Así que Luis se fue a comer contento, tanto que durante la quisquillosa ceremonia de su Almuerzo apenas reparó como solía hacer en los pequeños defectos que la deslucieron: pasó por alto que el Mayordomo, que encabezaba tras la guardia el largo cortejo de nobles portadores de la comida, tropezara con el borde de una alfombra y estuviese a punto de caerse. Tampoco dijo nada cuando el Duque de Vienne, al que aquel día le tocaba ejercer de Sumiller, vertió unas cuantas gotas de vino sobre el mantel inmaculado. No regañó al viejo Marqués de Blède cuando, medio asfixiado entre la multitud de nobles que le observaban comer, le dio un ataque de tos. Y ni siquiera protestó porque los platos estuvieran fríos. De hecho, aquel día devoró con satisfacción todo lo que le pusieron delante: potaje de cangrejos, filetes de ciervo trufados y un buen plato de capón a las ostras. Luego disfrutó de los espárragos cultivados en su preciada huerta y de cuatro huevos duros, aunque al Guardavajillas le parecieron cinco, según comentó después en la habitual conversación entre los cortesanos sobre el apetito del Rey. Un par de peras bien frescas, recién recogidas del árbol, le sirvieron de postre.
Algo cansado y un poco molesto por la sensación de que el estómago le iba a estallar bajo la presión de las calzas, el Rey decidió que aquel día no trabajaría más. Durante un rato, jugó a solas en su gabinete con algunos de sus perros favoritos, tirándoles su corbata de seda y haciendo que se pelearan entre ellos para llevársela como un trofeo desgarrado y húmedo de babas. Luego hizo pasar a un puñado escogido de cortesanos, mandó llamar a los oficiales de su guardarropía y se cambió —peluca incluida— para la caza. Perfecto, impecable, un poco renqueante, pero alegre como el milagroso sol de noviembre que lucía al fin en aquella tarde festiva, el gran hombre inició su paseo hacia los bosques cercanos, en busca de unas cuantas liebres a las que reventar con la pólvora de sus preciosos fusiles.
Los guardias de corps, inmóviles como figuras de cera, rodeaban ya el patio hasta la verja. Una fila de carrozas se alineaba a la espera de la llegada del Rey. A medida que pasaba junto a ellos, Luis iba saludando descuidadamente a sus acompañantes, agitando la mano en el aire y mirando al frente, mientras ellos hacían la reverencia. El Duque de Anjou estaba ya al lado de su carruaje, vestido con su mejor traje de caza, rubio y majestuoso como un dios, aunque un poco pálido. Abuelo y nieto —señores juntos de medio mundo— treparon al coche y el cortejo se puso en marcha.
Fue una tarde feliz. Luis cobró más de cincuenta piezas, como solía hacer mucho tiempo atrás, y Felipe olvidó durante un par de horas su angustia y disfrutó de la ruidosa furia de los perros, del estruendo de los disparos, del momento de satisfacción que suponía para él recibir el arma cargada, apuntar, comprobar la firmeza de su pulso y tirar con acierto contra el animal que saltaba entre los árboles y los matorrales despojados de hojas, en busca de un refugio que jamás llegaría a alcanzar. Le excitaba verle caer rodando, sabiéndose su matador, y observar luego cómo los perros se dirigían hacia la pieza agonizante y terminaban con ella, antes de depositarla orgullosos a los pies del Montero Mayor. Le gustaba —sí, tenía que reconocer que le gustaba— el olor de la sangre que manaba de los cadáveres, pegajosa y densa, y que se deslizaba luego despacio sobre el exquisito terciopelo de las faldas de las damas, cuando cortésmente, con sus modales de viejo coqueto, el Rey ofrecía a sus invitadas algunas de sus piezas, que ellas colgaban de sus cinturas como prueba de la regia predilección y luego exhibían gritonas a la vuelta a palacio.
Aquel día de esplendor, el regreso a Versalles fue un poco tardío. Eran más de las cuatro y media cuando el cortejo entraba en el patio. Luis decidió que, como cosa excepcional, se saltaría el oficio religioso de la tarde: la importancia de la jornada justificaría su descuido a los ojos de Dios. Se despidió de Felipe al bajar de la carroza dándole una palmada en la cara:
—No te olvides de ponerte tu mejor traje, el mejor. Quiero que esta noche seas el auténtico nieto del Sol. Que todos los hombres se arrodillen ante tu majestad y todas las mujeres te deseen por tu belleza. —Y se alejó lentamente, como un astro hacia su ocaso, camino de los aposentos de su esposa secreta, donde solía pasar un rato todas las tardes. Antes de regresar a la necesaria exhibición pública de su grandiosa persona, le gustaba sentarse allí mientras firmaba cartas y cédulas, junto a la chimenea ardiente, sabiendo que su dulce Madame de Maintenon bordaba a sus espaldas, frente a la ventana, silenciosa y discreta. Por un momento, el Rey de Francia fingía que era un buen burgués que dirigía su casa, escoltado por la virtud sumisa de su compañera.
Felipe tuvo que pedir ayuda a su hermano mayor para elegir la ropa que llevaría en el
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de aquella noche. Terminó luciendo un traje multicolor, en el que dominaban con claridad los dos tonos de las banderas de sus futuros reinos, un rojo intenso en la casaca y el dorado de los bordados que adornaban cada una de las piezas. Cuando su Ayuda de Cámara le coronó con una larga peluca rubia, cuyos rizos perfectos —ligeros como los bucles de la cabeza de una niña— flotarían al aire minutos más tarde en los salones de Versalles, el nuevo Rey de España pareció sentir una inesperada dosis de confianza en sí mismo, al menos la suficiente para enfrentarse a lo que le esperaba.
A la misma hora, todo Versalles era un hervidero de servidores sudorosos y cortesanos impacientes. Los Ayudas de Cámara y las doncellas corrían de un lado para otro, tropezándose por los pasillos, en busca de medias, agujas, zapatos, afeites, y toda clase de artilugios imprescindibles para arreglar a sus señores. Los peluqueros se agotaban subiendo y bajando escaleras, y por todas partes se oían órdenes apresuradas y gritos de descontento.
A las siete en punto, cientos de caballeros y de damas —todos los que contaban en el reino— se paseaban con gracia infinita por la Galería de los Espejos, sonriéndose en silencio los unos a los otros, como si jamás hubieran alzado la voz más allá del tono del susurro. La desnudez de las antiguas estatuas parecía un insulto de la naturaleza al lado de los costosos maquillajes y las telas riquísimas que los envolvían, sedas de Lyon, blondas de Bruselas, organzas de la India o terciopelos de Génova. A la luz de las velas innumerables, resplandecían los rubíes y las esmeraldas en las gargantas de las damas, y la plata de los objetos y los muebles adquiría inauditos visos tornasolados. Al fondo de la enorme sala, sobre un pequeño estrado, la orquesta del Rey tocaba piezas del maestro Delalande, desgranando hermosos sonidos que se perdían en el aire, semejantes a inocuas gotitas de lluvia camino de la nada. Todo aquel mundo se reflejaba pavorosamente en los espejos, pálido, desvaído, vacilante, como si al otro lado de los cristales se paseara una multitud de espectros a punto de atravesar la delgada línea entre el más allá y la materia.
Hacia las siete y media, comenzó a cundir cierto desasosiego: el Rey no llegaba. ¿Le habría ocurrido algo al Rey? El calor aumentaba de minuto en minuto. Algunas damas, asfixiadas y exhaustas, comenzaban a ostentar churretones de sudor sobre los polvos blanquísimos de la cara. Los labios rojos de ciertos nobles se iban despintando, dejando un cerco patético alrededor de las bocas. Había marquesas que arrimaban los pechos a los vidrios helados de las ventanas, en busca de alivio, y viejos duques que se abrían paso como podían y trataban de acercarse a una pared en la que recostarse, mirando de reojo los taburetes y las sillas perfectamente alineadas, que sólo podrían utilizar aquellos que tenían permiso de Su Majestad cuando él mismo estuviera presente.
De pronto, el ujier de la puerta que daba al Salón de la Paz gritó: «¡Señores, el Rey!», y el silencio fue extendiéndose como una larga ola por toda la Galería. La orquesta interrumpió su sinfonía y atacó una pieza solemne del difunto Lully. Justo en el momento en que el sonido rítmico del bastón y los tacones de Luis comenzaba a oírse en la sala, uno de los oboes desafinó notablemente. El Rey detuvo su marcha y la corte suspendió la respiración, mientras los músicos palidecían y trataban de seguir tocando lo mejor posible. Pero al fin volvieron a sonar los pasos del Monarca —que aquel día estaba definitivamente de buen humor—, y éste apareció en la entrada, glorioso, de nuevo apoyado en el brazo de Felipe, semejante a un Apolo vestido. La muchedumbre engalanada se abrió en dos, apretándose contra las paredes, al mismo tiempo que se inclinaba en una reverencia conjunta. El cortejo avanzó lentamente, siguiendo el tempo marcado por la música, hasta alcanzar el estrado colocado en la parte central del salón. Luis subió con esfuerzo los dos escalones, e hizo una señal a su nieto de colocarse a su derecha. El Delfín permaneció en pie tras ellos.
El Rey se sentó en su trono. Felipe se sentó en su sillón. La corte se apretujó en un movimiento extrañamente silencioso alrededor del estrado. El Rey se puso en pie. Felipe se puso en pie. La orquesta interrumpió la música. Entre el crepitar de las mil velas, entre el centenar de suspiros de los cortesanos conmocionados, el Rey inició su discurso:
—Nobles de Francia, caballeros y señoras nuestros. Dios, que ha querido que nuestro cristianísimo nombre sea grande, para enaltecimiento de nuestras virtudes y ejemplo del mundo, ha tenido a bien en su magnanimidad concedernos hoy un mayor imperio sobre los hombres. El poderío de nuestra casa y nuestra nación atraviesa las más altas cumbres —Luis hizo una breve pausa mientras buscaba las palabras con las que debía continuar el discurso aprendido de memoria— y se expande como rica cosecha por otros cielos. Su Majestad Católica el Rey Carlos de España, al que Dios tenga en su Gloria, ha tenido a bien dejar en su testamento la totalidad de sus reinos a nuestro dilecto nieto, el Duque de Anjou. Tras hondas reflexiones e intensos rezos, Nos hemos decidido aceptar el trono en nuestro nombre y en el de nuestro nieto. Las dos naciones de Francia y España, antaño enemigas, serán ahora hermanas, y los Pirineos dejarán de ser una frontera que nos divide, para convertirse en un puente que nos une —una nueva pausa, y el Monarca abrió ligeramente los brazos, como si quisiera acoger en ellos a todos sus leales—. ¡Nobles de Francia! ¡Arrodillaos ante el nuevo Rey! ¡Honor a Felipe V de España!
Luis hubiera deseado que la genuflexión fuese perfecta, impecable, pero la enorme cantidad de gente arremolinada ante el estrado y la torpeza de los más viejos la hicieron quedarse en un amago bienintencionado. El Rey torció levemente el gesto, aunque decidió olvidarse de inmediato de aquel feo desaliño. Al fin y al cabo, la emoción era evidente, y se hizo más visible aún cuando la orquesta volvió a tocar un aire pomposo. Hubo caballeros que se permitieron verter algunas lágrimas, otros que alzaron sus ojos al cielo, como místicos en éxtasis, para dar las gracias, y damas que, llevadas por la intensidad de sus sentimientos, sufrieron desmayos y vahídos. Era difícil saber si todas aquellas efusiones se debían al orgullo de ver a un Príncipe francés sentado en el gigantesco trono de España, o a la visión de los futuros honores, cargos y riquezas que estaban a punto de caer como maná sobre muchas familias. En cualquier caso, ni a Luis ni a nadie en aquella Galería de los Espejos le importaba saberlo.
Después de la insigne noticia y del estallido de los fuegos artificiales junto al Gran Canal —deslucidos por la neblina helada de la noche de noviembre, pero bien ruidosos—, las horas de
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siguieron como de costumbre: a lo largo de las imponentes salas, hubo mesas de juego donde se perdieron y se ganaron fortunas. Hubo largas partidas de billar —en las que el Rey venció siempre—, coqueteos repentinos detrás de alguna cortina, miradas de odio y de deseo, y muchas conversaciones sobre el magnífico aspecto del Monarca, su magnífica partida de caza de aquella tarde, la magnífica noticia que les había dado y el magnífico destino de su nieto menor, que permaneció toda la noche pegado a Luis como una sombra, intentando esquivar los pechos descarados de la Marquesa de Fontiègnes, que aquel día parecía haberse multiplicado y estar en todos los sitios a la vez, siempre detrás de la regia pareja. Entretanto, se comieron toneladas de dulces y bombones y se bebieron litros de licor, y Luis, al encontrarse frente a frente con la misma Marquesa de Blécourt con la que había soñado unas horas antes —ahora vieja y menguada, pero luciendo siempre uno de los mayores escotes de la noche—, decidió concederle, en un generoso gesto de agradecimiento por el agradable ratito nocturno, la exclusividad de la venta de badilas para las chimeneas de toda Francia. La Marquesa enrojeció, palideció, se inclinó, besó las manos adoradas de Su Majestad —que en otros tiempos habían recorrido a fondo su cuerpo— y se alejó entre grititos y lágrimas.
A las nueve y media comenzó el baile. Los dos Monarcas, el viejo y el joven, danzaron al mismo tiempo una gavota, sosteniendo galantemente las manos de María Adelaida y de Madame de Maintenon. Luis maldecía entre dientes los incontables dolores y rigideces de su cuerpo, que le impedían moverse con la agilidad requerida. Pero los cortesanos no dejaron de admirar en voz bien alta aquel destello de gracia, la majestuosa elegancia que ambos lucían, bamboleándose como flexibles ramas de avellano bajo la música, y llegaron a la conclusión de que, aunque nadie se había dado cuenta hasta entonces, abuelo y nieto eran en todo semejantes, por sus rasgos, por su apostura y por su magnífico porte resplandeciente.
A las diez, el Rey dio por terminada la velada y, acompañado de Felipe y del resto de los nobles que tenían acceso a las últimas horas de su jornada, inició el lento paseo solemne hacia su habitación. Al otro lado de los espejos, los espectros mostraban los restos de lo que habían sido algunas horas antes, aún más fantasmagóricos que a su llegada: maquillajes corridos, ojos irritados, cuerpos sudorosos, pelucas torcidas, trajes arrugados, bocas desdentadas que se abrían en horribles sonrisas… A medida que los criados, muertos de cansancio, apagaban las velas, todo se iba desvaneciendo, la música, las carcajadas, las palabras de deseo y de codicia, los rumores envenenados vertidos al oído de unos y de otros… Las almas en pena se retiraban durante algunas horas a sus dormitorios, donde las pesadillas las igualarían a los pobres y a los vencidos, sacándolas por un breve tiempo a patadas de su esfera de soberbia. Sólo un rato: a la mañana siguiente, la fiesta empezaría de nuevo.