Doña Perfecta (23 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Doña Perfecta
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Pero en casa de doña Perfecta, aquella excelente señora sufría una especie de
capitis diminutio.
En tiempos remotos y muy aciagos para la familia del buen Penitenciario, María Remedios (si es verdad, ¿por qué no se ha decir?) había sido lavandera en la casa de Polentinos. Y no se crea por esto que doña Perfecta la miraba con altanería: nada de eso. Tratábala sin orgullo; sentía hacia ella un cariño verdaderamente fraternal; comían juntas, rezaban juntas, referíanse sus cuitas, ayudábanse mutuamente en sus caridades y en sus devociones así como en los negocios de la casa... ¡pero fuerza es decirlo!, siempre había algo, siempre había una raya invisible pero infranqueable entre la señora improvisada y la señora antigua. Doña Perfecta tuteaba a María, y esta jamás pudo prescindir de ciertas fórmulas. Sentíase tan pequeña la sobrina de don Inocencio en presencia de la amiga de éste, que su humildad nativa tomaba un tinte extraño de tristeza. Veía que el buen canónigo era en la casa una especie de consejero áulico inamovible; veía a su idolatrado Jacintillo en familiaridad casi amorosa con la señorita, y sin embargo, la pobre madre y sobrina frecuentaba la casa lo menos posible. Es preciso indicar que María Remedios se deseñoraba bastante (pase la palabra) en casa de doña Perfecta, y esto le era desagradable, porque también en aquel espíritu suspirón había, como en todo lo que vive, un poco de orgullo... Ver a su hijo casado con Rosarito, verle rico y poderoso; verle emparentado con doña Perfecta, con la señora... ¡ay!, esto era para María Remedios la tierra y el cielo, esta vida y la otra, el presente y el más allá, la totalidad suprema de la existencia. Hacía años que su pensamiento y su corazón se llenaban de aquella dulce luz de esperanza. Por esto era buena y mala, por esto era religiosa y humilde o terrible y osada, por esto era todo cuanto hay que ser, porque sin tal idea, Remedios, que era la encarnación de su proyecto, no existiría.

En su físico, María Remedios no podía ser más insignificante. Distinguíase por una lozanía sorprendente que aminoraba en apariencia el valor numérico de sus años, y vestía siempre de luto, a pesar de que su viudez era ya cuenta muy larga.

Habían pasado cinco días desde la entrada de Caballuco en casa del señor Penitenciario. Principiaba la noche. Remedios entró con la lámpara encendida en el cuarto de su tío, y después de dejarla sobre la mesa, se sentó frente al anciano, que desde media tarde permanecía inmóvil y meditabundo en su sillón, cual si le hubieran clavado en él. Sus dedos sostenían la barba, arrugando la morena piel no rapada en tres días.

—¿Caballuco dijo que vendría a cenar aquí esta noche? —preguntó a su sobrina.

—Sí, señor, vendrá. En estas casas respetables es donde el pobrecito está más seguro.

—Pues yo no las tengo todas conmigo a pesar de la respetabilidad de mi casa —repuso el Penitenciario—. ¡Cómo se expone el valiente Ramos!... Y me han dicho que en Villahorrenda y su campiña hay mucha gente... qué sé yo cuánta gente... ¿Qué has oído tú?

—Que la tropa está haciendo unas barbaridades...

—¡Es milagro que esos caribes no hayan registrado mi casa! Te juro que si veo entrar uno de los de pantalón encarnado me caigo sin habla.

—¡Buenos, buenos estamos! —dijo Remedios echando en un suspiro la mitad de su alma—. No puedo apartar de mi mente la tribulación en que se encuentra la señora doña Perfecta... ¡Ay, tío!, debe usted ir allá.

—¿Allá esta noche?... Andan las tropas por las calles. Figúrate que a un soldado se le antoja... La señora está bien defendida. El otro día registraron la casa y se llevaron los seis hombres armados que allí tenía; pero después se los han devuelto. Nosotros no tenemos quien nos defienda en caso de un atropello.

—Yo he mandado a Jacinto a casa de la señora para que la acompañe un ratito. Si Caballuco viene le diremos que pase también por allá... Nadie me quita de la cabeza que alguna gran fechoría preparan esos pillos contra nuestra amiga. ¡Pobre señora, pobre Rosarito!... Cuando uno piensa que esto podía haberse evitado con lo que propuse a doña Perfecta hace dos días...

—Querida sobrina —dijo flemáticamente el Penitenciario—, hemos hecho todo cuanto en lo humano cabía para realizar nuestro santo propósito... Ya no se puede más. Hemos fracasado, Remedios. Convéncete de ello, y no seas terca: Rosarito no puede ser la mujer de nuestro idolatrado Jacintillo. Tu sueño dorado, tu ideal dichoso que un tiempo nos pareció realizable, y al cual consagré yo las fuerzas todas de mi entendimiento, como buen tío, se ha trocado ya en una quimera, se ha disipado como el humo. Entorpecimientos graves, la maldad de un hombre, la pasión indudable de la niña y otras cosas que callo, han vuelto las cosas del revés. Íbamos venciendo y de pronto somos vencidos. ¡Ay, sobrina mía! Convéncete de una cosa. Hoy por hoy, Jacinto merece mucho más que esa niña loca.

—Caprichos y terquedades —repuso María con displicencia bastante irrespetuosa—. Vaya con lo que sale usted ahora, tío. Pues las grandes cabezas se están luciendo... Doña Perfecta con sus sublimidades y usted con sus cavilaciones sirven para cualquier cosa. Es lástima que Dios me haya hecho a mí tan tonta, y dádome este entendimiento de ladrillo y argamasa, como dice la señora, porque si así no fuera yo resolvería la cuestión.

—¿Tú?

—Resuelta estaría ya, si ella y usted me hubieran dejado.

—¿Con los palos?

—No asustarse, ni abrir tanto los ojos, porque no se trata de matar a nadie... ¡vaya!

—Eso de los palos, Remedios —dijo el canónigo sonriendo — , es como el rascar... ya sabes.

—¡Bah!... diga usted también que soy cruel y sanguinaria... me falta valor para matar un gusanito; bien lo sabe usted... Ya se comprende que no había yo de querer la muerte de un hombre.

—En resumen, hija mía, por más vueltas que le des, el señor don Pepe Rey se lleva la niña. Ya no es posible evitarlo. Él está dispuesto a emplear todos los medios, incluso la deshonra. Si la Rosarito... cómo nos engañaba con aquella carita circunspecta y aquellos ojos celestiales, ¿eh?... si la Rosarito, digo, no le quisiera... vamos... todo podría arreglarse; pero ¡ay!, le ama como ama el pecador al demonio; está abrasada en criminal fuego; cayó, sobrina mía, cayó en la infernal trampa libidinosa. Seamos honrados y justos; volvamos la vista de la innoble pareja, y no pensemos más en el uno ni en la otra.

—Usted no entiende de mujeres, tío —dijo Remedios con lisonjera hipocresía—; usted es un santo varón; usted no comprende que lo de Rosarito no es más que un caprichillo de esos que pasan, de esos que se curan con un par de refregones en los morros o media docena de azotes.

—Sobrina —dijo don Inocencio grave y sentenciosamente—, cuando han pasado cosas mayores, los caprichillos no se llaman caprichillos, sino de otra manera.

—Tío, usted no sabe lo que dice— repuso la sobrina, cuyo rostro se inflamó súbitamente—. Pues qué, ¿será usted capaz de suponer en Rosarito?... ¡qué atrocidad! Yo la defiendo, sí, la defiendo... Es pura como un ángel... Vamos, tío, con esas cosas se me suben los colores a la cara y me pone usted soberbia.

Al decir esto, el semblante del buen clérigo se cubría de una sombra de tristeza, que en apariencia le envejecía diez años.

—Querida Remedios —añadió — . Hemos hecho todo lo humanamente posible y todo lo que en conciencia podía y debía hacerse. Nada más natural que nuestro deseo de ver a Jacintillo emparentado con esa gran familia, la primera de Orbajosa; nada más natural que nuestro deseo de verle dueño de las siete casas del pueblo, de la dehesa de Mundo-grande, de las tres huertas, del cortijo de Arriba, de la Encomienda, y demás predios urbanos y rústicos que posee esa niña. Tu hijo vale mucho, bien lo saben todos. Rosarito gustaba de él y él de Rosarito. Parecía cosa hecha. La misma señora, sin entusiasmarse mucho, a causa sin duda de nuestro origen, parecía bien dispuesta a ello, a causa de lo mucho que me estima y venera, como confesor y amigo... Pero de repente se presenta ese malhadado joven. La señora me dice que tiene un compromiso con su hermano y que no se atreve a rechazar la proposición que éste le ha hecho. Conflicto grave. ¿Pero qué hago yo en vista de esto? ¡Ay!, no lo sabes tú bien. Yo te soy franco, si hubiera visto en el señor de Rey un hombre de buenos principios capaz de hacer feliz a Rosario, no habría intervenido en el asunto; pero el tal joven me pareció una calamidad, y como director espiritual de la casa, debí tomar cartas en el asunto y las tomé. Ya sabes que le puse la proa, como vulgarmente se dice. Desenmascaré sus vicios; descubrí su ateísmo; puse a la vista de todo el mundo la podredumbre de aquel corazón materializado, y la señora se convenció de que entregaba a su hija al vicio... ¡Ay!, qué afanes pasé. La señora vacilaba; yo fortalecía su ánimo indeciso; aconsejábale los medios lícitos que debía emplear contra el sobrinejo para alejarle sin escándalo; sugeríale ideas ingeniosas, y como ella me mostraba a menudo su pura conciencia llena de alarmas, yo la tranquilizaba demarcando hasta qué punto eran lícitas las batallas que librábamos contra aquel fiero enemigo. Jamás aconsejé medios violentos ni sanguinarios, ni atrocidades de mal género, sino sutiles trazas que no contenían pecado. Estoy tranquilo, querida sobrina. Pero bien sabes tú que he luchado, que he trabajado como un negro. ¡Ay!, cuando volvía a casa por las noches y decía: «Mariquilla, vamos bien, vamos muy bien», tú te volvías loca de contento y me besabas las manos cien veces, y decías que era yo el hombre mejor del mundo. ¿Por qué te enfureces ahora desfigurando tu noble carácter y pacífica condición? ¿Por qué me riñes? ¿Por qué dices que estás soberbia y me llamas en buenas palabras Juan Lanas?

—Porque usted —repuso la mujer sin cejar en su agresiva irritación— se ha acobardado de repente.

—Es que todo se nos vuelve en contra, mujer. El maldito ingeniero, favorecido por la tropa, está resuelto a todo. La chiquilla le ama, la chiquilla... no quiero decir más. No puede ser, te digo que no puede ser.

—¡La tropa! Pero usted cree como doña Perfecta que va a haber una guerra, y que para echar de aquí a don Pepe, se necesita que media nación se levante contra la otra media... La señora se ha vuelto loca y usted allá se le va.

—Creo lo mismo que ella. Dada la íntima conexión de Rey con los militares, la cuestión personal se agranda... Pero ¡ay!, sobrina mía, si hace dos días tuve esperanza de que nuestros valientes echaran de aquí a puntapiés a la tropa, desde que he visto el giro que han tomado las cosas; desde que he visto que la mayor parte son sorprendidos antes de pelear, y que Caballuco se esconde y que esto se lo lleva la trampa, desconfío de todo. Los buenos principios no tienen aún bastante fuerza material para hacer pedazos a los ministros y emisarios del error... ¡Ay!, sobrina mía, resignación, resignación.

Apropiándose entonces don Inocencio el medio de expresión que caracterizaba a su sobrina, suspiró dos o tres veces ruidosamente. María, contra todo lo que podía esperarse, guardó profundo silencio. No había en ella, al menos aparentemente, ni cólera, ni tampocola sensiblería superficial de su ordinaria vida; no había sino una aflicción profunda y modesta. Poco después de que el buen tío concluyera su perorata, dos lágrimas rodaron por las sonrosadas mejillas de la sobrina: no tardaron en oírse algunos sollozos mal comprimidos, y poco a poco, así como van creciendo en ruido y forma la hinchazón y tumulto de un mar que empieza a alborotarse, así fue encrespándose aquel oleaje del dolor de María Remedios, hasta que rompió en deshecho llanto.

Capítulo XXVII - El tormento de un canónigo

—¡
R
esignación, resignación! —volvió a decir don Inocencio.

—¡Resignación, resignación! —repitió ella enjugando sus lágrimas—. Puesto que mi querido hijo ha de ser siempre un pelagatos, séalo en buen hora. Los pleitos escasean; bien pronto llegará el día en que lo mismo será la abogacía que nada. ¿De qué vale el talento? ¿De qué valen tanto estudio y romperse la cabeza? ¡Ay! Somos pobres. Llegará un día, señor don Inocencio, en que mi pobre hijo no tendrá una almohada sobre que reclinar la cabeza.

—¡Mujer!

—¡Hombre!... Y si no, dígame: ¿qué herencia piensa usted dejarle cuando cierre el ojo? Cuatro cuartos, seis librachos, miseria y nada más... Van a venir unos tiempos... ¡Qué tiempos, señor tío!... Mi pobre hijo, que se está poniendo muy delicado de salud, no podrá trabajar... ya se le marea la cabeza desde que lee un libro; ya le dan bascas y jaqueca siempre que trabaja de noche... tendrá que mendigar un destinejo; tendré yo que ponerme a la costura, y quién sabe, quién sabe... como no tengamos que pedir limosna.

—¡Mujer!

—Bien sé lo que digo... Buenos tiempos van a venir —añadió la excelente mujer forzando más el sonsonete llorón con que hablaba—. ¡Dios mío! ¿Qué va a ser de nosotros? ¡Ah! Sólo el corazón de una madre siente estas cosas... Sólo las madres son capaces de sufrir tantas penas por el bienestar de un hijo. Usted ¿cómo ha de comprender? No, una cosa es tener hijos y pasar amarguras por ellos, y otra cosa es cantar el
gori gori
en la catedral y enseñar latín en el Instituto... Vea usted de qué le vale a mi hijo el ser sobrino de usted y el haber sacado tantas notas de sobresaliente, y ser el primor y la gala de Orbajosa... Se morirá de hambre, porque ya sabemos lo que da la abogacía, o tendrá que pedir a los diputados un destino en la Habana, donde le matará la fiebre amarilla...

—¡Pero mujer!...

—No, si no me apuro, si ya callo, si no le molesto a usted más. Soy muy impertinente, muy llorona, muy suspirosa, y no se me puede aguantar, porque soy madre cariñosa y miro por el bien de mi amado hijo. Yo me moriré, sí señor, me moriré en silencio y ahogaré mi dolor; me beberé mis lágrimas para no mortificar al señor canónigo... Pero mi idolatrado hijo me comprenderá, y no se tapará los oídos como usted hace en este momento... ¡ay de mí! El pobre Jacinto sabe que me dejaría matar por él, y que le proporcionaría la felicidad a costa de mi vida. ¡Pobrecito niño de mis entrañas! ¡Tener tanto mérito, y vivir condenado a un pasar mediano, a una condición humilde!... porque no, señor tío, no se ensoberbezca usted... Por más que echemos humos, siempre será usted el hijo del tío Tinieblas, el sacristán de San Bernardo... y yo no seré nunca más que la hija de Ildefonso Tinieblas, su hermano de usted, el que vendía pucheros, y mi hijo será el nieto de los Tinieblas... que tenemos un tenebrario en nuestra cesta, y nunca saldremos de la oscuridad, ni poseeremos un pedazo de terruño donde decir: «esto es mío», ni trasquilaremos una oveja propia, ni ordeñaremos jamás una cabra propia, ni meteré mis manos hasta el codo en un saco de trigo trillado y aventado en nuestras eras... todo esto a causa de su poco ánimo de usted, de su bobería y corazón amerengado...

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