DOÑA INÉS.—¡Virgen María!
BRÍGIDA.—Pero acabad, doña Inés.
DOÑA INÉS.—(
Lee.
) «Adiós, oh luz de mis ojos;
adiós, Inés de mi alma;
medita, por Dios, en calma
las palabras que aquí van;
y si odias esa clausura
que ser tu sepulcro debe,
manda, que a todo se atreve
por tu hermosura don Juan».
(
Representa
DOÑA INÉS.) ¡Ay! ¿Qué filtro envenenado
me dan en este papel,
que el corazón desgarrado
me estoy sintiendo con él?
¿Qué sentimientos dormidos
son los que revela en mí;
qué impulsos jamás sentidos,
qué luz, que hasta hoy nunca vi?
¿Qué es lo que engendra en mi alma
tan nuevo y profundo afán?
¿Quién roba la dulce calma
de mi corazón?
BRÍGIDA.—Don Juan.
DOÑA INÉS.—¡Don Juan dices…! ¿Conque ese hombre
me ha de seguir por doquier?
¿Sólo he de escuchar su nombre,
sólo su sombra he de ver?
¡Ah! Bien dice: juntó el cielo
los destinos de los dos,
y en mi alma engendró este anhelo
fatal.
BRÍGIDA.—¡Silencio, por Dios!
(
Se oyen dar las ánimas.
)
DOÑA INÉS.—¿Qué?
BRÍGIDA.—Silencio.
DOÑA INÉS.—Me estremezco.
BRÍGIDA.—¿Oís, doña Inés, tocar?
DOÑA INÉS.—Sí; lo mismo que otras veces,
las ánimas oigo dar.
BRÍGIDA.—Pues no habléis de él.
DOÑA INÉS.—¡Cielo santo!
¿De quién?
BRÍGIDA.—¿De quién ha de ser?
De ese don Juan que amáis tanto,
porque puede aparecer.
DOÑA INÉS.—¡Me amedrentas! ¿Puede ese hombre
llegar hasta aquí?
BRÍGIDA.—Quizá,
porque el eco de su nombre
tal vez llega adonde está.
DOÑA INÉS.—¡Cielos! ¿Y podrá…?
BRÍGIDA.—¡Quién sabe!
DOÑA INÉS.—¿Es un espíritu, pues?
BRÍGIDA.—No; mas si tiene una llave…
DOÑA INÉS.—¡Dios!
BRÍGIDA.—Silencio, doña Inés;
¿no oís pasos?
DOÑA INÉS.—¡Ay! Ahora
nada oigo.
BRÍGIDA.—Las nueve dan,
suben… se acercan… señora…
Ya está aquí.
DOÑA INÉS.—¿Quién?
BRÍGIDA.—Él.
DOÑA INÉS.—¡Don Juan!
DOÑA INÉS, DON JUAN
y
BRÍGIDA.
DOÑA INÉS.—¿Qué es esto? ¿Sueño… deliro?
DON JUAN.—¡Inés de mi corazón!
DOÑA INÉS.—¿Es realidad lo que miro,
o es una fascinación…?
Tenedme, apenas respiro…
Sombra… ¡huye por compasión!
¡Ay de mí…!
(
Desmáyase
DOÑA INÉS,
y
DON JUAN
la sostiene. La carta de
DON JUAN
queda en el suelo abandonada por
DOÑA INÉS
al desmayarse.
)
BRÍGIDA.—La ha fascinado
vuestra repentina entrada,
y el pavor la ha trastornado.
DON JUAN.—Mejor, así nos ha ahorrado
la mitad de la jornada.
¡Ea! No desperdiciemos
el tiempo aquí en contemplarla,
si perdernos no queremos.
En los brazos a tomarla
voy, y cuanto antes, ganemos
ese claustro solitario.
BRÍGIDA.—¡Oh! ¿Vais a sacarla así?
DON JUAN.—¿Necia, piensas que rompí
la clausura temerario,
para dejármela aquí?
Mi gente abajo me espera;
sígueme.
BRÍGIDA.—¡Sin alma estoy!
¡Ay! Este hombre es una fiera;
nada le ataja ni altera…
Sí, sí; a su sombra me voy.
La ABADESA,
sola.
ABADESA.—Jurara que había oído
por estos claustros andar;
hoy a doña Inés velar
algo más la he permitido,
y me temo… mas no están
aquí. ¿Qué pudo ocurrir
a las dos para salir
de la celda? ¿Dónde irán?
¡Hola! Yo las ataré
corto para que no vuelvan
a enredar y me revuelvan
a las novicias… sí a fe.
Mas siento por allá fuera
pasos. ¿Quién es?
La
ABADESA
y la
TORNERA.
TORNERA.—Yo, señora.
ABADESA.—¡Vos en el claustro a esta hora!
¿Qué es esto, hermana Tornera?
TORNERA.—Madre Abadesa, os buscaba.
ABADESA.—¿Qué hay? Decid.
TORNERA.—Un noble anciano
quiere hablaros.
ABADESA.—Es en vano.
TORNERA.—Dice que es de Calatrava
caballero; que sus fueros
le autorizan a este paso,
y que la urgencia del caso
le obliga al instante a veros.
ABADESA.—¿Dijo su nombre?
TORNERA.—El señor
don Gonzalo Ulloa.
ABADESA.—¿Qué
puede querer…? Ábrale,
hermana, es Comendador
de la Orden, y derecho
tiene en el claustro de entrada.
La
ABADESA
y
DON GONZALO,
después.
ABADESA.—¿A una hora tan avanzada
venir así…? No sospecho
qué pueda ser… mas me place,
pues no hallando a su hija aquí,
la reprenderá, y así
mirará otra vez lo que hace.
La
ABADESA, DON GONZALO
y la
TORNERA,
a la puerta.
DON GONZALO.—Perdonad, madre Abadesa,
que en hora tal os moleste;
mas para mí, asunto es éste
que honra y vida me interesa.
ABADESA.—¡Jesús!
DON GONZALO.—Oíd.
ABADESA.—Hablad, pues.
DON GONZALO.—Yo guardé hasta hoy un tesoro
de más quilates que el oro,
y ese tesoro es mi Inés.
ABADESA.—A propósito…
DON GONZALO.—Escuchad.
Se me acaba de decir
que han visto a su dueña ir
ha poco por la ciudad
hablando con el criado
de un don Juan, de tal renombre,
que no hay en la tierra otro hombre
tan audaz y tan malvado.
En tiempo atrás se pensó
con él a mi hija casar,
y hoy, que se la fui a negar,
robármela me juró.
Que por el torpe doncel
ganada la dueña está,
no puedo dudarlo ya;
debo, pues, guardarme de él;
y un día, una hora quizás
de imprevisión le bastara
para que mi honor manchara
ese hijo de Satanás.
He aquí mi inquietud cuál es;
por la dueña, en conclusión,
vengo; vos la profesión
abreviad de doña Inés.
ABADESA.—Sois padre, y es vuestro afán
muy justo, Comendador;
mas ved que ofende a mi honor.
DON GONZALO.—No sabéis quién es don Juan.
ABADESA.—Aunque le pintáis tan malo,
yo os puedo decir de mí,
que mientra Inés esté aquí,
segura está, don Gonzalo.
DON GONZALO.—Lo creo; mas las razones
abreviemos: entregadme
esa dueña, y perdonadme
mis mundanas opiniones.
Si vos de vuestra virtud
me respondéis, yo me fundo
en que conozco del mundo
la insensata juventud.
ABADESA.—Se hará como lo exigís.
Hermana Tornera, id pues
a buscar a doña Inés
y a su dueña.
(
Vase la
TORNERA.)
DON GONZALO.—¿Qué decís,
señora? O traición me ha hecho
mi memoria, o yo sé bien
que esta es hora de que estén
ambas a dos en su lecho.
ABADESA.—Ha un punto sentí a las dos
salir de aquí, no sé a qué.
DON GONZALO.—¡Ay! Por qué tiemblo no sé.
Mas, ¡qué veo, Santo Dios!
Un papel… me lo decía
a voces mi mismo afán.
(
Leyendo.
) «Doña Inés del alma mía…»
Y la firma de don Juan.
Ved… ved… esa prueba escrita.
Leed ahí… ¡Oh! Mientras que vos
por ella rogáis a Dios,
viene el diablo y os la quita.
La
ABADESA, DON GONZALO
y la
TORNERA.
TORNERA.—Señora…
ABADESA.—¿Qué?
TORNERA.—Vengo muerta.
DON GONZALO.—Concluid.
TORNERA.—No acierto a hablar…
He visto a un hombre saltar
por las tapias de la huerta.
DON GONZALO.—¿Veis? Corramos; ¡ay de mí!
ABADESA.—¿Dónde vais, Comendador?
DON GONZALO.—¡Imbécil! Tras de mi honor,
que os roban a vos de aquí.
DON JUAN, DOÑA INÉS, DON GONZALO, DON LUIS, CIUTTI, BRÍGIDA, ALGUACIL 1.º
y
ALGUACIL 2.º
Quinta de
DON JUAN
Tenorio, cerca de Sevilla y sobre el Guadalquivir. Balcón en el fondo. Dos puertas a cada lado.
BRÍGIDA
y
CIUTTI.
BRÍGIDA.—¡Qué noche, válgame Dios!
A poderlo calcular,
no me meto yo a servir
a tan fogoso galán.
¡Ay, Ciutti! Molida estoy;
no me puedo menear.
CIUTTI.—Pues, ¿qué os duele?
BRÍGIDA.—Todo el cuerpo,
y toda el alma además.
CIUTTI.—¡Ya! No estáis acostumbrada
al caballo, es natural.
BRÍGIDA.—Mil veces pensé caer;
¡Uf! ¡Qué mareo! ¡Qué afán!
Veía yo unos tras otros
ante mis ojos pasar
los árboles como en alas
llevados de un huracán,
tan apriesa y produciéndome
ilusión tan infernal,
que perdiera los sentidos
si tardamos en parar.
CIUTTI.—Pues de estas cosas veréis,
si en esta casa os quedáis,
lo menos seis por semana.
BRÍGIDA.—¡Jesús!
CIUTTI.—Y esa niña, ¿está
reposando todavía?
BRÍGIDA.—¿Y a qué se ha de despertar?
CIUTTI.—Sí; es mejor que abra los ojos
en los brazos de don Juan.
BRÍGIDA.—Preciso es que tu amo tenga
algún diablo familiar.
CIUTTI.—Yo creo que sea él mismo
un diablo en carne mortal,
porque a lo que él, solamente
se arrojara Satanás.
BRÍGIDA.—¡Oh! ¡El lance ha sido extremado!
CIUTTI.—Pero al fin logrado está.
BRÍGIDA.—¡Salir así de un convento
en medio de una ciudad
como Sevilla!
CIUTTI.—Es empresa
tan sólo para hombre tal;
mas, ¡qué diablos!, si a su lado
la fortuna siempre va,
y encadenado a sus pies
duerme sumiso el azar.
BRÍGIDA.—Sí; decís bien.
CIUTTI.—No he visto hombre
de corazón más audaz;
no halla riesgo que le espante,
ni encuentra dificultad
que al empeñarse en vencer,
le haga un punto vacilar.
A todo osado se arroja,
de todo se ve capaz;
ni mira dónde se mete,
ni lo pregunta jamás.
«Allí hay un lance», le dicen;
y él dice: «Allá va don Juan».
Mas ya tarda, ¡vive Dios!
BRÍGIDA.—Las doce en la catedral
han dado ha tiempo.
CIUTTI.—Y de vuelta
debía a las doce estar.
BRÍGIDA.—Pero, ¿por qué no se vino
con nosotros?
CIUTTI.—Tiene allá
en la ciudad todavía
cuatro cosas que arreglar.
BRÍGIDA.—¿Para el viaje?
CIUTTI.—Por supuesto;
aunque muy fácil será
que esta noche a los infiernos
le hagan a él mismo viajar.
BRÍGIDA.—¡Jesús, qué ideas!
CIUTTI.—¡Pues digo!
¿Son obras de caridad
en las que nos empleamos,
para mejor esperar?
Aunque seguros estamos
como vuelva por acá.
BRÍGIDA.—¿De veras, Ciutti?
CIUTTI.—Venid
a este balcón, y mirad.
¿Qué veis?
BRÍGIDA.—Veo un bergantín
que anclado en el río está.
CIUTTI.—Pues su patrón sólo aguarda
las órdenes de don Juan,
y salvos en todo caso
a Italia nos llevará.
BRÍGIDA.—¿Cierto?
CIUTTI.—Y nada receléis
por nuestra seguridad,
que es el barco más velero
que boga sobre la mar.
BRÍGIDA.—¡Chist! Ya siento a doña Inés.
CIUTTI.—Pues yo me voy, que don Juan
encargó que sola vos
debíais con ella hablar.
BRÍGIDA.—Y encargó bien, que yo entiendo
de esto.
CIUTTI.—Adiós, pues.
BRÍGIDA.—Vete en paz.
DOÑA INÉS
y
BRÍGIDA.
DOÑA INÉS.—¡Dios mío, cuánto he soñado!
¡Loca estoy! ¿Qué hora será?
Pero ¿qué es esto? ¡Ay de mí!
No recuerdo que jamás
haya visto este aposento.
¿Quién me trajo aquí?
BRÍGIDA.—Don Juan.
DOÑA INÉS.—Siempre don Juan…
¿Aquí tú también estás,
Brígida?
BRÍGIDA.—Sí, doña Inés.
DOÑA INÉS.—Pero dime en caridad,
¿dónde estamos? Este cuarto
¿es del convento?
BRÍGIDA.—No tal;
aquello era un cuchitril
en donde no había más
que miseria.
DOÑA INÉS.—Pero, en fin,
¿en dónde estamos?
BRÍGIDA.—Mirad,
mirad por este balcón,
y alcanzaréis lo que va
desde un convento de monjas
a una quinta de don Juan.
DOÑA INÉS.—¿Es de don Juan esta quinta?
BRÍGIDA.—Y creo que vuestra ya.
DOÑA INÉS.—Pero no comprendo, Brígida,
lo que dices.
BRÍGIDA.—Escuchad.
Estabais en el convento
leyendo con mucho afán
una carta de don Juan,
cuando estalló en un momento
un incendio formidable.
DOÑA INÉS.—¡Jesús!
BRÍGIDA.—Espantoso, inmenso;
el humo era ya tan denso,
que el aire se hizo palpable.
DOÑA INÉS.—Pues no recuerdo…