Patricia rió el pésimo comentario. Alfredo, no muy convencido, terminó por dejar escapar dos estúpidos je, je.
—Por cierto, Alfredo, hablando de vampiros, David, tu hermano, estuvo en Panamá.
—Me ha escrito algo, creo, le gustaron mucho las playas.
—Una a una se las enseñó mi hijo. Son novios desde entonces.
El hombre crujió sus dedos, horror, y mostró una sonrisa de asesino en su cara. A lo mejor quería ser de ingenuo, pero con ese rostro sin voluntad nunca se sabía qué podía resultar.
—Pedrito, mi hijo, es el novio de tu hermano David —repitió Marrero.
—Ya —reconoció Alfredo arrepintiéndose de inmediato de continuar así de lacónicamente la conversación. En realidad, en la cruda realidad, no conocía demasiado a Pedrito. Solo lo había visto con David una tarde en Nueva York, los dos se cogían de la mano en su restaurante y se alimentaban el uno al otro ante toda la sala llena de señoras que venían de una inauguración en el Metropolitan—. Todavía no les he visto, Patricia y yo les esperábamos hoy.
—Perdieron la conexión en Ibiza. Ojalá lleguen mañana. Les he invitado una noche en el Park Lane. Los maricones en Ibiza pierden el culo y la cabeza —dijo con ese tono de mafioso alicantino. Patricia sintió que casi se cortaba una uña, pero era falsa alarma.
—Ahora vamos a ser familia, chicos —continuó Marrero intentado sonreír de medio lado como hacía antes del cambio de rostro. Los labios se negaron a abrirse y los ojos, por un momento, se balancearon como un cuadro mal colgado.
Patricia tomó uno de los platos de fallera con el postre encima y lo acercó a Marrero.
—Qué guapa eres, Patricia —dijo entonces, elevando el tono de voz—. Qué bien sabes que nunca me quedo a los postres.
Probó un poco, pero más bien parecía querer cerciorarse de que el plato era de los suyos y, seguramente, buscar alguna numeración, algún detalle en la fallera que le indicara que era ese plato especial del cual no se atrevían a preguntar nada.
—Está excelente. De todas las comidas de cocineros españoles la tuya es la más viajada, Alfredo —admiró, siempre luchando porque su voz y costumbres se hicieran con la nueva cara. La ecuación le hacía hablar muy rápido, algo que ya hacía antes, pero ahora casi desbocado—. Lo tienes todo, tío. Tienes la mujer más deliciosa del planeta, un talento increíble y una estrella también. Y además la pinta, la tuya. Vaya planta, joder, ya ves que no me duelen prendas en admirarte. A lo mejor por eso mi hijo es maricón, porque sé reconocer a un tío guapo, nunca tuve apuros para ello.
Alfredo retiró el plato, quería ver la fallera. Tenía un traje lleno de dorados y cobres, mucho pendiente, un moño tan alto, la mantilla le recordó a cabellos de ángel teñidos con tinta de chipirones.
Marrero seguía allí, con la cara de Gerardo Moura ajustándose continuamente.
—Bueno, creo que he dicho todo lo que tenía que decir. Es probable que recupere mi identidad como Marrero, cuando pase un poco esta nube de bancos desorientados. Así por lo menos he cumplido nuestra tradición de que siempre me veríais con mis caras nuevas, ¿lo recordáis, no?
—Desde el año 2000, Marrero —confirmó Patricia.
—Erais tan niños, me recordabais a Penélope Cruz y a Tom Cruise en esa película malísima. ¿Cómo se llamaba? Era la adaptación de un clásico incomprensible de Amenábar...
—Vanilla Sky
—dijo Alfredo.
—La he vuelto a ver, por cierto, y fíjate por dónde, es mucho mejor película hoy día que entonces. Hasta el acento de Penélope es mucho menos de lo que pensábamos.
—Será porque todos tenemos un acento en estas ciudades, Marrero —atajó Patricia.
—Probable, probable... —repitió Marrero, que siempre alargaba las palabras para sentirse más mafioso—. Eso erais vosotros cuando os conocí, dos bellezas con los ojos tan grandes, el estómago tan caliente y hambriento al mismo tiempo. Y os trajeron a esa absurda oficina de inversiones y me explicasteis el sueño de ese restaurante y...
voilà
, en meses. Siempre habéis tenido mucha suerte con los estrenos, en meses os convertisteis en la referencia latina de Manhattan.
—Pagamos todas nuestras deudas también, Marrero —afinó Alfredo.
—Todas... menos una. La de la amistad eterna que somos nosotros tres. Y ahora, además... familia, Alfredo. Familia moderna. Tú y yo, no sé cómo se llama eso, consuegros o algo así.
Abrazó a Alfredo con genuino afecto. Patricia recibió el beso casi mordisco de los labios incontrolables de Gerardo Moura.
—Una última cosa. Hacedme caso. En serio. En tiempos difíciles, aunque no siempre tenga la misma cara, ¡hacedme caso!
La figura de Marrero se alejaba en las aguas del reflejo de las neveras.
—Es un éxito —dijo él.
—Innegable —afirmó ella.
Al día siguiente solo había una reserva para cenar a las nueve y media.
LA PAJARITA Y EL FRÍO
—Llama a Lucía Higgins. —Patricia quería sugerir, pero su tono ordenaba—. Siempre tiene gente que necesita comer gratis.
—No vamos a dar comidas gratis, Patricia. O, en todo caso, ¿por qué no telefoneas a tu Modelo?
—Ya lo he hecho. Están comprometidos. Van a la inauguración de un gastro-pub.
—Genial —bramó Alfredo, más para sí mismo que otra cosa—. ¡Aquí estamos al fin, en nuestra soñada ciudad, rodeados de auténticos vampiros de las inauguraciones de restaurantes!
Lucía Higgins se mostró encantadora al otro lado del hilo.
—Sabes que lo que más me gusta de ti, Alfredito del alma, es que no se te caen los anillos. Siempre me recuerdo la primera vez que me llamaste, en Nueva York no conocías a nadie y yo fui a tu primer restaurante.
—Bar de tapas, como todos los que empezamos —susurró Alfredo mientras observaba en el reflejo de las neveras el restaurante vacío.
—Te recuerdo tan serio, y tan joven, y tan tozudo aquella primera vez, Alfredo —seguía recreándose Lucía—. Yo, que por aquel entonces ya te llamaba Alfredito querido, te decía: Alfredito querido, la palabra clave es
jamones,
porque tú conquistarás a estos neoyorquinos de mierda con nuestro jamón ibérico. ¿Lo has olvidado?
No, por supuesto que no lo había olvidado. Alfredo comenzaba a asumir que también recordaría esta nueva llamada a Lucía Higgins durante toda su vida como un punto de no retorno: la primera vez que vio ante sí el fantasma del fracaso. Comprendió que aquella vez en Nueva York, cuando se vio obligado a darle la razón a Lucía y aceptar que vender jamones sería su salvación como empresario y cocinero, esa capitulación implicaba mucho más: sería la primera concesión en la dura batalla del talento contra el destino. Un cocinero siempre encuentra soluciones, era su credo, pero cada solución lo aleja más del impulso primigenio de serlo.
—Te digo una cosa —seguía perorando Lucía—, me encantaría volver a convocar al príncipe Linley y a los yugoslavos, ¿no te parece? Quedaron fascinados, sobre todo con la música, son como eternos adolescentes: todo lo que tenga esa decadencia de los ochenta les vuelve locos.
Cuando las cosas se ponían tensas, y Dios sabe que en un restaurante la tensión es primordial, Alfredo y Patricia se refugiaban, como si con ello pretendieran detener el tiempo y los problemas, en el despacho. El del Ovington tenía las dimensiones de un refugio, un homenaje no declarado al Club de los Siete Secretos de la señorita Enid Blyton, con el sofá Chesterfield americano que Patricia había recuperado en una calle de Filadelfia y que les servía de amuleto, la estantería con libros que parecían seguir un orden y no tenían ninguno, la cama de una vieja litera desmembrada, por si algo les obligaba a pernoctar, y el escritorio de un familiar de Patricia que también viajaba con ellos de restaurante en problema y de problema en aventura.
—Hace años jamás habríamos recurrido a Lucía Higgins —reconoció Patricia sentada ante el escritorio, donde manejaba el ratón de su ordenador para arrastrar canciones y crear la lista de esa noche para su iPod.
—Hace dos años teníamos otro concepto del tiempo —contestó Alfredo al tiempo que buscaba una pajarita en el cajón del escritorio—. Tanto dinero pasando por nuestros dedos, tanta gente, tantas comidas. Tanto éxito. Era imposible que pudiéramos suponer que un día la locomotora decidiera pararse en medio de la nada.
Calló y se quedó esperando una respuesta de su novia, lo que había dicho tenía mucha importancia. Patricia no dijo nada, su única respuesta fueron los ruiditos del teclado del ordenador. Alfredo miró por encima de la cabellera de su novia.
—¿Qué canción es Popea-Chanel?
Patricia desvió la mirada de la pantalla.
—Alfredo, no es tan grave. Higgins traerá gente. Sobreviviremos.
Él no respondió, prefirió parecer absorto colocando la pajarita sobre su muslo derecho y empezar a atarla.
—Alfredo —insistió Patricia—, hay muchas cosas que organizar. La cena de esta noche, tus asistentes que te esperan... Y la fiesta de Nueva York. Hoy han vuelto a llamar, siento no habértelo dicho antes pero insisten en que te quieren allí, al mando. Ofrecen sesenta y cinco mil dólares solo por tu firma. Gastos aparte, carta blanca. Están dispuestos a ingresarlos en nuestra cuenta en cuanto aceptes... Podrías viajar mañana, o el mismo jueves, yo permaneceré aquí, con Francisco y Joanie al cargo de todo. Alfredo, no te niegues... —Hablaba rápidamente, sin respirar casi, no quería que él se obsesionara con la rutina de la pajarita—. Vendrá gente y más gente aquí si la fiesta en Nueva York llama la atención.
La pajarita ya estaba enlazándose sola y la desbarataría. Cuando Alfredo se ponía a hacer el lazo de la pajarita su cerebro entraba en zona de peligro, o de ensimismamiento, o directamente se arrojaba a un precipicio del que ni siquiera ella podría alcanzar a recuperarle. Siempre comenzaban así las crisis: buscaba la pajarita en el fondo del cajón, se sentaba con las piernas muy abiertas y esperaba un instante, a veces largo, otras más impulsivo, para empezar a estirar el retal de tela con sus dos extremos, luego volvía a esperar hasta decidirse a hacer el primer nudo y pasar los cabos más delgados para disponerse a crear un lazo. Tomaba un extremo de la corbata y lo llevaba hacia la izquierda para hacer la pajarita inferior. Siempre sobre el muslo y siempre controlando los dedos, pasaba por debajo del nudo y del primer lazo el resto de tela y volvía a tirar hacia la izquierda. El nudo muy estrecho para hacer el lacito más notorio. El lacito, coño, significaba una trampa, una redención, ahorcarse. Por eso lo hacía, era el reflejo más perfecto que podía encontrar para gritar sin gritar que estaba mal. Esta vez le acompañaba ese nombre, descubierto al azar, Popea-Chanel, una vuelta a la pajarita. Popea-Chanel, otra vuelta...
—Alfredo, por favor... —continuó Patricia, pero no le prestaría atención. Repetiría el proceso, siempre en silencio, sin responder a sus súplicas, haciéndolo y deshaciéndolo. Popea-Chanel era un plan. Escondido en los laberintos entre el ordenador y el iPod. ¿Dónde, y sobre todo cuándo, se hizo Patricia tan experta en ordenadores? Fingía arrastrar canciones, a lo mejor lo que movía era... Patricia estaba de rodillas suplicando que parara. Hacía y deshacía el lacito por quinta vez. Sexta vez, esa invitación a preparar una cena en Nueva York. La peor de las trampas, lo podía oler. Era reducirlo a ser el chico bonito cocinero de los ricos. Séptimo lacito deshecho. ¿Quién le había convertido en eso? ¿Él mismo o Patricia?
Lucía Higgins llegó a las ocho en punto. Para Lucía Higgins, cenar a las nueve era igual que cenar a las siete porque en realidad no comía, siempre pedía algo que tuviera un poco de arroz y pescado, luego un helado y durante todo el tiempo
champagne
, que era lo que de hecho la alimentaba y la volvía absolutamente incómoda. Y es que aunque a veces ella mantuviera una lucha interna con sus apetencias, para quienes la rodeaban, especialmente para los camareros y restauradores, esa batalla se saldaba invariablemente con las mismas implacables exigencias: que la botella estuviera cerca y, si fuera necesario, siempre pudiera ser reemplazada por otra. Y otra, y otra, dependiendo del colocón que cogiera. Y si el camarero era guapo y oscuro podía fijarse una propina que ayudara todo lo demás...
Esta noche su mesa, la misma de la noche anterior, estaba compuesta por ocho comensales de lo más variado. Por supuesto, había hecho bien su trabajo. Otros invitados, directos e indirectos, habían acudido, pidiendo el menú fijo y garantizándole a Higgins que tres de las seis botellas de
champagne
serían cortesía de la casa.
Recuperado del incidente pajarita, Alfredo y Joanie revisaron el menú de ese segundo día. Con pocas mesas ocupadas en un principio, necesitaban preparar algo que fuera más rápido. Alfredo ordenó una entrada y tres posibles segundos. La entrada, como todas las entradas en la vida, presentaba el primer dilema: repetir cangrejo, como la noche inaugural, poner anchoas o introducir boquerones, algo que a los ingleses siempre les recuerda sus veranos en la costa española. Al diablo con sus recuerdos, boquerones laminados muy finitos, en figuras desiguales, como si la mano de un niño hubiera ido abriendo la carne y desmenuzándola, y un buen chorro de vinagre y lima para que sientan esa sensación que proporciona la lima en los países fríos, como si te cortara los dientes y sanara las encías rotas. Además, pensó, habría muchas encías rotas. Las malas noticias siempre castigan los dientes, las encías y las paredes de la boca, la lengua de todos se muerde a sí misma en las noches preocupadas.
El segundo sería el milhojas de bogavante, Joanie tenía un sistema de cocción que conseguía domesticarlo al punto de poder colocarlo en lajas, una encima de otra, laminadas por un delicado
parmentier
que quedaba tan crujiente que parecía hojaldre más que patatas bien cocinadas. En caso de que el bogavante resultara demasiado femenino, había otra opción compuesta por una buena hamburguesa de presa ibérica, a pesar de que Alfredo la encontrara tan repetida en los restaurantes como la fondue de chocolate que hizo rico a su amigo Paquito Petazetas. Y si ninguna de estas dos cosas les convencían, disponía finalmente de una pintada ya vestida para la proximidad del Día de Acción de Gracias, es decir, rellenada con una mezcla de piña, flan de castaña y pasas curtidas en ron nicaragüense. Menú resuelto, suspiró. ¿Crisis superada?
Para sorpresa de todos, Lucía Higgins pidió la pintada y su gesto fue copiado por todos sus acompañantes. Hicieron todo el ruido posible mientras comían y descorchaban sin cesar botellas de
champagne
y de Contino del 97. Se tomaron cuatro de las treinta botellas con que contaba Alfredo que, desde la cocina, intentaba no observarles ni mucho menos extasiarse con el reflejo de ellos en las puertas de la nevera.