Lo leyó, no podía revelar nada de lo que había acordado, visto u oído en los tres días previos a la cena y en los dos días siguientes. Se hicieron las ocho y veinte y diez minutos después apareció más gente en los alrededores de la oficina. De pronto Madoff estaba allí, nervioso más que resacoso, vestido con un polo debajo de la pesada chaqueta de invierno y un gorro de los Mets. Todo el mundo se puso de pie menos Alfredo, que pareció recibir la taladrante mirada del hombre. Le hizo un gesto similar al saludo final de la noche anterior pero que parecía indicarle más bien que por nada del mundo se levantase. Explicó que subiría a la última planta. Que allí estarían sus hijos. Y se encaminó hacia el ascensor. Alfredo terminó de firmar los pesados folios. La señora de mediana edad sudaba frío pero los recogió, los introdujo en un sobre muy acolchado y lo entregó a un caballero negro que salió raudo del edificio. La señora se giró hacia su ordenador y tecleo rápidamente. Alfredo miraba todo lo que realizaba, hacía un calor rarísimo, como si el termostato hubiera reventado y la calefacción decidiera ahogarles.
Se movió levemente y podía ver lo que escribía la señora, sus manos temblando ligeramente y su mirada consultando el reloj encima de la línea de nombres y números en rojo que descifraba los movimientos de bolsas en Japón y Europa. El reloj marcaba 08:58. Alfredo bajó la mirada hacia la pantalla del ordenador. Fue más rápido que los célebres dígitos moviéndose fugaces. Pero no pudo ver nada. La mujer apretó el
enter
y las palabras titilaron hasta ser tragadas por la oscuridad de la pantalla. De inmediato oyeron las alarmas, la voz altisonante del agente de seguridad diciendo «esto no puede estar sucediendo» y una horda de policías armados hasta los dientes y cubiertos por todo tipo de prendas irrumpieron en el edificio, atiborraron los pasillos y exigieron que los ascensores bajaran y subieran lo más rápido posible. Eran cientos, había camiones negros apostándose sobre las aceras delante de la entrada del edificio y neoyorquinos deteniéndose en el frío glacial en la avenida antes desierta como si una película de catástrofes se hiciera realidad. La señora de mediana edad, ya sin habla, sin color, le indicó que era mejor que se fuera de allí.
Alfredo avanzaba por entre los policías convertidos en militares de una dictadura africana con rascacielos. Le miraban pero no le detenían. Claramente, no venían a por él. Alcanzaba la calle deseando llamar por el móvil a Patricia, daba igual la diferencia horaria. ¿Qué hemos hecho, amor mío?, pensó y luego, cada vez más enfurecido, quería detener a los policías y decirles que buscaran: Isla Prima, subasta de animales raros, Miró el edificio, creyó que el lápiz de labios se enroscaría y el asfalto lo tragaría. Había más curiosos cada vez y una pequeña manifestación de ex trabajadores desplegando una pancarta: «¿Era todo verdad, Bernie?», y tres, cuatro, seis camiones de las televisiones rechinando sus frenos y descargando cámaras y mujeres reporteras alisando faldas y pelos.
Alfredo abrió con sus llaves el Screams y encontró a Carmen, la señora colombiana que limpiaba cada mañana a las nueve y cuarto. Ella le dijo que parecía un fantasma, que si podía llevarse el pavo de mentira para el próximo Día de Acción de Gracias y si habían dejado algún tupperware para sus niños. Alfredo contestó a todo que sí y que Patricia la extrañaba mucho en Londres, y Carmen le preguntó si no volverían nunca más a Manhattan, que la gente era más simpática. Alfredo se deslizó hacia la oficina de detrás de la cocina; estaba vacía, todo su contenido formaba ahora parte del Ovington, pero en el suelo permanecía la vieja televisión Sony de diecinueve pulgadas. La encendió y vio el edificio que acababa de abandonar y la cara y el nombre de Madoff encima de la palabra «Fraude», el más grande en la Historia de América.
Carmen entró en el despacho con una sonrisa radiante.
—Señor Alfredo, le están esperando en la puerta.
Alfredo sintió un frío que le retorcía las manos y le volaba los ojos. Detrás de Carmen se veían destellos. Cuando salió al salón creyó que la falsa selva de la cena de Acción de Gracias se movía bajo una tormenta tropical. Una de las iguanas del decorado se desperezaba, lenta, luego nerviosa, como la manta-raya en el acuario, alerta ante los flashes, el ruido de las cámaras, las voces gritando el nombre del Cliente, una frase organizándose en miles de labios: «Su última cena tuvo lugar en este restaurante...» en muchos idiomas, que iba reconociendo, mandarín, ruso, alemán, francés, griego, algo como portugués, repitiéndose las palabras ante los ojos aterrorizados de Alfredo.
DISCULPA SI TE HE HECHO DAÑO
Patricia sí había dormido bien. Pero la perseguía esa conciencia estúpida de haber acercado, si no directamente lanzado, a Alfredo a las fieras. Estúpida por innecesaria. Lo había arrojado, punto. ¿Para qué martirizarse si sabía que un solo paso dado por Alfredo repercutiría en millones de euros, dólares, libras y yenes para ellos? Luchaba por dibujarse una excusa, pero siempre que buscas una excusa surte el efecto contrario, te inculpa más. Si tuviera que aceptar que, en efecto, sabía más de lo que había dicho con respecto a la cena de Acción de Gracias, podía escudarse en el hecho de que en una relación como la de ellos unas veces ella era novia y otras productora. Y que esta era una ocasión que la productora no podía aceptar que arruinase la novia.
El dilema estaba en que como novia también requería múltiples disculpas. Más que estrellas en el cielo, como rezaba el slogan de la Metro Goldwyn Mayer y que para Patricia era otra de esas frases hechas con las que salpicaba sus trenes de pensamientos. Más estrellas que en el cielo, se repitió hasta llegar a comprender que, en efecto, solo en el cielo habría escrita, dibujada, una solución para su caos.
Alfredo no salía del shock. No hacía preguntas, temeroso de tener el móvil pinchado. Cada comunicación con él, vía móvil o pantalla de ordenador, terminaba con la misma secuencia: su rostro aterrorizado y cada vez más delgado; una pregunta: «¿Por qué me habéis escogido?», y una especie de manifiesto-súplica: «Yo tenía un talento, ¿en qué me has convertido?» En un millonario, se apresuró a decir Patricia. Mala idea, al parecer Marrero había utilizado la misma expresión. Además ella le daba la razón: no querían ser millonarios, no de esta forma tan insólita y misteriosa. Querían..., querían vivir la vida de una manera distinta. ¿Distinta de quién? De los mediocres, de los que no se arriesgan a ver y a buscar cosas que no conocen. Pero las habían conocido, a veces demasiado desnudas, demasiado expuestas. Patricia quería encender el ordenador y marcar el teléfono de Alfredo y decirlo todo, pero la detuvo la hora. Nueve en punto de su mañana y, aunque las tres de los Estados Unidos era una hora todavía activa para un cocinero, no podía arriesgarse a despertarlo y lanzarse cuatro, cinco verdades a la cara.
Una vez abierto el ordenador, el desayuno a medio morder, una rebanada de pan de espelta encima de otra rebanada de salmón escocés y un tazón de café con leche, Patricia repasa el estado de las cuentas principales. El gran ejercicio: pulsar la diminuta pulga negra en el extremo del ordenador, introducir la contraseña y acceder a la página web de la recuperada empresa puntocom y de nuevo pulsar las siguientes contraseñas asociadas a las canciones que a la vez despejaban el camino para adentrarse en los servidores externos que llegaban por fin al tesoro. La cuenta de Aruba tenía más dinero, la de Jersey y la de Liechtenstein también. Mucho más de lo que había acordado pagar el Cliente. Sucedía desde hacía una semana, ingresaba dinero a ritmo de los años dos mil, tres mil dólares diarios. El total de esas cuentas no podía superar los cien mil, y por eso tenía que trasladar esas mismas pequeñas cantidades a la cuenta de Río de Janeiro, la de la fallecida María Jesús Cobo. Lo hizo, cómo no, fácilmente, como trasladar un documento inútil a lo largo de la pantalla hasta la papelera. El dinero que Alfredo había puesto en China para la sociedad alimentaria productora de langostinos rayados también tenía más dinero que lo alcanzado en la subasta. Alfredo le había contado entre sollozos la subasta. Ella le calmó, era buena idea, Marrero no quería hacerle daño alguno a pesar de sus modales y aspecto.
Revisó entonces la cuenta de Marrero. No lo había hecho desde la noche en que, completamente colocada, consiguió que su hermana Manuela le permitiera acceder a esta empresa cibernética de servidores para facilitar recursos de Internet a países no desarrollados, esa loable, altruista empresa puntocom que escondía su propia red de paraísos fiscales. Abrió la cuenta de Marrero. Era increíble, si el dinero era como reptiles, en la cuenta de Marrero corrían a toda velocidad los últimos dinosaurios escapando del fin. Dinero, muchísimo dinero.
Tragó más café, encendió la televisión y allí estaba, en cualquier idioma conocido, Madoff y la gran estafa. Más de seis mil millones de euros desaparecidos de la faz de la tierra. Incontables personalidades aparecían involucradas en la estafa. Desde Spielberg a una modelo ya retirada, elegantísima pero completamente en la quiebra. «Así me gustaría verme en la quiebra», musitó Patricia. Y como lo dijo, poco a poco fue haciéndose el gran paisaje, o la gran fotografía o la absoluta radiografía delante de ella. ¡Una estafa de seis mil millones de dólares! ¿Cómo puede esconderse y/o evaporarse tanto dinero? El dinero no podía esconderse ni en una casa ni en la cuenta de una esposa o hijo o hermano de Madoff. Ni mucho menos en la de Marrero, pero sí en unas cuentas de personas que jamás saltarían a la primera búsqueda, a la primera sospecha, como podrían serlo perfectamente Alfredo y ella.
O la cuenta secreta de Marrero. Para eso había organizado la cena. Para eso la convenció de que Alfredo la preparara, para que Alfredo firmara documentos ininteligibles y el dinero se escapara de la Justicia hacia allí. Ella y sus recuperados servidores externos desplazarían una última vez el dinero errante.
Esperó un instante mientras cerraba todas las ventanas abiertas en su ahora poderoso ordenador y reinició. Repitió el proceso de contraseñas y compuertas que alcanzaban la fosa de los dinosaurios. Ya había seis mil dólares más en su cuenta de Aruba, y decidió ponerlos en la cuenta a nombre de su abuela Graziella. No mucho, todavía no deseaba tener que rendirle explicaciones a ella precisamente. Volvió a revisar la de Marrero y había otros cientos de miles. Decidió entrar, ahora con la nueva contraseña, y efectuar una transferencia, pequeña, de dos mil dólares, a su cuenta de Aruba. Podía hacerlo, tenía un pequeño poder que permanecía de la sociedad que en su día fue la empresa puntocom. Y entonces se obró el milagro. Los dinosaurios que entraban raudos a la cuenta de Marrero creyeron ver una vía de salvación en la cuenta de Patricia. Y allí que iban, media docena en un principio, cientos al cabo de un rato. Miles al final de la mañana. El dinero necesitaba esconderse antes de la debacle final, de la investigación. Y ya en estampida, si abriera otra cuenta ficticia, en Panamá, en algún rincón de Brasil, allí también irían llegando como una marea que arrastrase casas, un orgasmo que invade la garganta y expulsa el grito final, más que un chorro de dinero, millones de dineros, dólares mezclados con yenes y libras, euros salpicados de monedas con nombres de libertadores latinoamericanos avanzando hacia las compuertas de esa cuenta como emigrantes avanzando en la isla de Ellis o torturados esperando la gasificación. Ejecutó una orden de stop para impedir que en su cuenta de Aruba se alcanzara una cifra superior a trescientos mil dólares.
Patricia vio que le temblaban las manos. Ahora, con lo que sabía, podía abrir cuentas en lugares que no llamaban demasiado la atención. El banco de China de la cuenta de los langostinos podía abrir una cuenta en Singapur a nombre de la empresa 2monstersgether. Y otra en Hong Kong. Y, por qué no, en Macao. Los casinos siempre necesitan un
chef
. Todos los días debía estar atenta a encontrar un país distinto, bastante discreto, donde abrir una cuenta a nombre de una empresa donde permitir a los dinosaurios viajar. Estaba robando a los grandes estafadores. Estaba convirtiéndose en alguien insuperable. Sintió como si la espelta del pan le atravesara el estómago y arrasara con lo que encontrara en sus paredes. Cuando regresó del baño pesaba de seguro un kilo y medio menos. Se dio cuenta, detenida en la puerta de acceso al salón, de que la casa de los colombianos estaba sucia por todo lo que ella había hecho allí. Si ella y Alfredo eran estafadores de la gran estafa..., tenían que cambiar de casa inmediatamente. Y, a ser posible, a esa casa imposible que solo está en tus sueños. O un poco más cerca, al doblar la esquina en el bellísimo, siempre ajardinado, cinematográfico, Chelsea. En el fondo, tener ese pensamiento tan práctico, de tanta supuesta práctica feminidad, consiguió calmarla. Escondió las cuentas de los servidores externos detrás de las canciones que escogió al azar. «Picture This», de Blondie, una de ellas. «Lisztomania», también; tenía tan bello recuerdo de avanzar dentro del Ovington bailándola. Y otros éxitos bailados en Madame Jo Jos y en el George & Dragon.
Tenía que llamar a Alfredo, daba igual la hora. Tenía que decirle lo que había descubierto. Tenía que decirle en lo que les había convertido.
—Nos entra dinero sin parar.
Lo dijo lo más claramente posible, escuchó cómo él encendía la luz de la mesa de noche y clareaba la garganta.
—No entiendo qué coño quieres decir.
—¿Qué firmaste en la oficina de Madoff?
—Un contrato de confidencialidad. No puedo hablar sobre la cena, no recuerdo nada.
—¿Y de verdad no recuerdas nada?
—Nada que pueda decirte por el teléfono, ni a estas horas ni nunca.
—¿Tampoco por el correo electrónico? —Patricia más bien musitaba, no sabía cómo decirle en algún tipo de clave lo que pasaba por su cabeza.
—Muchísimo menos —siguió carraspeando—. Patricia, no duermo desde hace días. No puedo volver. La prensa está encima todos los días, el Screams tiene que echar gente en la puerta...
—Eso es bueno, es bueno. Inesperado pero bueno —dijo mecánicamente, en cierta manera imaginaba que la gente sentiría el morbo de cenar en el mismo lugar donde lo hizo el mayor ladrón del capitalismo por última vez—. Joanie y Francisco mantienen todo en orden en el Ovington, aunque la gente, claro, también pregunta por ti.