Donde se alzan los tronos (11 page)

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Authors: Ángeles Caso

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Donde se alzan los tronos
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La entrada de Felipe V en Madrid al día siguiente fue sublime. Llegó como el auténtico Rey de un viejo romance, a caballo bajo la nieve —estaba siendo un invierno muy frío—, revestido de una brillante armadura de parada que revelaba su ardor guerrero. Los copos caían suavemente sobre el acero y se derramaban luego por él, semejantes a blancos pétalos lanzados desde los cielos al héroe. Al llegar el lustroso séquito a la calle Mayor, el sol tuvo a bien abrirse paso durante unos minutos entre las nubes y dejó caer sus rayos sobre el jinete, haciéndole resplandecer como si se tratara del propio dios Marte. Las aclamaciones de la multitud que saludaba a su soberano se convirtieron entonces en un clamor fervoroso, y algunos hasta se hincaron de rodillas, creyendo ser testigos de un milagro. Un poco más allá, una mendiga ciega que cruzaba el barrizal cayó al suelo justo en el momento en que Su Majestad iba a pasar. Él hizo cabriolar alegremente a su caballo, sorteó a la vieja sin tocarle ni un pelo, y luego ordenó a uno de sus pajes que le entregara algunas monedas. Ese gesto provocó otro arrebato de la multitud, que daba gracias a Dios por haberles concedido un Rey tan apuesto, tan valiente y tan piadoso.

En la plaza del Alcázar le esperaban sus cortesanos. A decir verdad, aquello más que una recepción a un monarca que regresaba victorioso de la guerra, parecía un carnaval. Igual que el Mayordomo Mayor y sus hijas, la mayoría de los nobles castellanos que tenían algún cargo en la corte se había vestido a la francesa. Todos tenían claro que al que no homenajeara así a Felipe se le pondrían las cosas muy feas. Y ya lo estaban bastante, porque era evidente que el Monarca prefería a sus compatriotas para la mayor parte de los puestos. A decir verdad, los Grandes no contaban apenas nada en el nuevo gobierno. De hecho, el Consejo de Estado y el de Flandes ya habían sido liquidados por orden de Luis XIV, y el único órgano que perduraba del sistema de los Austrias era el Despacho, donde ahora prevalecían los extranjeros. Por lo demás, en los últimos dos años había llegado a Madrid desde Versalles una multitud de burócratas, administradores y militares que, a pesar de sus muchas puntillas y sus profundas reverencias, se habían hecho firmemente, sin ningún miramiento hacia los castellanos, con el control de la política, las arcas y el ejército.

Las prebendas y los privilegios de los titulados castellanos eran ahora puras limosnas, meros gestos hechos a algunos elegidos con el fin de aparentar que Felipe seguía contando con ellos. Pero la mayoría había sido expulsada fuera del paraíso de las regalías, arrojada lejos del poder y de las riquezas que caían del cielo a los poderosos. Y, sobre todo, habían sido apartados del impagable honor, sin el cual no concebían la vida. El honor grandioso e intocable, el prestigio de sus soberbias estirpes: ellos eran sangre de la sangre de quienes habían luchado valientemente durante siglos contra los moros, de quienes habían defendido siempre el nombre de Cristo y el de su vicario en la tierra, el Papa, de quienes habían demostrado su fidelidad a lo largo de muchas generaciones al trono. Ahora se veían menospreciados y humillados por aquellos franceses que se burlaban de ellos, los miraban por encima del hombro y querían sepultar la cristianísima honra castellana bajo la tierra fangosa de su cinismo y su libertinaje. Pero ellos estaban dispuestos a defender por encima de todo la decencia, aunque fuera preciso desdecirse de su apoyo a los Borbones y volverse hacia los Habsburgo.

El Almirante de Castilla sólo había sido el primero en abandonar el bando. Otros muchos Grandes comenzaban ya a pensar en prestar ayuda al Archiduque Carlos, y esperaban su advenimiento como si un nuevo Salvador fuera a llegar al mundo para dirigir los destinos de España y mantenerles a ellos su merecida fortuna. El Duque de Alba y el de Arcos le habían hecho llegar un memorial a Luis XIV recordándole que su sangre y los muchos privilegios de los que sus familias habían gozado desde hacía siglos les hacía ser más valiosos que los nobles franceses, acaparadores de prebendas en la nueva corte. Y Medinaceli, Montalto, Infantado, Condestable y algunos otros mantenían a menudo reuniones secretas en las que trazaban planes para pasarse al enemigo. Muchos empezaban a abandonar Madrid y a enclaustrarse en sus tierras, negándose a merodear como mendigos pedigüeños por el Alcázar impío. Consideraban que ya no le debían lealtad a un Rey que permitía todos aquellos excesos, la permanente deshonra de los suyos, y ahora mantenían correspondencia entre ellos y organizaban penosas estrategias y acciones de guerra imposibles para echar a Felipe del trono y colocar al Archiduque. Las cosas empezaban a ponerse feas para el Rey no sólo fuera de España, sino también en sus propios estados.

Tan sólo el puñado de nobles castellanos que habían logrado mantenerse al servicio del Monarca en algunos puestos elegidos de la corte seguían siéndole abiertamente fieles: a fin de cuentas, no tenían nada que reprochar a la nueva dinastía, y si sus costumbres eran en verdad un tanto disolutas, no tardarían en aprender de los españoles y volver al camino de la virtud. Eran ellos los que ahora estaban allí, bajo la nieve, luciendo aquellos trajes nuevos con los que parecían monigotes disfrazados y observándose los unos a los otros con envidia. Cuando se corrió la voz de que el Marqués de Villafranca del Bierzo había encargado ropas para toda su familia a París con la idea de darle una sorpresa al Rey a su vuelta, nadie quiso quedarse atrás. Al final, hubo una auténtica disputa silenciosa para ver quién adquiría la ropa más cara. Algunos se gastaron auténticas fortunas. El Conde de Castrollano, por ejemplo, consumió buena parte de la futura dote de su hija, y se vio obligado a hacerla profesar en el convento de las trinitarias, a pesar del espanto de la muchacha. Y no fue el único que tuvo que pagar un alto precio por la recepción: la Marquesa de Campohermoso, que había vivido una temporada en París y era muy atrevida, se empeñó en salir a la calle sin abrigo ni capa, para poder lucir su escote. Pasó tanto frío y cogió tal mojadura que terminó sufriendo una pulmonía que estuvo a punto de llevársela a la tumba. Aunque una vez que estuvo recuperada —y tapada de nuevo hasta la barbilla—, pudo repetir orgullosa a todo el mundo que el Rey se había fijado con admiración en sus pechos, y que eso bien valía una enfermedad.

Cuando Felipe llegó a la plaza del Alcázar, el aspecto de la corte travestida era realmente lamentable. Los trajes estaban empapados, los lunares se despegaban y las pelucas, deshechos los rizos por el agua, colgaban lacias hasta las cinturas, goteando los tintes. Pero a él le conmovió el recibimiento, emocionado ya como estaba por los aplausos de sus súbditos. A decir verdad, fue justo en ese momento, a la vista de aquellos seres que le rendían así homenaje, cuando al fin comprendió lo que era: un Rey, un auténtico soberano, el igual de su abuelo el Sol. En ese mismo instante se dio cuenta de que las vidas de millones de personas dependían de él. Aceptó por fin que sus palabras y sus actos eran omnipotentes, que cada una de las decisiones que tomara en adelante generaría una cascada imparable de acontecimientos que recorrerían los mares y las tierras en toda su extensión y tendrían consecuencias en los rincones más remotos del planeta, haciendo que se levantase una iglesia, que se decapitara a un hombre, que otro se enriqueciese, que un país fuera invadido y ardiese bajo las bombas de sus tropas, que mil naves bogasen por los océanos cargadas de riquezas para sus arcas, que gentes y gentes y más gentes de lugares que nunca llegaría a conocer alzasen sus plegarias al Cielo por él, que era su señor y su padre. Comprendió que todos le debían sumisión y respeto, la mendiga ciega caída en el barro, los artesanos y los tenderos y las prostitutas y las taberneras que le habían aclamado en las calles, y también todos aquellos Grandes de sangre arrogante que ahora se inclinaban ante él, ateridos y humildes, pendientes del menor de sus gestos y de sus deseos. Y, en un arrebato místico, pudo ver claramente cómo —entre los rayos del sol que de nuevo brillaba sobre el Alcázar, dándole la bienvenida a su casa— descendía hasta él la Paloma del Orgullo, y le imbuía de su espíritu.

Ardiente de regio vigor, Su Majestad Felipe V de España cabalgó lenta y suntuosamente por el gran patio de su palacio hasta la entrada, mirando a sus Duques y Marqueses y Condes e inclinando ligeramente la cabeza para demostrarles que les agradecía su gesto y que, en el futuro, cuando repartiese prebendas, pensaría amorosamente en ellos. Cabalgó con tanta gallardía, resplandeciendo tanto su armadura de parada que algunos le compararon esa noche con un antiguo Emperador encabezando su cortejo triunfal.

Lo único que deslució la escena fue que María Ramos —la vieja loca de la corte que había llegado años atrás desde la Casa de los Enfermos del Juicio de Zaragoza—, llevada por la emoción, se puso a cantar de pronto una jota grosera y escatológica. Un criado tuvo que sujetarla y llevársela arrastrando por la nieve, entre chillidos desgarradores.

Capítulo V

—¡Me cago en el manteo del jesuita!

La criada del Padre Daubenton se quedó parada ante la grosería de su propia exclamación. Unos metros más allá, había un arcón. Se acercó a él y dejó encima la jofaina un instante mientras hacía la señal de la cruz: «¡Perdón, perdón, Señor, que no sé lo que me digo!» Enseguida volvió a cogerla y siguió su largo camino hacia la habitación del Confesor de Su Majestad Felipe V, pensando que el Señor la perdonaría sin duda de buen grado. Al fin y al cabo, eran las cinco de la tarde y no había parado ni un momento desde las seis de la mañana. El sacerdote aquel la tenía agotada. Era un quisquilloso, que más parecía una marquesa que un reverendo, mirando siempre si había quedado alguna mota de polvo debajo del tintero, o un poco de barro en los zapatos o alguna mancha de lo que fuera en sus finísimas camisas de batista que ella misma tenía que ir a lavar al río, porque el francés no quería gastarse unos céntimos más en una lavandera.

Y así se pasaba ella los días, lavando, fregando, barriendo, planchando, cocinando, sirviendo, recogiendo, yendo a buscar comida a la despensa y agua a la fuente y buen vino a las bodegas y huesos de aceituna para el brasero al depósito… No podía más. Ya tenía muchos años —más de sesenta, creía, aunque no sabía exactamente cuántos—, y estaba harta de recorrer durante horas y horas los pasillos y subir y bajar las escaleras del Alcázar, cargada siempre de objetos pesadísimos y con las rodillas doliéndole tanto que casi no podía ni doblarlas. Y, para colmo, ahora, mientras le llevaba la jofaina llena de agua caliente para que se lavase, había tropezado y se le había caído la mitad. ¿Cómo no iba a caga… a eso…? Seguro que el maldi…, que el jesuita se ponía a pegarle voces cuando la viera llegar con poca agua.

—Ay, Señor —Gaudencia empezó a hablar sola—, perdóname, Dios del mundo, pero es que estoy agotada… ¡Y lo que me queda! ¿Porque adónde voy yo?, dímelo tú, anda, ¿adónde voy ahora que estoy vieja? Dentro de poco ya no serviré para nada, ¿y qué voy a hacer…? Desde que era una niña, no sé, siete u ocho años tendría, Tú lo sabrás mejor que yo, desde entonces de criada de los jesuitas, que me llevó mi padre y ellos dijeron que sí porque ya entonces se veía que iba a ser gorda y fea, pues eso, desde cría en el convento, y ahora con el francés este de los demo… el francés este, y venga a trabajar, y venga a trabajar, y lo poquísimo que me pagan, y muchos años que ni me pagaron, que llegaba la Navidad y en vez del sueldo me daban un rosario o una medalla, que no tenían dinero, decían, y yo deslomándome, y la que no tengo dinero ahora soy yo, y dime Tú, Dios del mundo, adónde va una vieja que no tiene ni hijos ni hermanos ni dinero ni nada, que cuando me echen porque me quede tonta o ni me pueda mover adónde voy yo, a la calle, a mendigar, o al hospital de pobres, a morirme, ay, Dios del mundo, que perdóname Tú cuando digo esas palabras tan feas, pero qué voy a decir, qué voy a decir, si no puedo más, y venga a correr por los… Buenas tardes, señor.

Gaudencia se cruzó con un caballero e interrumpió el monólogo. Ya estaba además casi a la puerta de la habitación del Padre Daubenton, que abrió como pudo, tirando aún un poco más de agua. El religioso la esperaba impaciente, y a punto estuvo de echarle una buena regañina. Pero se contuvo: tenía demasiada prisa, demasiada prisa, y además, por mucho que le dijera, aquella mujer no entendía nada, porque no conocía ni una sola palabra de francés. Al jesuita exquisito de exquisita familia siempre le había impresionado la ignorancia de las clases populares, que andaban por el mundo sin molestarse ni siquiera en aprender a leer y a escribir. Y aquella criada que le habían asignado para que lo atendiera en Madrid era uno de los seres más espantosamente ignorantes que había visto en su vida. Ya llevaba aguantándola nueve meses, y no podía más. Tenía que decirle lo antes posible al Provincial que le buscasen un buen criado francés. Y a ésta… ¿cómo se llamaba…?, nunca conseguía acordarse del enrevesado nombre, lo que fuera, a ésta que la echasen, que no servía para nada.

El Reverendo Padre se lavó minuciosamente, perfumando primero el agua con aceite de cardamomo. Luego se frotó con una toalla humedecida las manos y los brazos hasta el codo, el cuello y la zona de alrededor de la boca, y un poco también la parte exterior de las orejas. Era suficiente. Al Reverendo Padre le habían enseñado desde pequeño, como a cualquier hijo de buena familia, que el agua es peligrosa, que contiene miasmas y abre los poros de la piel, y que por esos poros se escapa el vigor y penetran las pestilencias. Y por muy importante que fuera su cita de aquel día, no deseaba poner en riesgo su salud, bastante atribulada ya por los inauditos calores de Madrid, que le tenían todo el día congestionado y adormecido.

El Confesor del Rey Felipe se cambió la camisa empapada y se puso su mejor sotana de verano. Después se sentó en un sillón, juntó las pálidas manos de doncella sobre su pecho, como si estuviera orando, y comenzó a repasar a media voz el discurso que se había aprendido de memoria para soltárselo al Cardenal D’Estrées, Embajador y hombre de máxima confianza de Su Majestad Luis XIV. Sus explicaciones de aquella tarde iban a ser fundamentales en su vida: había cometido un error haciéndose amigo de la Camarera Mayor cuando pensaba que su poder era intocable, y ahora que toda la corte sabía que D’Estrées se había enfadado con ella —y que toda la corte sabía igualmente que D’Estrées sería el vencedor de aquella batalla—, tenía que deshacer urgentemente su equivocación:

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