Doña Perfecta (16 page)

Read Doña Perfecta Online

Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Doña Perfecta
4.78Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Que se acomoden los dos como puedan —dijo doña Perfecta con expresión de hiel y vinagre—. Y si no caben que se vayan a la calle.

¿Era su intención molestar de este modo al infame sobrino, o realmente no había en el edificio otra pieza disponible? No lo sabemos, ni las crónicas de donde esta verídica historia ha salido dicen una palabra acerca de tan importante cuestión. Lo que sabemos de un modo incontrovertible es que lejos de mortificar a los dos huéspedes que les embaularan juntos, causóles sumo gusto por ser amigos antiguos. Grande y alegre sorpresa tuvieron uno y otro cuando se encontraron, y no cesaban de hacerse preguntas, y lanzar exclamaciones, ponderando la extraña casualidad que los unía en tal sitio y ocasión.

—Pinzón... ¡tú por aquí!... pero ¿qué es esto? No sospechaba que estuvieras tan cerca...

—Yo oí decir que andabas por estas tierras, Pepe Rey; pero tampoco creí encontrarte en la horrible, en la salvaje Orbajosa.

—¡Pero qué casualidad feliz!... porque esta casualidad es felicísima, providencial... Pinzón, entre tú y yo vamos a hacer algo grande en este poblacho.

—Y tendremos tiempo de meditarlo —repuso el otro sentándose en el lecho donde el ingeniero estaba acostado—, porque según parece viviremos los dos en esta pieza. ¿Qué demonios de casa es esta?

—Hombre, la de mi tía. Habla con más respeto. ¿No conoces a mi tía?... Pero voy a levantarme.

—Me alegro, porque con eso me acostaré yo, que bastante lo necesito... ¡Qué camino, amigo Pepe, qué camino y qué pueblo!

—Dime, ¿venís a pegar fuego a Orbajosa?

—¡Fuego!

—Dígolo porque yo tal vez os ayudaría.

—¡Qué pueblo!, pero ¡qué pueblo! —exclamó el militar tirando el chacó, poniendo a un lado espada y tahalí, cartera de viaje y capote—. Es la segunda vez que nos mandan aquí. Te juro que a la tercera pido la licencia absoluta.

—No hables mal de esta buena gente. ¡Pero qué a tiempo has venido! Parece que te manda Dios en mi ayuda, Pinzón... Tengo un proyecto terrible, una aventura, si quieres

llamarla así, un plan, amigo mío... y me hubiera sido muy difícil salir adelante sin ti. Hace un momento me volvía loco cavilando y dije lleno de ansiedad: «Si yo tuviera aquí un amigo, un buen amigo...».

—Proyecto, plan, aventura... Una de dos, señor matemático, o es dar la dirección a los globos o es algo de amores...

—Es formal, muy formal. Acuéstate, duerme un poco, y después hablaremos.

—Me acostaré, pero no dormiré. Puedes contarme todo lo que quieras. Sólo te pido que hables lo menos posible de Orbajosa.

—Precisamente de Orbajosa quiero hablarte. ¿Pero tú también tienes antipatía a esa cuna de tantos varones insignes?

—Estos ajeros... los llamamos los ajeros... pues digo que serán todo lo insignes que tú quieras; pero a mí me pican, como los frutos del país. Éste es un pueblo dominado por gentes, que enseñan la desconfianza, la superstición y el aborrecimiento a todo el género humano. Cuando estemos despacio te contaré un sucedido... un lance mitad gracioso mitad terrible que me pasó aquí el año pasado... Cuando te lo cuente tú te reirás y yo echaré chispas de cólera... Pero en fin, lo pasado pasado.

—Lo que a mí me pasa no tiene nada de gracioso.

—Pero los motivos de mi aborrecimiento a este poblachón son diversos. Has de saber que aquí asesinaron a mi padre el 48 unos desalmados partidarios. Era brigadier y estaba fuera de servicio. Llamóle el gobierno y pasaba por Villahorrenda para ir a Madrid cuando fue cogido por media docena de tunantes... Aquí hay varias dinastías de guerrilleros. Los Aceros, los Caballucos, los Pelomalos... un presidio suelto, como dijo quien sabía muy bien lo que decía.

—Supongo que la venida de dos regimientos con alguna caballería no será por gusto de visitar estos amenos vergeles.

—¿Qué ha de ser? Venimos a recorrer el país. Hay muchos depósitos de armas. El Gobierno no se atreve a destituir a la mayor parte de los ayuntamientos sin desparramar algunas compañías por estos pueblos. Como hay tanta agitación facciosa en esta tierra; como dos provincias cercanas están ya infestadas, y como además este distrito municipal de Orbajosa tiene una historia tan brillante en todas las guerras civiles, hay temores de que los bravos de por aquí se echen a los caminos a saquear lo que encuentren.

—¡Buena precaución!... pero creo que mientras esta gente no perezca y vuelva a nacer, mientras hasta las piedras no muden de forma, no habrá paz en Orbajosa.

—Ésa es también mi opinión —dijo el militar encendiendo un cigarrillo—. ¿No ves que los partidarios son la gente mimada en este país? A todos los que asolaron la comarca en 1848 y en otras épocas, o a falta de ellos a sus hijos, les encuentras colocados en los fielatos, en puertas, en el ayuntamiento, en la conducción del correo: los hay que son alguaciles, sacristanes, comisionados de apremios. Algunos se han hecho temibles caciques y son los que amasan las elecciones y tienen influjo en Madrid; reparten destinos... en fin, esto da grima.

—Dime, ¿y no se podrá esperar que los partidarios hagan alguna fechoría en estos días? Si así fuera, ustedes arrasarían el pueblo, y yo les ayudaría.

—Si en mí consistiera... Ellos harán de las suyas —dijo Pinzón— porque las facciones de las dos provincias cercanas crecen como una maldición de Dios. Y acá para entre los dos, amigo Rey, yo creo que esto va largo. Algunos se ríen y aseguran que no puede haber otra guerra civil como la pasada. No conocen el país, no conocen a Orbajosa y sus habitantes. Yo sostengo que esto que ahora empieza lleva larga cola, y que tendremos una nueva lucha cruel y sangrienta que durará lo que Dios quiera. ¿Qué opinas tú?

—Amigo Pinzón, en Madrid me reía yo de todos los que hablaban de la posibilidad de una guerra civil tan larga y terrible como la de siete años; pero ahora, después que estoy aquí...

—Es preciso engolfarse en estos países encantadores, ver de cerca esta gente y oírle dos palabras para saber de qué pie cojea.

—Pues sí... sin poderme explicar en qué fundo mis ideas, ello es que desde aquí veo las cosas de otra manera, y pienso en la posibilidad de largas y feroces guerras.

—Exactamente.

—Pero ahora más que la guerra pública me preocupa una privada en que estoy metido y que he declarado hace poco.

—¿Dijiste que esta es la casa de tu tía? ¿Cómo se llama?

—Doña Perfecta Rey de Polentinos.

—¡Ah! La conozco de nombre. Es una persona excelente, y la única de quien no he oído hablar mal a los ajeros. Cuando estuve aquí la otra vez, en todas partes oía ponderar su bondad, su caridad, sus virtudes.

—Sí; mi tía es muy bondadosa, muy amable —dijo Rey.

Después quedó pensativo breve rato.

—Pero ahora recuerdo... —exclamó de súbito Pinzón—. Ahora recuerdo... Cómo se van atando cabos... Sí, en Madrid me dijeron que te casabas con una prima. Todo está descubierto. ¿Es aquella linda y celestial Rosarito?...

—Amigo Pinzón, vamos a hablar detenidamente.

—Se me figura que hay contrariedades.

—Hay algo más. Hay luchas terribles. Se necesitan amigos poderosos, listos, de iniciativa, de gran experiencia en los lances difíciles, de gran astucia y valor.

—Hombre, eso es todavía más grave que un desafío.

—Mucho más grave. Se bate uno fácilmente con otro hombre. Con mujeres, con invisibles enemigos que trabajan en la sombra es imposible.

—Vamos, ya soy todo oídos.

El teniente coronel Pinzón descansaba cuan largo era sobre el lecho. Pepe Rey acercó una silla y apoyando en el mismo lecho el codo y en la mano la cabeza, empezó su conferencia, consulta, exposición de plan o lo que fuera, y habló larguísimo rato. Oíale Pinzón con curiosidad profunda y sin decir nada, salvo algunas preguntillas sueltas para pedir nuevos datos o la aclaración de alguna oscuridad. Cuando Rey concluyó, Pinzón estaba serio. Estiróse en la cama, desperezándose con la placentera convulsión de quien no ha dormido en tres noches, y después dijo así:

—Tu plan es peliagudísimo, arriesgado y difícil.

—Pero no imposible.

—¡Oh!, no, que nada hay imposible en este mundo. Piénsalo bien.

—Ya lo he pensado.

—¿Y estás resuelto a llevarlo adelante? Mira que esas cosas ya no se estilan. Suelen salir mal, y no dejan bien parado a quien las hace.

—Estoy resuelto.

—Pues por mi parte aunque el asunto es arriesgado y grave, muy grave, estoy dispuesto a ayudarte en todo y por todo.

—¿Cuento contigo?

—Hasta morir.

Capítulo XIX - Combate terrible. Estrategia

L
os primeros fuegos no podían tardar. A la hora de la comida, después de ponerse de acuerdo con Pinzón respecto al plan convenido, cuya primera condición era que ambos amigos fingirían no conocerse, Pepe Rey fue al comedor. Allí encontró a su tía que acababa de llegar de la catedral, donde pasaba, según su costumbre toda la mañana. Estaba sola y parecía hondamente preocupada. El ingeniero observó que sobre aquel semblante pálido y marmóreo, no exento de cierta hermosura, se proyectaba la misteriosa sombra de un celaje. Al mirar recobraba la claridad siniestra; pero miraba poco, y después de una rápida observación del rostro de su sobrino, el de la bondadosa dama se ponía otra vez en su estudiada penumbra .

Aguardaban en silencio la comida. No esperaron a don Cayetano, porque éste había ido a Mundo Grande. Cuando empezaron a comer, doña Perfecta dijo:

—Y ese caballero, ese militarote que nos ha regalado hoy el Gobierno, ¿no viene a comer?

—Parece tener más sueño que hambre — repuso el ingeniero sin mirar a su tía.

—¿Le conoces tú?

—No le he visto en mi vida.

—Pues estamos divertidos con los huéspedes que nos manda el Gobierno. Aquí tenemos nuestras camas y nuestra comida para cuando a esos perdidos de Madrid se les antoje disponer de ellas.

—Es que hay temores de que se levanten partidas —dijo Pepe Rey sintiendo que una centella corría por todos sus miembros— y el Gobierno está decidido a aplastar a los orbajosenses, a aplastarlos, a hacerlos polvo.

—Hombre, para, para por Dios, no nos pulverices —exclamó la señora con sarcasmo — . ¡Pobrecitos de nosotros! Ten piedad, hombre, y deja vivir a estas infelices criaturas. Y qué ¿serás tú de los que ayuden a la tropa en la grandiosa obra de nuestro aplastamiento?

—Yo no soy militar. No haré más que aplaudir cuando vea extirpados para siempre los gérmenes de guerra civil, de insubordinación, de discordia, de behetría, de bandolerismo y de barbarie que existen aquí para vergüenza de nuestra época y de nuestro país.

—Todo sea por Dios.

—Orbajosa, querida tía, casi no tiene más que ajos y bandidos, porque bandidos son los que en nombre de una idea política o religiosa, se lanzan a correr aventuras cada cuatro o cinco años.

—Gracias, gracias, querido sobrino —dijo doña Perfecta palideciendo—. ¿Conque Orbajosa no tiene más que eso? Algo más habrá aquí, algo más que tú no tienes y que has venido a buscar entre nosotros.

Rey sintió el bofetón. Su alma se quemaba. Érale muy difícil guardar a su tía las consideraciones que por sexo, estado y posición merecía. Hallábase en el disparadero de la violencia, y un ímpetu irresistible le empujaba, lanzándole contra su interlocutora.

—Yo he venido a Orbajosa —dijo— porque usted me mandó llamar; usted concertó con mi padre...

—Sí, sí es verdad —repuso la señora interrumpiéndole vivamente, y procurando recobrar su habitual dulzura — . No lo niego. Aquí el verdadero culpable he sido yo. Yo tengo la culpa de tu aburrimiento, de los desaires que nos haces, de todo lo desagradable que en mi casa ocurre con motivo de tu venida.

—Me alegro de que usted lo conozca.

—En cambio tú eres un santo. ¿Será preciso también que me ponga de rodillas ante tu graciosidad y te pida perdón?...

—Señora —dijo Pepe Rey gravemente dejando de comer— ruego a usted que no se burle de mí de una manera tan despiadada. Yo no puedo ponerme en ese terreno... No he dicho más sino que vine a Orbajosa llamado por usted.

—Y es cierto. Tu padre y yo concertamos que te casaras con Rosario. Viniste a conocerla. Yo te acepté desde luego como hijo... Tú aparentaste amar a Rosario...

—Perdóneme usted —objetó Pepe—. Yo amaba y amo a Rosario; usted aparentó aceptarme por hijo; usted, recibiéndome con engañosa cordialidad, empleó desde el primer momento todas las artes de la astucia para contrariarme y estorbar el cumplimiento de las promesas hechas a mi padre; usted se propuso desde el primer día desesperarme, aburrirme y con los labios llenos de sonrisas y de palabras cariñosas, me ha estado matando, achicharrándome a fuego lento; usted ha lanzado contra mí en la oscuridad y a mansalva un enjambre de pleitos; usted me ha destituido del cargo oficial que traje a Orbajosa; usted me ha desprestigiado en la ciudad; usted me ha expulsado de la catedral; usted me ha tenido en constante ausencia de la escogida de mi corazón; usted ha mortificado a su hija con un encierro inquisitorial, que le hará perder la vida, si Dios no pone su mano en ello.

Doña Perfecta se puso como la grana. Pero aquella viva llamarada de su orgullo ofendido y de su pensamiento descubierto pasó rápidamente dejándola pálida y verdosa. Sus labios temblaban. Arrojando el cubierto con que comía, se levantó de súbito. El sobrino se levantó también.

—¡Dios mío, Santa Virgen del Socorro! —exclamó la señora llevándose ambas manos a la cabeza y comprimiéndosela según el ademán propio de la desesperación—. ¿Es posible que yo merezca tan atroces insultos? Pepe, hijo mío, ¿eres tú el que habla?... Si he hecho lo que dices, en verdad que soy muy pecadora.

Dejóse caer en el sofá y se cubrió el rostro con las manos. Pepe, acercándose lentamente a ella, observó el angustioso sollozar de su tía y las lágrimas que abundantemente derramaba. A pesar de su convicción no pudo vencer el ligero enternecimiento que se apoderó de él, y sintiéndose cobarde, experimentó cierta pena por lo mucho y fuerte que había dicho.

—Querida tía — indicó poniéndole la mano en el hombro—. Si me contesta usted con lágrimas y suspiros, me conmoverá pero no me convencerá. Razones y no sentimientos me hacen falta. Hábleme usted, dígame serenamente que me equivoco al pensar lo que pienso, pruébemelo después, y reconoceré mi error.

—Déjame. Tú no eres hijo de mi hermano. Si lo fueras no me insultarías como me has insultado. ¿Conque yo soy una intrigante, una comedianta, una harpía hipócrita, una diplomática de enredos caseros?...

Other books

That Man 3 by Nelle L’Amour
The Final Leap by John Bateson
Curse Of The Dark Wind (Book 6) by Charles E Yallowitz
Cowgirl Come Home by Debra Salonen - Big Sky Mavericks 03 - Cowgirl Come Home
Citadel: First Colony by Kevin Tumlinson
The Orphan Master's Son by Adam Johnson
The Wanderer by Robyn Carr
Paris After the Liberation: 1944 - 1949 by Antony Beevor, Artemis Cooper
Echo by Crafter, Sol