La fortuna y los hijos fueron creciendo de manera paralela, bajo la sombra omnipresente de un padre que les daba todo, desbordando los parámetros conocidos, y al mismo tiempo les recortaba los espacios hasta dejarlos sin autonomía de vuelo, hasta hacerlos sentir infelices cuando se comparaban con sus amigos de infancia y adolescencia, que tenían muchas menos cosas pero gozaban de mayor libertad. Obseso por la disciplina y los horarios, Don Alfredo los sometía a rutinas que se fueron tornando agobiantes con el paso de los años: había que estar en casa a las 20, cenar a las 21 y los domingos no se podía salir, porque "era un día para estar en familia". La disciplina, como suele suceder en los modelos patriarcales, era más severa con los varones que con la princesita Melina, criada (según Garganta Uno) como la "clásica turquita rica en la no menos clásica cajita de cristal", como receptáculo de las ternezas que se permitía el gran danés de Larroque, a través de mimos y arrumacos que hubieran estado "fuera de lugar" con los varones. A ellos, en cambio, alguna vez los disciplinó con el cinturón, al estilo del viejo Nallib, cuando sintió que se retobaban más de la cuenta. Especialmente a Mariano, que era el rebelde de la familia y en el que Don Alfredo, paradójicamente, más se reconocía, no sólo por los rasgos físicos sino precisamente por ese afán contestatario que lo había caracterizado a él mismo de muchacho, provocando la ira de su padre que ahora se reproducía en él como un mandato de los genes que antecedía y superaba la conciencia. Mariano lo irritaba hasta el enojo y la confrontación, pero también lo seducía. Hasta el maldito accidente había sido, sin disputa, el chico más despierto de la casa y del colegio. El jodón. El que se levantaba a las minas. El que se perfilaba, en ese rincón de la conciencia que no sale a la luz, como el posible heredero del imperio.
Pablo, el mayor de los hijos, había resuelto (o tapado) el conflicto como suelen resolverlo muchos primogénitos: a través de la aquiescencia absoluta a la autoridad del patriarca. Esa actitud halagaba y, al mismo tiempo, aburría al
pater familia,
que seguía añorando el afecto esquivo de ese Mariano cada vez más lejano y rebelde, más irreductible a su control y su autoridad, principios inamovibles que colocaba por encima de todos los sentimientos. Sin embargo, intuía que era verdad lo que decía su mujer, María Cristina: el chico quería mucho al padre pero se le estaba alejando peligrosamente. Más tarde, en un momento crítico para la vida de Mariano, Don Alfredo ahondaría la brecha con el hijo rebelde al premiar la obediencia y sensatez del primogénito con algunos gestos que parecían privilegiar el principio patriarcal del mayorazgo y que provocarían los celos de Mariano.
Antes de llegar a ese punto, el patriarca había establecido con sus hijos una complicidad entre machos, contracara festiva que volvía aún más odiosos los horarios rígidos y las imposiciones. Cuando los chicos pasaron los quince años decidió que tenían que hacerse hombres y les regaló una
garçonnière
que hubiera hecho las delicias de más de un amigo del poder y que él mismo usó en alguna oportunidad, a pesar de que tenía cuevas más propicias. En principio, el pisito era para sus dos hijos y para su sobrino y tocayo, Alfredito (el hijo del
Toto),
un muchacho de la misma edad que Pablo al que le había cobrado un verdadero cariño. Más tarde, y por razones desconocidas, Alfredito perdió el favor imperial y dejó de integrar el trío dorado.
El
bulo
en cuestión, donde se hicieron muchas fiestas, estaba decorado según el gusto de los consumidores: Pablo tenía una habitación llena de espejos y Mariano, un cuarto decididamente rockero. Con la misma lógica, cuando Mariano cumplió quince años su padre le regaló un carnet de conductor que lo habilitaba para manejar sin tener que someterse antes a pesados aprendizajes y exámenes estresantes. Lo firmaba un tío del muchacho que era comisario en Entre Ríos. Esa fue la puerta de entrada a un largo historial "tuerca" de Mariano donde hubo muchos autos destrozados y un funesto flirteo con la tragedia.
Pese a esas transgresiones de nuevo rico, Yabrán y su familia todavía no evidenciaban el nivel principesco de vida que se haría patente con la mudanza a la Mansión del Águila. Tampoco se habían producido en sus costumbres cotidianas esos cambios decisivos que separan definitivamente a los grandes millonarios del común de los mortales y les impiden un regreso a la humanidad. Vivían todavía en Martínez, en la casa de la calle Yrigoyen, donde tenían grandes comodidades y la famosa pista de karting en el jardín. Un hermoso chalet que, en comparación con lo que vendría después, terminaría pareciéndoles un rancho. Don Alfredo, que aún era el Hombre Invisible para los medios, todavía se mostraba en las ceremonias escolares, salía sonriente en las fotos y era un amable anfitrión en las fiestas. Los amigos de sus hijos lo consideraban familiero, generoso. Un buen tipo. Y esos amigos, por su parte, eran todavía los amigos normales de cualquier chico de clase media, que se acercan a otro muchacho por simpatía y no por cálculo. No pertenecían a ese género de vividores que se pegan como rémoras al poder y el dinero. Esos cortesanos se les arrimarían en los años venideros, en tiempos de la Fortaleza.
Los amigos del colegio empezaron a sospechar que Yabrán tenía mucha más plata que lo que parecía cuando comenzaron a concurrir, de campamento, a las propiedades de Entre Ríos. Allí vivieron escenas bucólicas, de película, que no se borrarían de sus mentes juveniles. Una tarde, catorce chicos y veinticinco chicas salieron del colegio y, en un micro escolar contratado por Don Alfredo, viajaron a Entre Ríos para acampar en una de las estancias del señor Yabrán. En Gualeguaychú se les unió
Coca,
la tía de Pablo y Mariano, que democráticamente había preparado tortas fritas para todos. Llegaron de noche al casco viejo de la estancia y como ya se había hecho tarde para armar las carpas, fueron instalados en dos enormes salones de techos altísimos y destartalados que evocaban el escenario de un melodrama rural del siglo diecinueve. Una de las habitaciones era tan grande, que los muchachos encendieron el grabador a todo trapo y los treinta y nueve se pusieron a bailar con comodidad, sin chocarse entre ellos, como si estuvieran en la mejor discoteca. Al día siguiente los peones engancharon dos acoplados a un tractor y los llevaron a recorrer la estancia, surcada por un arroyo bastante profundo. Mariano parecía el príncipe feliz, que se reía de todo, mientras les mostraba sus dominios.
Por esas épocas ya habían cambiado Mar del Plata por Pinamar como lugar invariable de veraneo. El balneario, fundado por Jorge Bunge (tío abuelo de Wenceslao), aún no había sido tomado como cabecera de playa por el
jet
set
menemista. Todavía no se habían masificado las 4X4, los cuatriciclos y los
jet ski,
y ese otro príncipe trágico que fue Carlos Menem junior no había sentado sus reales en las colinas arenosas. El pueblo aún conservaba el carácter recoleto que le habían impreso los viejos terratenientes que lo idearon en la década del cuarenta, cuando todavía no existía la avenida Costera y los médanos vivos se topaban con las primeras casas. Seguía siendo la contracara de la cercana Villa Gessell, que había sido reducto de las copias locales de los
beatniks
y
los
hippies
en los sesenta; un lugar de marinos retirados (como el ex dictador Issac Rojas), apenas menos castrense que el también cercano Cariló, donde una valla de control recordaba, en tiempos de las dos últimas dictaduras militares, que esos bosques estaban allí para el reposo del guerrero. Cuando los Yabrán lo adoptaron, Pinamar era todavía un lugar de pesca y gente mayor, más que de
juniors
vocingleros y música
tecno.
Allí compraron el chalet Sausalito, en la ondulante Calle de las Artes, que se va internando en los bosques del Golf viejo, donde algunas esquinas de sabor alpino contrastan con el aire netamente marino de Nueva Escocia que tiene (sobre todo en invierno) el flanco sureste del pueblo.
La casa de veraneo era totalmente normal, de clase media, con paredes de ladrillo pintadas de blanco y el infaltable farolito amarillo del porche, que nunca hubiera llamado la atención del caminante. Y mucho menos cuando empezaron a llegar otros nuevos ricos, que suplantaron los chalets tradicionales con techo a dos aguas de los cincuenta y sesenta por castillos de ladrillo expuesto y tejas negras de cerámica que evocaban sin disimulo las mansiones de Beverly Hills. Allí Don Alfredo fue tejiendo una red de amistades que le permitirían, pocos años después, convertirse en el Gran Inversor, alabado por su amigo y socio el intendente Biaggio Blas Altieri. Un nuevo dueño del territorio con proyectos faraónicos: megahoteles y
resorts,
un puerto deportivo y un casino tipo Las Vegas, además de cien propiedades anónimas diseminadas discretamente en el nuevo pueblo de la "merca", las bandas, los policías y los custodios.
En los primeros años, Yabrán frecuentaba a su paisano Aldo Elías, que llegaría a ser —curiosamente— administrador de Aduanas, después del suicidado brigadier Rodolfo Echegoyen. La amistad, según Elías, estaba al margen de los negocios, pero Garganta Uno insistía en vincular a los dos cofrades —ambos de origen libanés y cristiano maronita— con aquel general sanguíneo y sanguinario con el que Alfredo había trabado conocimiento como enviado de los Juncadella: Antonio Domingo Bussi. En cualquier caso, Elías admiraba a ese amigo doce años menor que él, y solía invitar al matrimonio Yabrán a saborear unos deliciosos
keppes
que él mismo cocinaba. Cristina se había hecho amiga de Blanca, la mujer de Aldo, y los dos matrimonios no se cansaban de ponderar las bellezas de ese lugar que habían elegido para siempre. El Hombre Invisible gozaba de su incógnito y se iba en pick up al super, en shorts y ojotas, a disfrutar de las compras como cualquier veraneante. Hasta que llegó aquel verano, que de algún modo anticiparía lo que ese Pinamar de Hansel y Gretel llegaría a representar, como heraldo de la muerte, en la vida de los Yabrán.
Alfredo, embriagado con sus crecientes éxitos empresarios, les regaló a sus hijos varones una poderosa moto cross, la Honda XR600. Un verdadero tigre de metal, bello y peligroso. Mariano, que acababa de pasar de segundo a tercer año del secundario, parecía un enano montado sobre un dromedario cuando se trepaba a la bestia; los pies casi no le llegaban al suelo. Era inútil regalarle ese aparato y recomendarle prudencia.
Pone la primera y la bestia sale arando la tierra. Con la segunda comprueba una vez más que la máquina tiene vida propia, una vida que va creciendo con las sucesivas velocidades hasta llegar a la directa. Después sólo se concentra en gozar de ese viento frontal que casi lo deja sin respiración y amenaza con voltearlo. Las casas pasan volando hacia atrás. La Costera de tierra y arena huye en líneas de velocidad que cada vez se hacen más rectas y vertiginosas. El príncipe se siente un campeón en la cabalgadura cromada. Se mira con los otros chicos. Establecen mudos desafíos. La sonrisa de un pibe morenito y vivaracho parece decirle: "¿A quién le ganaste, chabón?", ésa es mucha máquina para un gil como vos. Bajo el sol del verano arde la testosterona. Gira la empuñadura fatal y aumenta la velocidad. El campeón debe ir al mango para alcanzar y superar al que se cree tan piola.
De pronto, un bulto peludo surge de la nada. Es una mancha ocre y negra que se aproxima desde la playa, uno de esos perros famélicos que merodean por la zona. El animal, aturdido por el ruido, avanza en vez de retroceder. Se cruza. El campeón sólo alcanza a pensar "¡la puta que lo parió!" y a pegar un volantazo, demasiado brusco para la inercia que lleva la XR600. La máquina también se cruza, se encabrita y se clava, expulsándolo del asiento. Apenas siente el corto vuelo y una premonición de la nada antes de ese estallido de su cabeza contra el suelo que le anega de sombras el cerebro. La gente se va acercando, aterrada, al muñeco roto que yace, inerte, a varios metros de la Honda, que aún gira una de sus ruedas, como si tuviera vida propia.
"¿Entonces Mariano se va a morir?", piensa el hombre de los ojos azules y las manos enormes, mientras su mujer llora silenciosamente junto a él, en el banco del hospital local que, para Don Alfredo, no llega siquiera a la categoría de dispensario. Las caras de los médicos infunden espanto. Esas pisadas. El hombre mira con ojos azorados los delantales que se alejan por los pasillos desalmados, llevando una camilla con un paciente conectado a la botella de suero. Mariano en coma, con su cara tan parecida a la de él, bajo el tubo de los rayos. El hombre niega que su hijo se vaya a morir —como lo negó cuando se le escapó el escopetazo al
Toto—,
pese a las evidencias terribles que ahora lo condenan. No quiere esperar; no sabe qué es eso. Está acostumbrado a tomar decisiones y experimenta un gran alivio cuando los médicos le dicen lo que él ya venía pensando: hay que llevarlo sin demora a Mar del Plata. A toda velocidad. Allí existe una posibilidad de salvarlo, aunque los médicos la vean remota; él sabe que su poder y su dinero lograrán el milagro. Porque a Yabrán no se le puede morir un hijo de manera tan boluda. Hay que actuar, a toda velocidad. Antes de que la mancha negra que nace sobre la oreja derecha acabe con Mariano.
Lo llevaron a la clínica Colón de Mar del Plata, donde lo operó el doctor Eulogio Mendiondo, un médico estimado por los marplatenses, que había sido discípulo de Raúl Matera y en los años setenta condujo la universidad local. Durante las horas interminables que duró la operación, Alfredo tuvo que resignarse nuevamente a esperar sin poder hacer nada. Otra vez los bancos de madera y los pasillos mortecinos, mientras los médicos se inclinaban sobre la cabeza del hijo y se atrevían a trepanar la caja sellada. Cuando lo sacaron del quirófano y la familia pudo verlo en la unidad de terapia intensiva, el patriarca tuvo que apelar a todas sus reservas de fortaleza para borrar de las cabezas de Cristina y de sus otros hijos la imagen de muerte que les había dejado la visión del muñeco cerúleo atado a la vida vegetativa por el respirador artificial. Supo entonces que les aguardaban muchos días más de espera, para saber si la naturaleza iba a responder a la ciencia y el muchacho iba a recuperar el sentido. Supo también que, si se alcanzaba el milagro de la resurrección, todavía les quedaría por delante la última estación del vía crucis: comprobar si los daños provocados por el golpe y la operación eran pasajeros o permanentes. ¿Y si Mariano sobrevivía pero dejaba de ser Mariano? Sin embargo, se dijo, ojalá se dieran todas esas estaciones de la angustia, porque eso significaría que el chico podría sobrevivir. No fue vida, precisamente, lo que encontró en las palabras medidas del doctor Mendiondo cuando informó que la operación había sido un éxito pero no pudo disimular que el estado del paciente era muy grave y que su salvación dependía —en gran medida— de factores imponderables.