Don Alfredo (31 page)

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Authors: Miguel Bonasso

Tags: #Relato, #Intriga

BOOK: Don Alfredo
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No tardaron en pasar de la letra de molde a la acción directa.

Roberto
el Oreja
Fernández era —según la definición de un funcionario judicial ligado al fiscal Carlos Villafuerte— "un pesado en serio", que registraba antecedentes por "robo a mano armada". Era también un personaje del folclore político criollo; un "puntero" radical amigo de Carlos Bello y Enrique
Coti
Nosiglia, que junto con el
Turco
Hanze, un suboficial del Ejército, había formado un grupo conocido como "los dandys de Mataderos", dedicado al contrabando en Ezeiza. En aquellos tiempos, el
Oreja
—sindicado como "capo de la mafia aduanera"— cumplía funciones imprecisas en el principal aeropuerto del país, munido de una credencial de asesor del entonces administrador Nacional de Aduanas, Juan Carlos Delconte.

En abril de 1987, el
Oreja
Fernández comandó personalmente uno de los más espectaculares procedimientos de intercepción y apertura de correspondencia que la Aduana realizó en perjuicio de DHL. (El mismo que había sido difundido involuntariamente por la agencia DyN.) Mucho después y ya prófugo de la Justicia, el
Oreja
reveló que había trabajado a sueldo para Don Alfredo, a quien asesoró en la estratégica operación que culminó con la creación de EDCADASSA, la empresa mixta del Grupo y la Fuerza Aérea que vino a sustituir en el manejo de los depósitos fiscales a la antigua LADE. En esa misma confesión, el
Oreja
dijo que permanecía fuera del país "porque tenía miedo" y agregó una frase elocuente: "Mi vida depende de Yabrán".

El bombardeo era constante y Giacchino estaba abrumado. Tenía sobre la cabeza decenas de acusaciones judiciales, legislativas y administrativas; sus camionetas sufrían ataques continuos y sus teléfonos destilaban amenazas sin nombre, que sólo podían tener un origen. Una de las advertencias que más lo desestabilizó fue la proferida por una voz sibilina que le anunció "gracias por dejarnos inscribir a su hija en el Registro Civil", "con la velada amenaza de alterar la partida de nacimiento y sacarla del país con fines de secuestro extorsivo". El desconocido no hablaba por hablar. Poco después ocurrió un episodio que le puso los pelos de punta al dueño de DHL. Giacchino acababa de comprar una casa en el
country
del Club Newman en Benavídez y una tarde le pidió al casero, Osvaldo Franco, que fuera a Olivos a buscar a su hija, que estaba en el colegio, y la trajera al Newman. Cuando regresaban en el Ford Sierra de Giacchino se les cruzó "en forma absolutamente intempestiva y fuera de todo cálculo y previsión posible, un vehículo de gran tamaño, tipo colectivo, sin luces y sin patente visible". El casero maniobró bruscamente para eludir el choque frontal, pero no pudo evitar que el vehículo fantasma lo embistiera "de frente-costado" dejando al Ford Sierra "casi totalmente destruido". Por suerte, Franco sólo resultó herido superficialmente en el cráneo y la hija de Giacchino, que milagrosamente iba recostada en el asiento posterior, apenas sufrió "un magullón en una pierna". El colectivo que había brotado de la nada regresó a la nada sin problemas.

Pero, además, el enemigo había cooptado a sus segundos y sus aliados, dejándolo sin retaguardia. Un buen día, Andreani, su conmilitón en la rebelde CEPAC, pidió hablar a solas con él y empezó a farfullar un "extraño discurso" que, al hacerse inteligible, recordaba la propuesta de Yabrán en El Hueso Perdido, cinco años antes. Giacchino, que no contestó los "mensajes implícitos", obligó al camionero de Casilda a preguntarle de frente:

—¿Vos, cuánto dinero quisieras a cambio de dejarte administrar la empresa?

Giacchino se indignó y agredió al transportista con un sarcasmo de "niño bien":

—Difícilmente vos podrías manejar DHL porque no hablás inglés y, a mi modo de ver, bastante mal el castellano.

Hubo un largo silencio, que Giacchino definiría como "irónico", y luego aseguró algo que no podría cumplir: que de ningún modo pensaba ceder el control de la empresa. Andreani no insistió más con el tema.

Durante la guerra, Don Alfredo y Giacchino se entrevistaron (por lo menos) en seis oportunidades que el dueño de DHL describiría con lujo de detalles al juez Conrado Bergesio. Ninguno de los encuentros fue grato para el abogado devenido cartero. Pero hubo uno especialmente desagradable que tuvo lugar en el restaurante del Hotel Libertador, en Maipú y Córdoba. Al almuerzo concurrió Giacchino con el escribano Héctor Enrique Lanzani, y Yabrán con el
Duque
Rodolfo Balbín. Don Alfredo abandonó rápidamente los preámbulos habituales para comentarle a Giacchino que seguirían sus problemas con la Aduana, el Correo y la Fiscalía de Investigaciones Administrativas.

—A vos el fiscal Molinas no te va a querer nada... —le dijo Yabrán riéndose, mientras vaciaba la miga de un pan.

A los postres la atmósfera era tan tensa que el escribano Lanzani se excusó y se marchó a su escribanía. Yabrán sugirió que tomaran un café en la confitería de la planta baja. Una vez allí, "ya sin Lanzani como testigo", le dijo con voz ronca:

—A vos te quiero tener agarrado de los huevos —acompañando las palabras con el gesto característico de la mano engarriada. Luego, "intercambiando miradas con el doctor Rodolfo Balbín", le explicó que "acostumbraban pedir el 60 por ciento de las acciones y el control de las empresas que manejaban". Balbín asintió y ambos aguardaron la respuesta del aterrado Giacchino, que tragó saliva antes de explicarles que no podía regalarles la mayoría de las acciones y el control de la empresa porque entonces la red mundial de DHL, en poder de los norteamericanos, podía rescindir los contratos vigentes. Balbín preguntó en ese momento si el 50 por ciento significaba mayoría y Giacchino dijo que obviamente no era así, porque se producirían situaciones de empate "totalmente reñidas con un manejo fluido de la conducción empresaria". Entonces saltó Yabrán.

—Mirá, pibe, vos podés dar gracias en la situación en la que estás, si podés zafar de cedernos la mayoría. Francamente no entiendo cómo corcoveás tanto.

Giacchino insistió tímidamente en que debía conservar el capital accionario a su nombre y minoritariamente a nombre de su esposa, porque si se cambiaba la titularidad la red mundial DHL tendría derecho de preferencia para suscribir las acciones. El
Duque
acotó entonces que redactaría un documento que "conformara esas observaciones" y la tensa reunión llegó a su fin. Giacchino, acorralado, se vería obligado a capitular.

La rendición se firmó en dos reuniones sucesivas que tuvieron lugar el 30 de diciembre de 1988 y el 4 de enero de 1989 en el estudio del
Duque
Balbín, en Cerrito 520. Giacchino entregó el 50 por ciento de las acciones al "testaferro de Yabrán, Natalio Carlos Levitán" y le compró a Carlos Mackinlay el 10 por ciento de las acciones "que habían figurado a su nombre en carácter de prestanombre", para dar fin al conflicto judicial que ya había estallado entre los dos y dificultaba la gestión de la empresa. Giacchino ignoraba entonces que su ex amigo Mackinlay figuraba secretamente como "comitente" de Levitán, que había recibido las acciones en "comisión". Eso dio origen a otro pesado embrollo judicial que seguiría vigente hasta fines de los noventa. Mientras tanto, el antiguo condiscípulo, que según Giacchino había devenido "testaferro" de Yabrán, pasaba a integrar los directorios de tres empresas inconfesadamente pertenecientes al Grupo: EDCADASSA, Interbaires e Intercargo. El escribano que protocolizó la capitulación fue el fiel Gonzalo de Azevedo, el mismo que nueve años más tarde testificaría la entrega de una presunta extorsión por cien mil dólares a Alejandro Vecchi, el abogado de la familia Cabezas.

Milagrosamente, el 22 de febrero de 1989 (un mes y dieciocho días después de la rendición), DHL y ENCOTEL suscribían un acuerdo de conciliación que daba por terminados los veintiséis sumarios levantados contra "la empresa británica". Aparentemente el Padrino cumplía y la "protección" funcionaba, pero la guerra seguía bajo cuerda.

Fiel a sus pautas, Don Alfredo le "sugirió" a Giacchino que arreglara todos los aspectos operativos de la empresa con "un señor Chinkies", de su confianza y le metió dos hombres en las áreas de Operaciones y Ventas: Arnaldo Verzura y Juan Carlos García. Verzura venía de manejar quinientos empleados en la aparente competidora Skycab y García llegaría a ser vicepresidente de Villalonga Furlong, otra empresa devorada por el Grupo a través del astuto Andrés Gigena. Según Giacchino, Verzura utilizó técnicas de manejo de personal "más parecidas a las de un campo de concentración que a las de una empresa privada". García, por su parte, comenzó a derivar clientes de DHL hacia las empresas del Grupo.

Pero Giacchino, que no se chupaba el dedo, dispuso en 1990 un aumento del capital de la empresa que disgustó mucho a Don Alfredo. Yabrán, convencido de que era una maniobra para diluir el 50 por ciento de las acciones en su poder, lo citó en la oficina de Rodolfo Balbín y "le gritó con muy malas maneras":

—¡Qué hiciste, boludo, me querías chorear!

Giacchino se vio obligado a regresar a la oficina de Cerrito 520 con los certificados accionarios correspondientes al 50 por ciento del aumento de capital. Pero ese mismo día fue a la escribanía de su amigo Lanzani y dejó constancia de que no había vendido las acciones sino que se había visto obligado a entregarlas, gratis, debido a las presiones e intimidaciones de que había sido objeto. También se reservó el derecho de accionar judicialmente cuando se dieran las condiciones favorables.

Al mismo tiempo, Giacchino comenzó a prepararse para la reconquista de su empresa y decidió mover las fichas que podían resultarle útiles, tanto en los Estados Unidos como en algunos círculos del poder argentino. En el marco de esa jugada incorporó a la empresa a Roberto Alemann, un estratégico miembro del
establishment
que había sido ministro de Economía del dictador Galtieri en la época de la guerra con los británicos. También tuvo el tino de poner al tanto de todas las movidas al señor Bruce Walker, que se había visto varias veces con Don Alfredo para negociar un posible acuerdo de complementación entre DHL y
OCASA.
Nueve años más tarde, Walker declararía ante el juez Bergesio que Yabrán era "un enemigo de nuestra compañía". En general, Giacchino eludía el diálogo con el áspero Don Alfredo y prefería al civilizado, aunque temible, Rodolfo Balbín. En un insólito arranque de indiscreción, o por otra meditada maniobra indirecta de intimidación, el
Duque
le reveló algunos secretos de la privilegiada relación entre el Grupo y el Estado. Balbín le contó, por ejemplo, que "al Administrador Nacional de Correos Yabrán le pagaba un millón de dólares anuales y al gerente general de Explotación, medio millón". Ante el juez Bergesio, Giacchino declararía después "que en la época en que Balbín hizo este comentario el gerente de Explotación era el ingeniero Aldo Irrera, no recordando el nombre del administrador. Sin precisar fechas, administradores de ENCOTEL fueron: el coronel Norberto Zone, el señor Vaccalluzzo, el doctor Imaz, el ingeniero Jorge Dupont".

Giacchino vio a Don Alfredo por última vez en enero de 1991, en otro almuerzo promovido por Rodolfo Balbín, que se llevó a cabo en el restaurante Patagonia de Salguero y Figueroa Alcorta. "Atemorizado el dicente por imprevisibles consecuencias de tal reunión les sugirió a dos personas de su confianza, el gerente general Jorge López Raggi y otro empleado, que ocuparan una mesa vecina y estuvieran atentos al desarrollo de los acontecimientos". Giacchino se atrevió a insinuar que podían devolverle las acciones, "ya que de poco le servían en poder de testaferros" y "toda vez que él (Yabrán) carecía de conocimientos para manejar una empresa de alcance internacional como era DHL".

—Pero ni lo sueñes, pibe —fue la categórica respuesta de Don Alfredo.

Durante el almuerzo, Yabrán se mostró particularmente locuaz. Reflexionó sobre la situación general del mercado postal en la Argentina; dio por sentado que DHL y Giacchino "continuaban sometidos a sus designios"; se atribuyó el "manejo monopólico del mercado" y anunció su voluntad de impedir el ingreso al festín "de temibles competidores como Federal Express y UPS".

En la cúspide de su poder empresarial, Yabrán sucumbía al vicio nacional de la soberbia y naufragaba en una visión provinciana del mundo, que lo llevaría a cometer graves errores.

Los representantes de Federal Express llegaron a Ezeiza y emprendieron la marcha hacia el hotel de la avenida Alvear. Habían recorrido un tramo no muy largo por la autopista Ricchieri, cuando un auto se les adelantó y los cerró bruscamente, obligándolos a frenar. Los gringos, azorados, no dieron crédito a sus ojos. Frente a ellos había tres hombres que los apuntaban con sus pistolas y los obligaban a bajar. En un costado del camino escucharon unas incomprensibles frases en español, que luego les traduciría el solícito amanuense que los había ido a buscar. "Si vienen a instalarse en este país no les va a ocurrir nada bueno", había dicho el sujeto de anteojos negros que comandaba el trío de atacantes. De regreso en los Estados Unidos y todavía presos del estupor, los gringos vieron a Fred Smith en su cuartel general de Memphis y le contaron lo que había pasado. Smith, un ex veterano de la CIA en Vietnam, que había fundado Federal Express por muy buenas razones, entendía de aprietes, pero no le gustaba ser apretado. Marcó el teléfono de su amigo Dan Quayle, el vicepresidente de los Estados Unidos y lo puso al tanto del episodio, sugiriéndole que se quejara ante las autoridades argentinas en el próximo viaje que debía hacer a la Argentina. Dan no se olvidó del pedido de su amigo Fred y decidió incorporarlo a la comitiva de empresarios que lo acompañaría a Buenos Aires.

Garganta Tres se acomoda en el sillón frailero, enciende pausadamente el Cohiba que le ha regalado el embajador cubano, y comenta con displicencia:

—El loco había pisado un cable de alta tensión. O mejor: había encendido la larga mecha de una bomba que tardaría siete años en explotarle en la cara.

19

Seguramente Alfredo Yabrán no frecuentaba a los clásicos griegos y menos probable aun es que conociera
El sentimiento trágico de la vida
de don Miguel de Unamuno. En general, prefería los
best sellers
de supermercado, como
El navegante,
de Morris West. Y en esas lecturas suele estar ausente la parábola de Poe en "La máscara de la muerte roja": no hay riqueza ni poder suficientes para eludir el sino trágico; no hay murallas ni custodios que puedan atajar a la Peste cuando ésta decide colarse sin invitación en el castillo. Tampoco hay vacunas contra el dolor que pueden infligir los hijos.

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