—Oh, no, señor, no os han informado bien. Su Majestad está cansada, eso es todo. Llevamos tres meses de viaje, y los caminos no siempre han sido fáciles. Y además, señor, el día de hoy ha estado lleno de emociones… Haber recibido el inmenso honor de convertirse en vuestra esposa ha puesto a Su Majestad al borde del llanto. De contento, por supuesto. ¿A qué mujer no le hubiera sucedido lo mismo…? Pero ahora os está esperando, ansiosa por reunirse con vos.
Felipe enrojeció como un capullo de rosa al que hubiera iluminado repentinamente la luz del sol:
—¿Ah, sí…?
—Claro que sí, señor. Pero, si tenéis a bien recibir el consejo de una pobre mujer dos veces viuda, me permitiré deciros que debéis tratarla con mucho cariño y con suma delicadeza…
El Rey apenas la escuchó. Ya se había secado los ojos y se levantaba rápidamente de la cama, como si un sumo deber le llamase irremediablemente:
—Vamos, vamos…
La Camarera consiguió convencerle para que esperase un poco. Corrió por los pasillos hasta la habitación de la Reina —a la que encontró más tranquila—, la avisó de que su esposo iba a llegar, llamó a las azafatas para que la desvistieran, le dio los últimos consejos, corrió de nuevo por los pasillos hasta la habitación del Rey, le dio también los últimos consejos y luego, precedida por la guardia y por el Mayordomo Mayor, y seguida por un séquito de Grandes, le acompañó hasta el dormitorio de María Luisa, deslizándose ahora por los corredores como un cisne silencioso y pensando tan sólo en un único placer incomparable para ella en ese momento: el de meterse al fin en la cama. Sola.
Eran las dos de la mañana del 4 de noviembre de 1701, cuando Mariana de la Trémoille, Condesa viuda de Chalais, Princesa viuda de los Ursinos, famosa en las cortes de Europa por su inteligencia, su talento para la política y su exquisito buen hacer, famosa también por sus estrechas relaciones —de todo tipo— con el alto clero y por su magnífico y leal papel como agente de Su Majestad Luis XIV en Roma, consiguió al fin acostarse. No durmió muchas horas, pero descansó como una niña, sin remordimientos ni obsesiones. A las ocho, la Camarera Mayor de la nueva Reina de España —nombrada por el propio soberano de Francia para mantener bajo control a María Luisa— estaba ya en pie, arreglándose y preparándose para cualquier nuevo desastre que pudiera suceder.
Ante el espejo de su habitación, ya vestida y peinada a la moda francesa —tampoco ella estaba dispuesta, igual que la Reina, a rendirse a los feos trajes de las españolas—, se miró en el espejo y se permitió un minuto de frivolidad: estaba a punto de cumplir los sesenta años, pero nadie le echaría más de cincuenta. La cara apenas tenía arrugas, el cuerpo seguía siendo flexible y la energía y la voluntad —ah, sí, sobre todo la energía y la voluntad— eran las de una mujer mucho más joven. Una mujer que aún conservaba intacta dentro de su cabeza el ansia de participar en la vida pública y la ambición de acumular poder. Ella consideraba ese deseo un tesoro. Era estimulante. De hecho, pensaba que ése era el secreto que la mantenía joven mientras las demás mujeres de su edad se derrumbaban a su alrededor, aquel afán que había nacido y crecido inevitablemente en su mente como una poderosa planta reptante, llena de vida, desde que comenzó a pasar mucho tiempo con su primer marido en los salones de París en los que se reunían las personas más inteligentes y activas del reino.
Pero esos deseos eran propios de los hombres y estaban prohibidos a las mujeres, que no debían aspirar a intervenir en el gobierno, salvo para hacerle más agradable la vida —siempre con sabias astucias— a algún familiar, algún amigo o algún peticionario que pagase un buen precio por su intervención. Mariana, sin embargo, nunca se había conformado con aparentar ser una sombra y ocuparse de algún carguito vacante mientras jugueteaba en la cama de un hombre poderoso. No es que no le gustase juguetear en las camas, desde luego, y además debía confesar que las de los hombres poderosos siempre le habían interesado más, pero su ambición iba mucho más allá de la de la mayor parte de las mujeres. Lo que a ella la emocionaban eran las verdaderas intrigas de poder, el manejo de las situaciones complicadas, los grandes tratados comerciales entre países, las guerras que los Reyes se hacían los unos a los otros por obtener un beneficio económico, las largas conversaciones de paz que implicaban jugadas maestras de repartos de territorios y áreas de influencia. Esa embriagadora sensación de saber que, desde lo alto de la esfera del mundo, desde aquellas elevadísimas cumbres a las que muy pocos podían acceder, el resto del universo se veía pequeño y muy vulnerable, una miserable hormiga puesta a tus pies para que la pisotees y a la que aplastas con ardor, o el cachorro que se ahoga y al que, de pronto, llena de compasión, decides dejar vivir y salvas de las aguas. Le divertía mucho el juego entre el desprecio y la piedad, la certidumbre en la solidez de su dominio que le confería la capacidad de poder decidir sobre la vida de alguien, sobre su dicha o su desgracia, esparciendo a su alrededor, caprichosamente, recompensas y castigos, agradeciendo con generosidad a quien a ella le daba la gana el más pequeño gesto de amistad, o eligiendo frente al enemigo derrotado la venganza o la indiferencia, según el color del que hubiera amanecido el cielo aquel día. Poder. Eso era poder. Y el poder la excitaba más de lo que nunca la había excitado el cuerpo más deseable de todos los que habían compartido su lecho.
Por eso se había divertido tanto durante los veintiocho años que había pasado en Roma. Cuando llegó allí, a principios de 1673, era una mujer deshecha, una viuda temblorosa que no lograba concebir la vida sin la presencia a su lado de Adrien. Pero Adrien había muerto en Venecia, mientras intentaba incorporarse a los ejércitos de la Serenísima República para combatir a los turcos. Había muerto por su culpa, por cuidarla a ella de aquella fiebre caliente que se le contagió y se lo llevó por delante en tan sólo unos días, el cuerpo glorioso y tan amado convertido en tierra, mientras su esposa tenía que seguir viviendo sin él. Nadie la entendió: las grandes damas no debían querer a sus maridos de esa forma, eso no era de buen gusto. Una Condesa de Chalais que se preciara no podía andar llorando de una ciudad a otra la pérdida de su esposo. Se vestía de negro unas semanas, se retiraba en su propia casa durante unos meses o, como mucho, en un convento, y enseguida comenzaba a recibir a amigos y amantes y a organizarse un nuevo matrimonio.
Pero ella amaba de verdad a Adrien. Ya lo había demostrado tiempo atrás, cuando abandonó sola Francia para ir a rescatarle de las manos de los portugueses, que lo habían hecho prisionero. Toda su vida de casada había sido extraña y desgraciada. Después de la boda, se había creído la mujer más feliz del mundo. Sentía que su amor formaba un capullo a su alrededor, y ella vivía allí dentro, en aquel espacio tibio y silencioso al que no llegaba ninguna de las turbaciones del mundo, y tan sólo tenía que dejar que su corazón latiese y su cuerpo se expandiera lleno de deseo. Simplemente. Pero entonces llegó la catástrofe: aquella fiesta en las Tullerías en la que el Marqués de La Frette empujó sin ningún miramiento a Adrien y a su cuñado Luis para abrirse paso entre la multitud, lleno de soberbia. El honor ofendido de los Chalais. El duelo al amanecer junto a los cartujos. Mourois muerto. Y la severidad de Luis XIV, que había decidido considerar los duelos un crimen de lesa majestad castigado con la muerte y no quiso perdonar a los participantes.
Todo se desmoronó. El capullo se convirtió en polvo y la dejó a la intemperie, en medio de un desierto. Adrien tuvo que huir, y al cabo de un año logró llegar a Madrid y reclutar un ejército para ir a combatir a los portugueses, que luchaban por recuperar su independencia de España. Fue entonces cuando lo hirieron gravemente y lo hicieron prisionero. Hacía falta una fortuna para rescatarlo. Ella lo intentó, intentó con todas sus fuerzas convencer a su suegro y a su padre de que le dieran el dinero suficiente para salvar a Adrien, pero no lo logró. Suplicó, sollozó, amenazó con suicidarse… No hubo nada que hacer: ninguna de las dos familias estaba dispuesta a arriesgar sus privilegios por un hombre al que el Rey había proclamado proscrito, por muy hijo o yerno que fuese.
Mariana se quedó sola con su desesperación. Y con su valor: a espaldas de los suyos, vendió todo lo que poseía, juntó su dinero y sus joyas en dos cofres que transportaría sobre una mula y luego, a caballo, sin más compañía que la de un escudero, inició su viaje a Madrid. Soportó durante meses el calor y la sed, la incomodidad de las posadas, el cansancio de las largas jornadas cabalgando, el peligro de los precipicios, el riesgo de ser atacada por los bandidos, cualquier cosa con tal de salvar a Adrien y volver a abrazarse a él. Y soportó, sobre todo, el rencor de su familia, que jamás le perdonó aquel comportamiento excéntrico y poco digno de una dama.
Aun así, tuvieron que pasar todavía dos largos años hasta que fue liberado. Flaco, envejecido, pálido del muchísimo tiempo vivido en prisión, pero tan amado como siempre. Mariana había probado entretanto otros cuerpos —la carne es débil, y aquellos hombres demasiado insistentes, pensaba para justificarse a sí misma siempre que recordaba sus adulterios de entonces—, pero ninguno le parecía tan dulce y deseable como el de su esposo. Y cuando volvió, se abrazó a él, se agarró a él con uñas y dientes, e igual que había luchado por liberarle de la celda, ahora luchó por sacarle de aquel pozo de estupor en el que parecía sumido. Fue ella quien decidió que debían irse a Venecia, donde había trabajo para un buen soldado. Sí, ella misma le había empujado con las palmas de las manos muy abiertas sobre su espalda, llenas de proyectos de futuro, a la muerte.
Y entonces se volvió loca. Eso era al menos lo que se decía en Francia: la Condesa viuda de Chalais se ha vuelto loca, y en lugar de regresar junto a su madre como una buena hija, se dedica a recorrer las ciudades de Italia buscando no se sabe qué consuelo. Nadie entendía sus lágrimas, su pesadumbre, el dolor aquel que sentía en el vientre, el dolor de la ausencia de Adrien, como si le hubiesen arrancado las entrañas y en su lugar sólo quedase un vacío que nada podía llenar.
Fue en ese estado en el que llegó a Roma a principios de 1673. Dolorida y sola, loca según muchos, pero con una firme determinación: no regresaría a París hasta que pudiese volver con la cabeza muy alta. No quería ser la viuda mendicante de un proscrito, acogida por compasión en el hogar familiar, suplicando ante el Rey para que perdonase los arrebatos de juventud de su marido y su propia huida. Aspiraba a poseer el control de su vida, a tener una fortuna que fuese suya y le permitiera pasearse por los salones de Versalles cubierta de joyas y de sedas, llevando tras de sí, como si fuera la cola del vestido de una Reina, la estela de un título nobiliario obtenido gracias a su talento. Roma le parecía un buen lugar para lograrlo: había suficientes intrigas, suficientes secretos que susurrar a los oídos de unos y otros y, si jugaba bien sus cartas, podría conseguir lo que deseaba. Mucho más en aquel momento en que acababa de estallar el asunto de la regalía, que enfrentó gravemente a Luis XIV con el Papa cuando el Rey decidió que el nombramiento de los obispos franceses era cosa suya y no del Santo Padre. Aquel conflicto exigía que el Monarca dispusiera de gente que trabajara a su favor en Roma. Mariana decidió que sería una de esas personas.
Había disfrutado intensamente de toda esa actividad. Durante muchos años, había ido de salón en salón y de iglesia en iglesia vertiendo ciertas palabras aquí y las opuestas allá, anudando y desatando relaciones, ofreciendo regalos para comprar voluntades y susurrando al oído de Luis XIV, a través de sus cartas, nombramientos y ceses. Había contribuido a la elección de cinco Papas, y se había convertido además en una de las mujeres más importantes de Roma al casarse con Flavio Orsini, Príncipe del Imperio, Grande de España, Duque de Aragón, Conde palatino y Señor de innumerables territorios. El hombre que, alternándose con el Príncipe Colonna, se sentaba a la derecha de Su Santidad durante las grandes ceremonias, un hombrecillo sin voluntad, maleable, perennemente atacado de jaquecas y depresiones, lleno de deudas, pero propietario del mejor palacio de la ciudad y de algunas otras hermosas residencias en diversos lugares de Italia, donde vivía rodeado de cuadros, esculturas, brocados y polillas. Había sido un buen matrimonio: sin amor, por supuesto, incluso sin cariño, pero respetuoso y libre. Mariana se había dedicado a sus negocios políticos y a sus amantes mientras el Príncipe Orsini permanecía encerrado entre sus obras de arte, escuchando las óperas cuyos libretos él mismo escribía y que sus músicos, magníficamente pagados, interpretaban para él.
Ahora, veintiocho años después de su desolada llegada a Roma, podía afirmar con orgullo que se había construido a sí misma. Se había convertido en una persona imprescindible para Luis XIV, la única mujer de la que se fiaba aparte de su esposa, con la que ella compartía muchas complicidades. Era Princesa viuda de Orsini —o de los Ursinos, como decían los españoles— y Camarera Mayor de Su Majestad María Luisa Gabriela. Y algo bueno, muy bueno, saldría de todo eso para el futuro, estaba segura. Mariana se recolocó ante el espejo el escote del vestido, procurando exhibir lo máximo posible de sus pechos —así escandalizaría a las antipáticas damas españolas—, y se sonrió, satisfecha.
Pasaban ya las once y media de la mañana y estaban a punto de sonar las campanadas del ángelus cuando un criado vino a buscarla de parte del Rey. Estaba en su habitación, solo, todavía en bata y zapatillas, desayunando con ganas una taza de chocolate con bizcochos. La Princesa sabía perfectamente que no había estado en el cuarto de su esposa nada más que una hora, y que el resto de la noche —y buena parte de la mañana— se la había pasado durmiendo como un niño, sin moverse del rinconcito caliente que había conseguido encontrar en la cama. Estaba segura de que entre él y la Reina no había ocurrido nada, pero aparentó una total ignorancia mientras le demostraba su interés:
—Buenos días, señor. ¿Habéis pasado buena noche?
Felipe mojó un bizcocho en su taza, y pareció reflexionar mientras el chocolate resbalaba por su mano hasta alcanzar el puño:
—No lo sé…
Ya empezaban las complicaciones. Ahora tendría que interrogarle a fondo:
—¿Qué queréis decir, Majestad? ¿No habéis dormido bien?