Authors: Benito Pérez Galdós
Pero no ha sido sola la ira, sino un fuerte sentimiento expansivo, lo que me ha traído a tal estado, el amor profundo y entrañable que profeso a mi prima, única circunstancia que me absuelve. Y si el amor no, la compasión me habría impulsado a desafiar el furor y las intrigas de su terrible hermana de usted, porque la pobre Rosario, colocada entre un afecto irresistible y su madre, es hoy uno de los seres más desgraciados que existen sobre la tierra. El amor que me tiene y que corresponde al mío, ¿no me da derecho a abrir, como pueda, las puertas de su casa y sacarla de allí, empleando la ley hasta donde la ley alcance, y usando la fuerza desde el punto en que la ley me desampare? Creo que la rigurosísima escrupulosidad moral de usted no dará una respuesta afirmativa a esta proposición, pero yo he dejado de ser aquel carácter metódico y puro formado en su conciencia con la exactitud de un tratado. Ya no soy aquel a quien una educación casi perfecta dio pasmosa regularidad en sus sentimientos; ahora soy un hombre como otro cualquiera; de un solo paso he entrado en el terreno común de lo injusto y de lo malo. Prepárese usted a oír cualquier barbaridad que será obra mía. Yo cuidaré de notificar a usted las que vaya cometiendo.
Pero ni la confesión de mis culpas me quitará la responsabilidad de los sucesos graves que han ocurrido y ocurrirán; ni esta, por mucho que argumente, recaerá toda entera sobre su hermana de usted. La responsabilidad de doña Perfecta es inmensa, seguramente. ¿Cuál será la extensión de la mía? ¡Ah!, querido padre. No crea usted nada de lo que oiga respecto a mí, y aténgase tan sólo a lo que yo le revele. Si le dicen que he cometido una villanía deliberada, responda que es mentira. Difícil, muy difícil me es juzgarme a mí mismo en el estado de turbación en que me hallo; pero me atrevo a asegurar que no he producido deliberadamente el escándalo. Bien sabe usted a dónde puede llegar la pasión favorecida en su horrible crecimiento invasor por las circunstancias.
Lo que más amarga mi vida es haber empleado la ficción, el engaño y bajos disimulos. ¡Yo que era la verdad misma! He perdido mi propia hechura... Pero ¿es esto la perversidad mayor en que puede incurrir el alma? ¿Empiezo ahora o acabo? Nada sé. Si Rosario con su mano celeste no me saca de este infierno de mi conciencia, deseo que venga usted a sacarme. Mi prima es un ángel, y padeciendo por mí, me ha enseñado muchas cosas que antes no sabía.
No extrañe usted la incoherencia de lo que escribo. Diversos sentimientos me inflaman. Me asaltan a ratos ideas, dignas verdaderamente de mi alma inmortal; pero a ratos caigo también en desfallecimiento lamentable, y pienso en los hombres débiles y menguados, cuya bajeza me ha pintado usted con vivos colores para que los aborrezca. Tal como hoy me hallo, estoy dispuesto al mal y al bien. Dios tenga piedad de mí. Ya sé lo que es la oración, una súplica grave y reflexiva, tan personal, que no se aviene con fórmulas aprendidas de memoria, una expansión del alma que se atreve a extenderse hasta buscar su origen, lo contrario del remordimiento que es una contracción de la misma alma, envolviéndose y ocultándose, con la ridícula pretensión de que nadie la vea. Usted me ha enseñado muy buenas cosas; pero ahora estoy en prácticas, como decimos los ingenieros; hago estudios sobre el terreno, y con esto mis conocimientos se ensanchan y fijan... Se me está figurando ahora que no soy tan malo como yo mismo creo. ¿Será así?
Concluyo esta carta a toda prisa. Tengo que enviarla con unos soldados que van hacia la estación de Villahorrenda, porque no hay que fiarse del correo de esta gente.
14 de abril
Le divertiría a usted, querido padre, si pudiera hacerle comprender cómo piensa la gente de este poblachón. Ya sabrá usted que casi todo este país se ha levantado en armas. Era cosa prevista, y los políticos se equivocan si creen que es cosa de un par de días. La hostilidad contra nosotros y contra el Gobierno la tienen los orbajosenses en su espíritu, formando parte de él como la fe religiosa. Concretándome a la cuestión particular con mi tía, diré a usted una cosa singular; la pobre señora, que tiene el feudalismo en la médula de los huesos, ha imaginado que yo voy a atacar su casa para robarle su hija, como los señores de la Edad Media atacaban un castillo enemigo para consumar cualquier desafuero. No se ría usted, que es verdad: tales son las ideas de esta gente. Excuso decir a usted que me tiene por un monstruo, por una especie de rey moro herejote, y los militares con quienes he hecho amistad aquí, no merecen mejor concepto. En casa de doña Perfecta es cosa corriente que la tropa y yo formamos una coalición diabólica y anti-religiosa para quitarle a Orbajosa sus tesoros, su fe y sus muchachas. Me consta que su hermana de usted cree a pie juntillas que yo le voy a tomar por asalto la casa, y no es dudoso que detrás de la puerta habrá alguna barricada.
Pero no puede ser de otra manera. Aquí tienen las ideas más anticuadas acerca de la sociedad, de la religión, del Estado, de la propiedad. La exaltación religiosa que les impulsa a emplear la fuerza contra el Gobierno, por defender una fe que nadie ha atacado y que ellos no tienen tampoco, despierta en su ánimo resabios feudales, y como resolverían todas sus cuestiones por la fuerza bruta y a sangre y fuego, degollando a todo el que no piense como ellos, creen que no hay en el mundo quien emplee otros medios.
Lejos de ser mi intento hacer quijotadas en la casa de esa señora, he procurado evitarle algunas molestias, de que no se libraron los demás vecinos. Por mi amistad con el brigadier no les han obligado a presentar, como se mandó, una lista de todos los hombres de su servidumbre que se han marchado con la facción; y si se le registró la casa, me consta que fue por fórmula; y si le desarmaron los seis hombres que allí tenía, después ha puesto otros tantos y nada se le ha hecho. Vea usted a lo que está reducida mi hostilidad a la señora.
Verdad es que yo tengo el apoyo de los jefes militares; pero lo utilizo tan sólo para no ser insultado o maltratado por esta gente implacable. Mis probabilidades de éxito consisten en que las autoridades recientemente puestas por el jefe militar son todas amigas. Tomo de ellas mi fuerza moral y les intimido. No sé si me veré en el caso de cometer alguna acción violenta; pero no se asuste usted, que el asalto y toma de la casa es una pura y loca preocupación feudal de su hermana de usted. La casualidad me ha puesto en situación ventajosa. La ira, la pasión que arde en mí me impulsarán a aprovecharla. No sé hasta dónde iré.
17 de abril
La carta de usted me ha dado un gran consuelo. Sí; puedo conseguir mi objeto, usando tan sólo los recursos de la ley, eficaces completamente para esto. He consultado a las autoridades de aquí y todas me confirman en lo que usted me indica. Estoy contento. Ya que he inculcado en el ánimo de mi prima la idea de la desobediencia, que sea al menos al amparo de las leyes sociales. Haré lo que usted me manda, es decir, renunciaré a la colaboración un poco fea de Pinzón; destruiré la solidaridad aterradora que establecí con los militares; dejaré de envanecerme con el poder de ellos; pondré fin a las aventuras, y en el momento oportuno procederé con
calma, prudencia y toda la benignidad posible. Mejor es así. Mi coalición, mitad seria, mitad burlesca, con el ejército ha tenido por objeto ponerme al amparo de las brutalidades de los orbajosenses y de los criados y deudos de mi tía. Por lo demás, siempre he rechazado la idea de lo que llamamos
la intervención armada.
El amigo que me favorecía ha tenido que salir de la casa, pero no estoy en completa incomunicación con mi prima. La pobrecita demuestra un valor heroico en medio de sus penas, y me obedecerá ciegamente.
Esté usted sin cuidado respecto a mi seguridad personal. Por mi parte nada temo, y estoy muy tranquilo.
20 de abril
Hoy no puedo escribir más que dos líneas. Tengo mucho que hacer. Todo concluirá dentro de unos días. No me escriba usted más a este lugarón. Pronto tendrá el gusto de abrazarle su hijo,
Pepe
D
ale a Estebanillo la llave de la huerta y encárgale que cuide del perro. El muchacho está vendido a mí en cuerpo y alma. No temas nada. Sentiré mucho que no puedas bajar, como la otra noche. Haz todo lo posible por conseguirlo. Yo estaré allí después de media noche. Te diré lo que he resuelto y lo que debes hacer. Tranquilízate, niña mía, porque he abandonado todo recurso imprudente y brutal. Ya te contaré. Esto es largo y debe ser hablado. Me parece que veo tu susto y congoja al considerarme tan cerca de ti. Pero hace ocho días que no te he visto. He jurado que esta ausencia de ti concluirá pronto, y concluirá. El corazón me dice que te veré. Maldito sea yo si no te veo.
U
na mujer y un hombre penetraron después de las diez en la posada de la viuda de Cuzco, y salieron de ella dadas las once y media.
—Ahora, señora doña María —dijo el hombre—, la llevaré a usted a su casa, porque tengo que hacer.
—Aguarde usted, señor Ramos, por amor de Dios —repuso ella — . ¿Por qué no nos llegamos al Casino a ver si sale? Ya ha oído usted... Esta tarde estuvo hablando con él Estebanillo, el chico de la huerta.
—¿Pero usted busca a don José? —preguntó el centauro de muy mal humor—. ¿Qué nos importa? El noviazgo con doña Rosarito paró donde debía parar, y ahora no hay más remedio sino que la señora tiene que casarlos. Ésa es mi opinión.
— Usted es un animal —dijo Remedios con enfado.
—Señora, yo me voy.
—Pues qué, hombre grosero, ¿me va usted a dejar sola en medio de la calle?
—Si usted no se va pronto a su casa, sí señora.
—Eso es... me deja usted sola, expuesta a ser insultada... Oiga usted, señor Ramos. Don José saldrá ahora del Casino, como de costumbre. Quiero saber si entra en su casa o sigue adelante. Es un capricho, nada más que un capricho.
—Yo lo que sé es que tengo que hacer, y van a dar las doce.
—Silencio —dijo Remedios—, ocultémonos detrás de la esquina... Un hombre viene por la calle de la Tripería alta. Es él.
—Don José... Le conozco en el modo de andar.
Se ocultaron y el hombre pasó.
—Sigámosle —dijo María Remedios con zozobra —. Sigámosle a corta distancia, Ramos.
—Señora...
—Nada más sino hasta ver si entra en su casa.
—Un minutillo nada más, doña Remedios. Después me marcharé.
Anduvieron como treinta pasos, a regular distancia del hombre que observaban. La sobrina del Penitenciario se detuvo al fin, y pronunció estas palabras.
—No entra en su casa.
—Irá a casa del brigadier.
—El brigadier vive hacia arriba, y don Pepe va hacia abajo, hacia la casa de la señora.
—¡De la señora! —exclamó Caballuco andando a prisa.
Pero se engañaban; el espiado pasó por delante de la casa de Polentinos, y siguió adelante.
—¿Ve usted cómo no?
—Señor Ramos, sigámosle —dijo Remedios oprimiendo convulsamente la mano del centauro—. Tengo una corazonada.
—Pronto hemos de saberlo, porque el pueblo se acaba.
—No vayamos tan a prisa... puede vernos... Lo que yo pensé, señor Ramos; va a entrar por la puerta condenada de la huerta.
—¡Señora, usted se ha vuelto loca!
—Adelante, y lo veremos.
La noche era oscura y no pudieron los observadores precisar dónde había entrado el señor de Rey; pero cierto ruido de bisagras mohosas que oyeron, y la circunstancia de no encontrar al joven en todo lo largo de la tapia, les convencieron de que se había metido dentro de la huerta. Caballuco miró a su interlocutora con estupor. Parecía lelo.
—¿En qué piensa usted...? ¿Todavía duda usted?
—¿Qué debo hacer? —preguntó el bravo lleno de confusión—. ¿Le daremos un susto?... No sé lo que pensará la señora. Dígolo porque esta noche estuve a verla, y me pareció que la madre y la hija se reconciliaban.
—No sea usted bruto... ¿Por qué no entra usted?
—Ahora me acuerdo de que los mozos armados ya no están ahí, porque yo les mandé salir esta noche.
—Y aún duda este marmolejo lo que ha de hacer. Ramos, no sea usted cobarde y entre en la huerta.
—¿Por dónde, si han cerrado la puertecilla?
—Salte usted por encima de la tapia... ¡Qué pelmazo! Si yo fuera hombre...
—Pues arriba... Aquí hay unos ladrillos gastados por donde suben los chicos a robarfruta.
—Arriba pronto. Yo voy a llamar a la puerta principal para que despierte la señora, si es que duerme.
El centauro subió, no sin dificultad. Montó a caballo breve instante sobre el muro, y después desapareció entre la negra espesura de los árboles. María Remedios corrió desalada hacia la calle del Condestable, y cogiendo el aldabón de la puerta principal, llamó... llamó con toda el alma y la vida tres veces.
V
ed con cuánta tranquilidad se consagra a la escritura la señora doña Perfecta. Penetrad en su cuarto, a pesar de lo avanzado de la hora, y la sorprenderéis en grave tarea, compartido su espíritu entre la meditación y unas largas y concienzudas cartas que traza a ratos con segura pluma y correctos perfiles. Dale de lleno en el rostro y busto y manos la luz del quinqué, cuya pantalla deja en dulce penumbra el resto de la persona y la pieza casi toda. Parece una figura luminosa evocada por la imaginación en medio de las vagas sombras del miedo.
Es extraño que hasta ahora no hayamos hecho una afirmación muy importante, y es que Doña Perfecta era hermosa, mejor dicho, era todavía hermosa, conservando en su semblante rasgos de acabada belleza. La vida del campo, la falta absoluta de presunción, el no vestirse, el no acicalarse, el odio a las modas, el desprecio de las vanidades cortesanas eran causa de que su nativa hermosura no brillase o brillase muy poco. También la desmejoraba mucho la intensa amarillez de su rostro, indicando una fuerte constitución biliosa.
Negros y rasgados los ojos, fina y delicada la nariz, ancha y despejada la frente, todo observador la consideraba como acabado tipo de la humana figura: pero había en aquellas facciones cierta expresión de dureza y soberbia que era causa de antipatía. Así como otras personas, aun siendo feas, llaman, doña Perfecta despedía. Su mirar, aun acompañado de bondadosas palabras, ponía entre ella y las personas extrañas la infranqueable distancia de un respeto receloso; mas para las de casa, es decir, para sus deudos, parciales y allegados, tenía una singular atracción. Era maestra en dominar, y nadie la igualó en el arte de hablar el lenguaje que mejor cuadraba a cada oreja.