Y en ese clima estábamos viviendo, viendo qué íbamos a hacer el 25..."
Anceri dijo que no iba a trabajar, porque si había una marcha por Cabezas pensaba asistir a esa marcha. Entonces Guillermo Torandel, que misteriosamente había pasado de coordinador de Ventas a simple vendedor, le advirtió muy claro: "Acá hay que venir, acá nada de marcha". Torandel era un personaje curioso, que no quería "zurdos" en el hotel y se jactaba de llevar trabajando diez años con Yabrán, parte de ese tiempo, en EDCADASSA. Una noche, tomando una copa en la
boite
del hotel, le comentó a Daniel: "Un día en el aeropuerto había mucho viento, yo abrí una valija y se voló toda la blanca". Daniel Anceri lo tomó como una broma, pero el personaje empezó a molestarle. Imaginó que si había dejado el sueldo de dos mil dólares que tenía como coordinador para pasar a ser un simple vendedor como él, era porque tenía la misión de "hacerse el compañero" y vigilarlos. El 15 de enero, tras discutir con Torandel por el tema de la marcha, recibió la primera amenaza. Una voz anónima lo llamó a Los Pinos y le dijo:
—Vas a terminar como Cabezas.
Al día siguiente casi se trompea con Torandel por el color de la remera que debía ponerse. Otro vendedor lo paró y le hizo ver que podía ser una provocación para "hacerlo meter en cana". Agarró sus cosas y se fue. Dos días después, en su casa de Buenos Aires, recibió la segunda amenaza: "Tené cuidado con tu familia". El lunes 18 de enero le relató su peripecia a Darío Schvarzstein, un eficaz colaborador de esta investigación.
Un año antes, dos enviados muy especiales de la revista
Noticias
habían cubierto la inauguración del Arapacis: Gabriel Michi y José Luis Cabezas. Y fue precisamente en esa oportunidad, cuando Abruzzese destapó, con singular locuacidad, que el principal inversionista era Yabrán.
Cabezas ignoraba, por supuesto, que ya estaba en marcha el complot para asesinarlo. No por él mismo, ni por lo que presuntamente estaba investigando, sino como parte de un plan frío, inhumano, perverso, nacido de una contradicción en las simas del poder oculto, de una delimitación clara de territorios y ganancias, que lo había elegido a él como víctima propiciatoria.
José Luis Cabezas no era ni un héroe mitológico ni el sórdido extorsionador que intentó fabricar la Bonaerense en los primeros tiempos de la investigación, con la dócil aquiescencia del juez de Dolores José Luis Macchi. Era un producto de su tiempo, de su país y de su generación, ésa que navega entre los treinta y los cuarenta, que vivió en dictadura la adolescencia y estuvo preservada y a la vez privada del compromiso y la pasión por cambiar el mundo que motorizó la oleada de los setenta. Un reportero condenado por su mirada irónica y sagaz a un prematuro escepticismo, que contrarrestaba con una vitalidad que lo hacía maravillarse a cada rato ante las cosas
es-pec-ta-cu-lares
de la vida y, sobre todo, con el cogollo protector de la familia y los amigos, a los que profesaba una adhesión sin fisuras. Amaba a su segunda mujer, María Cristina Robledo, y a sus tres hijos, Agustina y Juan, del primer matrimonio, y la pequeña Candela, nacida en agosto de 1996. A los tres sobreprotegía hasta el delirio.
Según Carla Castelo, una de sus compañeras de
Noticias
en aquella época: "Era frontal y terco. Siempre tenía respuesta para todo. A veces era intolerante. Era cabrón. Con esa altanería juguetona de quien se cree el mejor pero tiene que decirlo para estar seguro. A veces era un padre mandón. Otras, ingenuo como un chico. Cuando nadie lo miraba imitaba a Serrat, a Sandro, a Favio. Tenía como una urgencia por vivir. 'Soy feliz", decía cada tanto. Soñaba con llegar a Francia al Mundial '98. Era ingenioso. Casi ecologista, cuidaba su ficus como si fuese un tesoro. Le gustaba Lito Vitale, Memphis 'La Blusera'. Era fanático de Osvaldo Soriano y de Julio Cortázar. Tenía una colección de películas de Hitchcock y un Ford Escort que cuidaba como si fuese un hijo". Sus señas particulares visibles eran la barba rala, como de mal afeitado, una sonrisa candorosamente sobradora y ojos muy azules. Como muchos periodistas, adolecía de ese espejismo que suele crear la cercanía profesional con la riqueza y el poder: le gustaba jugar al fútbol con el gobernador Duhalde, le divertían las fiestas en lo de Eduardo Menem y, más aún, el clásico de los veranos pinamarenses: el cumpleaños de Oscar Andreani. "Tenía una gran curiosidad por todo", recuerda su compañero de equipo Gabriel Michi, pero distaba mucho de ser un investigador acucioso de la miseria moral de los que tienen más poder, como lo fue Rodolfo Walsh. Lo que descartaría que hubiera realizado, por las suyas, una serie de fotos sobre ciertos misteriosos depósitos donde se guardaba droga, como alguien especularía más tarde. Y acaso fuera esa condición de "hombre normal", alejado a priori de la pira sacrificial, la que sacudió como un viento negro las conciencias y provocó una reacción de espanto e indignación en la sociedad ante el horrendo final que le organizaron los mariscales de la tiniebla. Un crimen fríamente planeado y ejecutado, que encierra varios metamensajes a la vez y poco tiene que ver con los presuntos desbordes y torpezas de lúmpenes y buchones que enmarañaron las cincuenta mil fojas del expediente hasta tornarlo inextricable.