Authors: Benito Pérez Galdós
—Calla, calla —dijo doña Perfecta con vehemencia—. No me nombres lo de anteanoche. ¡Qué horrible suceso! María Remedios... comprendo que la ira puede perder un alma para siempre. Yo me abraso... ¡Desdichada de mí, ver estas cosas y no ser hombre!... Pero si he de decir la verdad sobre lo de anteanoche aún tengo mis dudas. Librada jura y perjura que fue Pinzón el que entró. ¡Mi hija niega todo, mi hija nunca ha mentido...! Yo insisto en mi sospecha. Creo que Pinzón es un bribón encubridor; pero nada más.
—Volvemos a lo de siempre, a que el autor de todos los males es el dichoso matemático... ¡Ay! No me engañó el corazón cuando le vi por primera vez... Pues, señora mía, resígnese usted a presenciar algo más terrible todavía, si no se decide a llamar a Caballuco y decirle: «Caballuco, espero que...».
—Vuelta a lo mismo; pero tú eres simple...
—¡Oh! Si soy yo muy simplota, lo conozco; pero si no alcanzo más, ¿qué puedo hacer? Digo lo que se me ocurre, sin sabidurías.
—Lo que tú imaginas, esa vulgaridad tonta de la paliza y del susto se le ocurre a cualquiera. Tú no tienes dos dedos de frente, Remedios, y cuando quieres resolver un problema grave, sales con tales patochadas. Yo imagino un recurso más digno de personas nobles y bien nacidas. ¡Apalear!, ¡qué estupidez! Además, no quiero que mi sobrino reciba un rasguño por orden mía: eso de ninguna manera. Dios le enviará su castigo por cualquiera de los admirables caminos que Él sabe eleg ir. Sólo nos corresponde trabajar porque los designios de Dios no hallen obstáculo. María Remedios: es preciso en estos asuntos ir directamente a las causas de las cosas. Pero tú no entiendes de causas... tú no ves más que pequeñeces.
—Será así —dijo humildemente la sobrina del cura—. ¡Ay, para qué me hará Dios tan necia, que nada de esas sublimidades entiendo!
—Es preciso ir al fondo, al fondo, Remedios. ¿Tampoco entiendes ahora?
—Tampoco.
—Mi sobrino, no es mi sobrino, mujer: es la blasfemia, el sacrilegio, el ateísmo, la demagogia... ¿Sabes lo que es la demagogia?
—Algo de esa gente que quemó a París con petróleo y los que derriban las iglesias y fusilan las imágenes... Hasta ahí vamos bien.
—Pues mi sobrino es todo eso... ¡Ah!, ¡si él estuviera solo en Orbajosa!... Pero no, hija mía. Mi sobrino, por una serie de fatalidades, que son otras tantas pruebas de los males pasajeros que a veces permite Dios para nuestro castigo, equivale a un ejército, equivale a la autoridad del gobierno, equivale al alcalde, equivale al juez; mi sobrino no es mi sobrino, es la nación oficial, Remedios; es esa segunda nación, compuesta de los perdidos que gobiernan en Madrid, y que se ha hecho dueña de la fuerza material; de esa nación aparente, porque la real es la que calla, paga y sufre; de esa nación ficticia que firma al pie de los decretos y pronuncia discursos y hace una farsa de gobierno y una farsa de autoridad y una farsa de todo. Eso es hoy mi sobrino; es preciso que te acostumbres a ver lo interno de las cosas. Mi sobrino es el gobierno, el brigadier, el alcalde nuevo, el juez nuevo, porque todos le favorecen a causa de la unanimidad de sus ideas; porque son uña y carne, lobos de la misma manada... Entiéndelo bien: hay que defenderse de todos ellos, porque todos son uno, y uno es todos; hay que atacarles en común, y no con palizas al volver de una esquina, sino como atacaban nuestros abuelos a los moros, a los moros. Remedios... Hija mía, comprende bien esto; abre tu entendimiento y deja entrar en él una idea que no sea vulgar... remóntate; piensa en alto, Remedios.
La sobrina de don Inocencio estaba atónita ante tanta grandeza. Abrió la boca para decir, sin duda, algo en consonancia con tan maravilloso pensamiento; pero sólo exhaló un suspiro.
—Como a los moros —repitió doña Perfecta—. Es cuestión de moros y cristianos. ¡Y creías tú que con asustar a mi sobrino se concluía todo!... ¡Qué necia eres! ¿No ves que le apoyan sus amigos? ¿No ves que estamos a merced de esa canalla? ¿No ves que cualquier tenientejo es capaz de pegar fuego a mi casa si se le antoja?... ¿Pero tú no alcanzas esto? ¿No comprendes que es necesario ir al fondo? ¿No comprendes la inmensa grandeza, la terrible extensión de mi enemigo, que no es un hombre, sino una secta?... ¿No comprendes que mi sobrino, tal como está hoy enfrente de mí, no es un hombre, sino una plaga?... Contra ella, querida Remedios, tendremos aquí un batallón de Dios que aniquile la infernal milicia de Madrid. Te digo que esto va a ser grande y glorioso...
—Si al fin fuera...
—¿Pero tú lo dudas? Hoy hemos de ver aquí cosas terribles... —dijo con gran impaciencia la señora—. Hoy, hoy. ¿Qué hora es? Las siete. ¡Tan tarde y no ocurre nada!...
—Quizá sepa algo mi tío, que está aquí ya. Le siento subir la escalera.
—Gracias a Dios... —dijo doña Perfecta levantándose para salir al encuentro del Penitenciario—. Él nos dirá algo bueno.
Don Inocencio entró apresuradamente en la pieza. Su demudado rostro indicaba que aquella alma consagrada a la piedad y a los estudios latinos, no estaba tan tranquila como de ordinario.
—Malas noticias —dijo poniendo sobre una silla el sombrero y desatando los cordones del manteo.
Doña Perfecta palideció.
—Están prendiendo gente —añadió don Inocencio, bajando la voz, cual si debajo de cada silla estuviera un soldado.
—Sospechan, sin duda, que los de aquí no les aguantarían sus pesadas bromas — prosiguió el cura — , y han ido de casa en casa echando mano a todos los que tenían fama de valientes...
La señora se arrojó en un sillón y apretó fuertemente los dedos contra la madera de los brazos del mueble.
—Falta que se hayan dejado prender — indicó Remedios.
—Muchos de ellos... pero muchos —dijo Don Inocencio con ademanes encomiásticos, dirigiéndose a la señora—, han tenido tiempo de huir, y se han ido con armas y caballos a Villahorrenda.
—¿Y Ramos?
—En la catedral me dijeron que es el que buscan con más empeño... ¡Oh, Dios mío!, ¡prender así a unos infelices que nada han hecho todavía...! Vamos, no sé cómo los buenos españoles tienen paciencia. Señora mía, doña Perfecta, refiriendo esto de las prisiones, me he olvidado decir a usted que debe marcharse a su casa al momento.
—Sí, al momento... ¿Registrarán mi casa esos bandidos?
—Quizás. Señora, estamos en un día nefasto —dijo don Inocencio con solemne y conmovido acento—. ¡Dios se apiade de nosotros!
—En mi casa tengo media docena de hombres muy bien armados —repuso la señora vivamente alterada—. ¡Qué iniquidad! ¿Serán capaces de querer llevárselos también?...
De seguro el señor Pinzón no se habrá descuidado en denunciarlos. Señora, repito que estamos en un día nefasto. Pero Dios amparará la inocencia.
—Me voy, me voy. No deje usted de pasar por allá.
—Señora, en cuanto despache la clase... y me figuro que con la alarma que hay en el pueblo, todos los chicos harán novillos hoy; pero haya o no clase, iré después por allá... No quiero que salga usted sola, señora. Andan por las calles esos zánganos de soldados con unos humos... ¡Jacinto, Jacinto!
—No es preciso. Me marcharé sola.
—Que vaya Jacinto —dijo la madre de éste—. Ya debe de estar levantado.
Sintiéronse los precipitados pasos del doctorcillo que bajaba a toda prisa la escalera del piso alto. Venía con el rostro encendido, fatigado el aliento.
—¿Qué hay? —le preguntó su tío.
—En casa de las Troyas —dijo el jovenzuelo—, en casa de ésas... pues...
—Acaba de una vez.
—Está Caballuco.
—¿Allá arriba?... ¿en casa de las Troyas?
—Sí, señor... Me ha hablado desde el terrado, y me ha dicho que está temiendo le vayan a coger allí.
—¡Oh, qué bestia!... Ese majadero va a dejarse prender —exclamó doña Perfecta hiriendo el suelo con el inquieto pie.
—Quiere bajar aquí y que le escondamos en casa.
—¿Aquí?
Canónigo y sobrina se miraron.
—¡Que baje! —dijo doña Perfecta con vehemente frase.
—¿Aquí? —repitió don Inocencio poniendo cara de mal humor.
—Aquí —contestó la señora imperiosamente—. No conozco casa donde pueda estar más seguro.
—Puede saltar fácilmente por la ventana de mi cuarto —dijo Jacinto.
—Pues si es indispensable...
—María Remedios —dijo la señora —. Si nos cogen a este hombre, todo se ha perdido.
—Tonta y simple soy —repuso la sobrina del canónigo poniéndose la mano en el pecho
y ahogando el suspiro que sin duda iba a salir al público—, pero no cogerán a este hombre.
La señora salió rápidamente, y poco después el centauro se arrellenaba en la butaca donde el señor Don Inocencio solía sentarse a escribir sus sermones.
No sabemos cómo llegó a oídos del brigadier Batalla; pero es indudable que este diligente militar tenía noticia de que los orbajosenses habían variado de intenciones, y en la mañana de aquel día dispuso la prisión de los que en nuestro rico lenguaje insurreccional solemos llamar
caracterizados
. Salvóse por milagro el gran Caballuco, refugiándose en casa de las Troyas, pero no creyéndose allí seguro, bajó como se ha visto, a la santa y no sospechosa mansión del buen canónigo.
Por la noche, la tropa, establecida en diversos puntos del pueblo, ejercía la mayor vigilancia con los que entraban y salían; pero Ramos logró evadirse burlando o quizás sin burlar las precauciones militares. Esto acabó de encender los ánimos, y multitud de gente se conjuraba en los caseríos cercanos a Villahorrenda, juntándose de noche para dispersarse de día y preparar así el arduo negocio de su levantamiento. Ramos recorrió las cercanías allegando gente y armas, y como las columnas volantes andaban tras los Aceros en tierra de Villajuán de Nahara, nuestro héroe caballeresco adelantó mucho en poco tiempo.
Por las noches arriesgábase con audacia suma a entrar en Orbajosa, valiéndose de medios de astucia o tal vez de sobornos. Su popularidad y la protección que recibía dentro del pueblo servíanle hasta cierto punto de salvaguardia, y no será aventurado decir que la tropa no desplegaba ante aquel osado campeón el mismo rigor que ante los hombres insignificantes de la localidad. En España, y principalmente en tiempo de guerras que son siempre aquí desmoralizadoras, suelen verse esas condescendencias infames con los grandes, mientras se persigue sin piedad a los pequeñuelos. Valido, pues, de su audacia, del soborno, o no sabemos de qué, Caballuco entraba en Orbajosa, reclutaba más gente, reunía armas y acopiaba dinero. Para mayor seguridad de su persona, o para cubrir el expediente, no ponía los pies en su casa, apenas entraba en la de doña Perfecta para tratar de asuntos importantes, y solía cenar en casa de este o del otro amigo, prefiriendo siempre el respetado domicilio de algún sacerdote, y principalmente el de don Inocencio, donde recibiera asilo en la mañana funesta de las prisiones.
En tanto Batalla había telegrafiado al Gobierno diciéndole que, descubierta una conspiración facciosa, estaban presos sus autores, y los pocos que lograron escapar andaban dispersos y fugitivos,
activamente perseguidos por nuestras columnas.
N
ada más entretenido que buscar el origen de los sucesos interesantes que nos asombran o perturban, ni nada más grato que encontrarlo. Cuando vemos arrebatadas pasiones en lucha encubierta o manifiesta, y llevados del natural impulso inductivo que acompaña siempre a la observación humana, logramos descubrir la oculta fuente de donde aquel revuelto río ha traído sus aguas, experimentamos sensación muy parecida al gozo de los geógrafos y buscadores de tierras.
Este gozo nos lo ha concedido Dios ahora, porque explorando los escondrijos de los corazones que laten en esta historia, hemos descubierto un hecho que seguramente es el engendrador de los hechos más importantes que hemos narrado; una pasión que es la primera gota de agua de esta alborotada corriente, cuya marcha estamos observando.
Continuemos, pues, la narración. Para ello dejemos a la señora de Polentinos, sin cuidarnos de lo que pudo ocurrirle en la mañana de su diálogo con María Remedios. Penetra llena de zozobra en su vivienda, donde se ve obligada a soportar las excusas y cortesanías del señor Pinzón, quien asegura que mientras él existiera, la casa de la señora no sería registrada. Le responde doña Perfecta de un modo altanero, sin dignarse fijar en él los ojos, por cuya razón él pide urbanamente explicaciones de tal desvío, a lo cual ella contesta rogando al señor Pinzón abandone su casa, sin perjuicio de dar oportunamente cuenta de su alevosa conducta dentro de ella. Llega don Cayetano, y se cruzan palabras de caballero a caballero; pero como ahora nos interesa más otro asunto, dejamos a los Polentinos y al teniente coronel que se las compongan como puedan, y pasemos a examinar aquello de los manantiales arriba mencionados.
Fijemos ahora la atención en María Remedios, mujer estimable, a la cual es urgente consagrar algunas líneas. Era una señora, una verdadera señora, pues a pesar de su origen humildísimo, las virtudes de su tío carnal el señor don Inocencio, también de bajo origen, más sublimado por el Sacramento, así como por su saber y respetabilidad, habían derramado extraordinario esplendor sobre toda la familia.
El amor de Remedios a Jacinto era una de las más vehementes pasiones que en el corazón maternal pueden caber. Le amaba con delirio; ponía el bienestar de su hijo sobre todas las cosas humanas: creíale el más perfecto tipo de la belleza y del talento creados por Dios, y diera por verle feliz y grande y poderoso, todos los días de su vida y aun parte de la eterna gloria. El sentimiento materno es el único que por lo muy santo y noble, admite la exageración; el único que no se bastardea con el delirio. Sin embargo, suele ocurrir un fenómeno singular que no deja de ser común en la vida, y es que si esta exaltación del afecto maternal no coincide con la absoluta pureza del corazón y con la honradez perfecta, suele extraviarse y convertirse en frenesí lamentable, que puede contribuir, como otra cualquiera pasión desbordada, a grandes faltas y catástrofes.
En Orbajosa María Remedios pasaba por un modelo de virtud y de sobrinas: quizás lo era en efecto. Servía cariñosamente a cuantos la necesitaban jamás dio motivo a hablillas y murmuraciones de mal género; jamás se mezcló en intrigas. Era piadosa, no sin dejarse llevar a extremos de mojigatería chocante; practicaba la caridad; gobernaba la casa de su tío con habilidad suprema; era bien recibida, admirada y obsequiada en todas partes, a pesar del sofoco casi intolerable que producía su continuo afán de suspirar y expresarse siempre en tono quejumbroso.