Doña Perfecta (20 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Doña Perfecta
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—Aquí nuestro buen Ramos —repuso el canónigo—, me dice que sus amigos están descontentos con él por su tibieza; pero que en cuanto le vean determinado se pondrán todos la canana al cinto.

—Pero qué, ¿estás determinado a echarte a la calle? —dijo la señora—. No te he aconsejado yo tal cosa, y si lo haces es por tu voluntad. Tampoco el señor don Inocencio te habrá dicho una palabra en este sentido. Pero cuando tú lo decides así, razones muy poderosas tendrás... Dime, Cristóbal, ¿quieres cenar?, ¿quieres tomar algo...?, con franqueza...

—En cuanto a que yo aconseje al señor Ramos que se eche al campo —dijo don Inocencio mirando por encima de los cristales de sus anteojos—, razón tiene la señora. Yo, como sacerdote, no puedo aconsejar tal cosa. Sé que algunos lo hacen, y aun toman las armas; pero esto me parece impropio, muy impropio, y no seré yo quien les imite. Llevo mi escrupulosidad hasta el extremo de no decir una palabra al señor Ramos sobre la peliaguda cuestión de su levantamiento en armas. Yo sé que Orbajosa lo desea; sé que le bendecirán todos los habitantes de esta noble ciudad; sé que vamos a tener aquí hazañas dignas de pasar a la historia; pero, sin embargo, permítaseme un discreto silencio.

—Está muy bien dicho —añadió doña Perfecta—. No me gusta que los sacerdotes se mezclen en tales asuntos. Un clérigo ilustrado debe conducirse de este modo. Bien sabemos que en circunstancias solemnes y graves, por ejemplo, cuando peligran la patria y la fe, están los sacerdotes en su terreno incitando a los hombres a la lucha y aun figurando en ella. Pues que Dios mismo ha tomado parte en célebres batallas, bajo la forma aparente de ángeles o santos, bien pueden sus ministros hacerlo. Durante la guerra contra los infieles, ¿cuántos obispos acaudillaron las tropas castellanas?

—Muchos, y algunos fueron insignes guerreros. Pero estos tiempos no son aquellos, señora. Verdad es que si vamos a mirar atentamente las cosas, la fe peligra ahora más que antes... ¿Pues qué representan esos ejércitos que ocupan nuestra ciudad y pueblos inmediatos?, ¿qué representan? ¿Son otra cosa más que el infame instrumento de que se valen para sus pérfidas conquistas y el exterminio de las creencias, los ateos y protestantes de que está infestado Madrid?... Bien lo sabemos todos. En aquel centro de corrupción, de escándalo, de irreligiosidad y descreimiento, unos cuantos hombres malignos, comprados por el oro extranjero, se emplean en destruir en nuestra España la semilla de la fe... Pues ¿qué creen ustedes? Nos dejan a nosotros decir misa y a ustedes oírla por un resto de consideración, por vergüenza... pero el mejor día... Por mi parte, estoy tranquilo. Soy un hombre que no se apura por ningún interés temporal y mundano. Bien lo sabe la señora doña Perfecta, bien lo saben todos los que me conocen. Estoy tranquilo y no me asusta el triunfo de los malvados. Sé muy bien que nos aguardan días terribles; que cuantos vestimos el hábito sacerdotal tenemos la vida pendiente de un cabello, porque España, no lo duden ustedes, presenciará escenas como aquellas de la Revolución francesa en que perecieron miles de sacerdotes piadosísimos en un solo día... Mas no me apuro. Cuando toquen a degollar presentaré mi cuello: ya he vivido bastante. ¿Para qué sirvo yo? Para nada, para nada, para nada.

—Comido de perros me vea yo —exclamó Vejarruco mostrando el puño, no menos duro y fuerte que un martillo — , si no acabamos pronto con toda esa canalla ladrona.

—Dicen que la semana que viene comienza el derribo de la catedral —indicó Frasquito González.

—Supongo que la derribarán con picos y martillos —dijo el canónigo sonriendo—. Hay artífices que no tienen esas herramientas, y sin embargo adelantan más edificando. Bien saben ustedes que, según tradición piadosa, nuestra hermosa capilla del Sagrario fue derribada por los moros en un mes y reedificada en seguida por los ángeles en una sola noche... Dejadles, dejadles que destruyan.

—En Madrid, según nos contó la otra noche el cura de Naharilla —dijo Vejarruco—, ya quedan tan pocas iglesias, que algunos curas dicen misa en medio de la calle, y como les aporrean y les dicen injurias y también les escupen, muchos no la quieren decir.

—Felizmente aquí, hijos míos — manifestó Don Inocencio—, no hemos tenido aún escenas de esa naturaleza. ¿Por qué? Porque saben qué clase de gente sois; porque tienen noticia de vuestra piedad ardiente y de vuestro valor... No le arriendo la ganancia a los primeros que pongan la mano en nuestros sacerdotes, y en nuestro culto... Por supuesto, dicho se está que, si no se les ataja a tiempo, harán diabluras. ¡Pobre España, tan santa ytan humilde y tan buena! ¡Quién había de decir que llegaría a estos apurados extremos!... Pero yo sostengo que la impiedad no triunfará, no señor. Todavía hay gente valerosa, todavía hay gente de aquella de antaño, ¿no es verdad, señor Ramos?

—Todavía la hay, sí señor —repuso el centauro.

—Yo tengo una fe ciega en el triunfo de la ley de Dios. Alguno ha de salir en defensa de ella. Si no son unos, serán otros. La palma de la victoria y con ella la gloria eterna, alguien se la ha de llevar. Los malvados perecerán, si no hoy, mañana. Aquel que va contra la ley de Dios caerá, no hay remedio. Sea de esta manera, sea de la otra, ello es que ha de caer. No le salvan ni sus argucias, ni sus escondites, ni sus artimañas. La mano de Dios está alzada sobre él y le herirá sin falta. Tengámosle compasión y deseemos su arrepentimiento... En cuanto a vosotros, hijos míos, no esperéis que os diga una palabra sobre el paso que seguramente vais a dar. Sé que sois buenos, sé que vuestra determinación generosa y el noble fin que os guía lavan toda mancha pecaminosa que por causa del derramamiento de sangre pudierais recibir; sé que Dios os bendice, que vuestra victoria, lo mismo que vuestra muerte, os sublimarán a los ojos de los hombres y a los de Dios; sé que se os deben palmas y alabanzas y toda suerte de honores; pero a pesar de esto, hijos míos queridos, mi labio no os incitará a la pelea. No lo he hecho nunca, ni lo hago ahora. Obrad con arreglo al ímpetu de vuestro noble corazón. Si él os manda que os estéis en vuestras casas, estaos en ellas; si él os manda que salgáis, salid en buen hora. Me resigno a ser mártir y a inclinar mi cuello ante el verdugo, si esa miserable tropa continúa aquí. Pero si un impulso hidalgo y ardiente y pío de los hijos de Orbajosa, contribuye a la grande obra de la extirpación de las desventuras patrias, me tendré por el más dichoso de los hombres, sólo con ser paisano vuestro; y toda mi vida de estudios, de santidad, de penitencia, de resignación, no me parecerá tan meritoria para aspirar al cielo, como un día solo de vuestro heroísmo.

—¡No se puede decir más y mejor! —exclamó doña Perfecta arrebatada de entusiasmo.

Caballuco se había inclinado hacia adelante en su asiento, poniendo los codos sobre las rodillas. Cuando el canónigo acabó de hablar, tomóle la mano y se la besó con ardiente fervor.

—Hombre mejor no ha nacido de madre— dijo el tío Licurgo enjugando o haciendo que enjugaba una lágrima.

—¡Que viva el señor Penitenciario! —gritó Frasquito González poniéndose en pie y arrojando hacia el techo su gorra.

—Silencio —dijo la señora—. Siéntate Frasquito. Tú eres de los de mucho ruido y pocas nueces...

—¡Bendito sea Dios, que le dio a usted ese pico de oro! —exclamó Cristóbal inflamado de admiración—. ¡Qué dos personas tengo delante! Mientras vivan las dos, ¿para qué se quiere más mundo?... Toda la gente de España debiera ser así... pero ¡cómo ha de ser así si no hay más que pillería! En Madrid, que es la corte de donde vienen leyes y mandarines, todo es latrocinio y farsa. ¡Pobre religión, cómo la han puesto!... No se ven más que pecados... Señora doña Perfecta, señor don Inocencio, por el alma de mi padre, por el alma de mi abuelo, por la salvación de la mía, juro que deseo morir...

—¡Morir!

—Que me maten esos perros tunantes; y digo que me maten, porque yo no puedo descuartizarlos a ellos. Soy muy chico.

—Ramos, eres grande —dijo solemnemente la señora.

—¿Grande, grande?... Grandísimo por el corazón; pero ¿tengo yo plazas fuertes, tengo caballería, tengo artillería?

—Ésa es una cosa, Ramos —dijo doña Perfecta sonriendo—, de que yo me ocuparía muy poco. ¿No tiene el enemigo lo que a ti te hace falta?

—Sí.

—Pues quítaselo...

—Se lo quitaremos, sí señora. Cuando digo que se lo quitaremos...

—Querido Ramos —exclamó don Inocencio — . Envidiable posición es la de usted... ¡Destacarse, elevarse sobre la vil muchedumbre, ponerse al igual de los mayores héroes del mundo... poder decir que la mano de Dios guía su mano!... ¡Oh qué grandeza y honor! Amigo mío, no es lisonja. ¡Qué apostura, qué gentileza, qué gallardía!... No, hombres de tal temple no pueden morir. El Señor va con ellos, y la bala y hierro enemigos detiénense... no se atreven... ¿qué se han de atrever viniendo de cañón y de manos de herejes?... Querido Caballuco, al ver a usted, al ver su bizarría y caballerosidad, vienen a mi memoria, sin poderlo remediar, los versos de aquel romance de la conquista del imperio de Trapisonda:

Llegó el valiente Roldán de todas armas armado, en el fuerte Briador su poderoso caballo, y la fuerte Durlindana muy bien ceñida a su lado, la lanza como una entena, el fuerte escudo embrazado... Por la visera del yelmo fuego venía lanzando; retemblando con la lanza como un junco muy delgado, y a toda la hueste junta fieramente amenazando.

—Muy bien —exclamó el tío Licurgo batiendo palmas — . Y digo yo como don Reinaldos:

¡Nadie en don Reinaldos toque si quiere ser bien librado! Quien otra cosa quisiere él será tan bien pagado que todo el resto del mundo no se escape de mi mano sin quedar pedazos hecho o muy bien escarmentado.

—Ramos, tú querrás cenar; tú querrás tomar algo ¿no es verdad? —dijo la señora.

—Nada, nada —repuso el centauro — , deme, si acaso, un plato de pólvora.

Diciendo esto soltó estrepitosa carcajada, dio varios paseos por la habitación,

observado atentamente por todos, y deteniéndose luego junto al grupo, fijó los ojos en doña Perfecta y con atronadora voz profirió estas palabras:

—Digo que no hay más que decir. ¡Viva Orbajosa, muera Madrid!

Descargó la mano sobre la mesa, con tal fuerza que retembló el piso de la casa.

—¡Qué poderoso brío! —exclamó don Inocencio.

—Vaya que tienes unos puños...

Todos contemplaban la mesa que se había partido en dos pedazos.

Fijaban luego los ojos en el nunca bastante admirado Reinaldos o Caballuco. Indudablemente había en su semblante hermoso, en sus ojos verdes animados por extraño resplandor felino, en su negra cabellera, en su cuerpo hercúleo, cierta expresión y aire de grandeza, un resabio o más bien recuerdo de las grandes razas que dominaron al mundo. Pero su aspecto general era el de una degeneración lastimosa, y costaba trabajo encontrar la filiación noble y heroica en la brutalidad presente. Se parecía a los grandes hombres de don Cayetano, como se parece el mulo al caballo.

Capítulo XXIII - Misterio

D
espués de lo que hemos referido, duró mucho la conferencia; pero omitimos lo restante por no ser indispensable para la buena inteligencia de esta relación. Retiráronse al fin, quedando para lo último, como de costumbre, el señor don Inocencio. No habían tenido tiempo aún la señora y el canónigo de cambiar dos palabras, cuando entró en el comedor una criada de edad y mucha confianza que era el brazo derecho de doña Perfecta, y como esta la viera inquieta y turbada, llenóse también de turbación, sospechando que algo malo en la casa ocurría.

—No encuentro a la señorita por ninguna parte —dijo la criada respondiendo a las preguntas de la señora.

—¡Jesús!... ¡Rosario!... ¿dónde está mi hija?

—¡Válgame la Virgen del Socorro! —gritó el Penitenciario, tomando el sombrero y disponiéndose a correr tras la señora.

—Buscadla bien... Librada... Librada... Pero ¿no estaba contigo en su cuarto?

—Sí, señora —repuso temblando la criada vieja—, pero el demonio me tentó y me quedé dormida.

—Maldito sea tu sueño... Jesús mío... ¿qué es esto? Rosario, Rosario... Librada.

Subieron, bajaron, tornaron a bajar y a subir, llevando luz y registrando todas las piezas. Por último, oyóse en la escalera la voz del Penitenciario, que decía con júbilo:

—Aquí está, aquí está. Ya pareció.

Un instante después la madre y la hija se encontraban la una frente a la otra en la galería alta.

—¿Dónde estabas? —preguntó con severo acento doña Perfecta examinando el rostro de su hija.

—En la huerta —repuso la niña más muerta que viva.

—¿En la huerta a estas horas? ¡Rosario, Rosario!...

—Tenía calor, me asomé a la ventana, se me cayó el pañuelo y bajé a buscarlo.

—¿Por qué no dijiste a Librada que te lo alcanzase?... ¡Librada!... ¿Dónde está esa muchacha? ¿Se ha dormido también?

Librada apareció al fin. Su semblante pálido indicaba la consternación y el recelo del delincuente.

—¿Qué es esto? ¿Dónde estabas? —preguntó con terrible enojo la dama.

—Pues señora... bajé a buscar la ropa que está en el cuarto de la calle... y me quedé dormida.

—Todas duermen aquí esta noche. Me parece que alguno no dormirá en mi casa mañana. Rosario, puedes retirarte.

Comprendiendo que era indispensable proceder con prontitud y energía, la señora y el canónigo emprendieron sin tardanza sus investigaciones. Preguntas, amenazas, ruegos, promesas fueron empleadas con habilidad suma para inquirir la verdad de lo acontecido. No resultó ni sombra de culpabilidad en la criada anciana; pero Librada confesó de plano entre lloros y suspiros todas sus bellaquerías que sintetizamos del modo siguiente:

Poco después de alojarse en la casa, el señor Pinzón empezó a hacer cocos a la señorita Rosario. Dio dinero a Librada, según ésta dijo, para tenerla por mensajera de recados y amorosas esquelas. La señorita no se mostró enojada sino antes bien gozosa, y pasaron algunos días de esta manera. Por último, la sirvienta declara que aquella noche Rosario y el señor Pinzón habían concertado verse y hablarse en la ventana de la habitación de este último, que da a la huerta. Confiaron su pensamiento a la Librada, quien ofreció protegerlo mediante una cantidad que se le entregara en el acto. Según lo convenido, el Pinzón debía salir de la casa a la hora de costumbre y volver ocultamente a las nueve, y entrar en su cuarto, del cual y de la casa saldría también clandestinamente más tarde, para volver sin tapujos a la hora avanzada de costumbre. De este modo no podría sospecharse de él. La Librada aguardó al Pinzón, el cual entró muy envuelto en su capote sin hablar palabra. Metióse en su cuarto a punto que la señorita bajaba a la huerta. La Librada,mientras duró la entrevista, que no presenció, estuvo apostada en la galería, para avisar a Pinzón cualquier peligro que ocurriese; y al cabo de una hora salió como antes, muy bien cubierto con su capote y sin hablar una palabra.

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