Read Dos velas para el diablo Online
Authors: Laura Gallego García
Tags: #Fantástico, infantil y juvenil
«Entonces, ¿por qué me has robado mi espada?», protesto.
—Porque nunca se sabe —sonríe Angelo—, y porque todavía hay demonios que coleccionan espadas angélicas y las tienen en mucha estima.
Ya estoy molesta otra vez.
«¿Robas la espada de mi padre con mi cadáver aún caliente para venderla en el mercado demoníaco?», me enfado. «Pero ¿quién te has creído que eres?».
—De momento, soy tu enlace. Recuerda que dependes de mí, así que deberías mostrarte más amable. Además, supongo que no esperarías que te ayudara a cambio de nada.
«Eres un cerdo», le insulto.
—Soy un demonio —me corrige.
«Es lo mismo», gruño. «¿Y se puede saber por qué no sales a la calle con tu propia espada? ¿Por qué tienes que ir exhibiendo la mía?».
—Porque la mía está siendo utilizada en estos momentos para vengar tu muerte —responde él, para mi sorpresa—. Para eliminar a tu asesino.
Me quedo parada en el aire, impresionada ante esta nueva revelación. ¿Johann va a morir? ¿Quién diablos empuña ahora la espada de Angelo? ¿Y por qué Johann no puede ser asesinado por cualquier otra espada?
«¿Es una especie de justicia poética?», me atrevo a preguntar.
—No —replica él, y sus ojos lanzan destellos flamígeros—. Para mí, es una mala noticia. Significa que voy a estar implicado hasta las cejas, lo quiera o no. Y todo porque tú tuviste la magnífica idea de dejarte asesinar.
No entiendo nada, pero siento la rabia y el enfado de Angelo, y sospecho que es mejor no seguir preguntando, al menos ahora mismo. Después de darle unas cuantas vueltas al asunto, recuerdo que Angelo había recibido el encargo de protegerme de parte de un señor demoníaco. Y ahora, yo estoy muerta. ¿Significa eso que Angelo ha sido o va a ser castigado por fallarle… por dejar que me mataran?
Bah. Se lo merece, por borde.
Llegamos hasta un bar que empieza a estar lleno de gente tras la puesta de sol. Justo antes de entrar, Angelo se vuelve hacia mí y me advierte en voz baja:
—Quédate junto a la puerta y no te acerques a mí mientras estoy dentro. Podrían reconocerte.
«¿Cómo va a reconocerme nadie si ni siquiera…?», empiezo, pero me callo de pronto al comprender que, muy probablemente, se ha citado con otro demonio y, como es lógico, este sí va a poder verme. «Ah, ya. Entiendo».
—Luego te lo contaré todo —prosigue—, pero nos conviene que, de momento, nadie sepa que sigues por aquí. Todos habrán dado por hecho que flotaste a través del túnel de luz, como hacen casi todas las almas, y eso puede resultar ventajoso para nosotros.
Asiento, inquieta, y espero un momento ante la puerta del bar. Angelo entra y se sienta en la barra junto con un tipo alto de cabello gris. Es un demonio, lo veo claramente desde aquí. Sus alas caen como una cascada negra sobre su espalda hasta casi llegar al suelo. Gira la cabeza hacia la puerta y veo sus ojos rojos, relucientes como brasas.
Me quedo donde estoy. El demonio no parece prestarme atención. Vuelve a centrarse en Angelo, y pronto los dos se enfrascan en una conversación.
Hay un par de fantasmas más levitando por el local. No se atreven a acercarse a los demonios, y estos tampoco les hacen caso. Quizá por eso, el otro demonio no me ha mirado dos veces. Pero supongo que si estuviese flotando en torno a Angelo, pendiente de lo que hablan, entonces sí se fijaría en mí, y haría preguntas. Mi aliado —o lo que sea— tiene razón: es mejor que me comporte como un fantasma más, para no llamar la atención.
Pero en ese momento detecto a otra persona en la barra del bar, alguien que atrae mi mirada como un imán. ¿Será posible? Tengo que ver eso. Tengo que verla de cerca…
Entro en el local y me deslizo junto a la pared, buscando los rincones en sombras. Trato de aparentar que estoy tan perdida como los otros dos fantasmas que merodean por aquí, y así, poco a poco, me acerco a la chica de la barra y la contemplo, sobrecogida.
Nunca había visto nada igual. La rodea un halo luminoso, bellísimo, y de su espalda cuelgan dos preciosas alas hechas de luz blanca.
Es un ángel.
De modo que este es el verdadero aspecto de un ángel transubstanciado. Los humanos vivos solo verán en ella a una chica de veintitantos años que lleva un vestido verde y una chaqueta que, obviamente, pasó de moda mucho tiempo atrás. Su cabello negro cae sobre sus hombros, lacio. Sus ojos parecen tristes y cansados. Sus dedos sostienen un cigarrillo a medio consumir. Sus labios están pintados de un horrible color rosado que le sienta fatal.
Pero, a pesar de todo, rebosa luz, y eso la convierte en una criatura única, hermosa y perfecta.
Me acerco a ella. Es un ángel; tiene que poder verme.
«Hola», le digo con timidez.
Me dirige una breve mirada, y veo en sus ojos un destello de pánico. Inmediatamente, hunde la nariz en su copa y toma un trago. Y se pone a mirar fijamente a la pared, como si yo no estuviese aquí.
«Hola», repito, desconcertada. «¿Te encuentras bien?».
Aprieta los labios y sigue fingiendo que no me ve ni me oye. Pero sabe que estoy aquí.
«¿Hola?», insisto por tercera vez. «Me llamo Cat. Sé que me escuchas».
—No existes —murmura entonces el ángel con firmeza.
«¿Cómo dices?», pregunto, atónita.
—No estás aquí —dice otra vez; parece que habla más bien para sí misma—. Solo eres un producto de mi imaginación.
«¿Qué? No, no lo soy… soy un fantasma. Me mataron ayer en el metro. Pero… no, espera, no he venido a quejarme ni nada por el estilo… solo quería saludarte. Yo…».
La chica se sujeta la cabeza con las manos y la sacude violentamente, como si intentase olvidar alguna oscura pesadilla.
—No estás aquí —repite como una letanía—. Mi psiquiatra dice que solo eres un producto de mi mente. No existen los fantasmas. Ni tampoco los demonios. Todos son personas normales. Yo soy una persona normal. Esto no es real, esto no es real, esto no es real, estonoesrealestonoesreal…
Lo comprendo de golpe.
«¿Lo has olvidado?», exclamo, turbada. «¿Has olvidado que eres un ángel?».
Ella da un respingo y se apresura a rebuscar en su viejo bolso marrón. Saca una caja de pastillas con dedos temblorosos. Consternada, la veo engullir un par con otro trago de su copa. Eso no puede ser sano. Floto un poco más cerca de ella, preocupada.
—Soy una persona normal —susurra la chica, aún sin mirarme, ocultando de nuevo su rostro entre las manos—. Todos son normales. No veo nada fuera de lo corriente. Todo es producto de mi imaginación. Estonoesrealestonoesreal…
«Pero sí es real», insisto. «Yo soy un fantasma, y tú eres un ángel, y por eso…».
—¡VETE! —chilla de pronto la chica, con violencia—. ¡No eres real!
Se levanta bruscamente, coge su bolso y sale corriendo, abriéndose paso entre la gente, hacia la libertad de la calle.
Todos los clientes del local se han vuelto para mirarnos; los humanos no pueden verme, pero los dos demonios han vuelto sus ojos rojizos hacia donde estoy yo. Les doy la espalda y levito un poco más alto, para confundirme con la nube de humo que flota pegada al techo.
Oigo la voz del que está junto a Angelo en la barra; habla en la lengua demoníaca, pero entiendo todas y cada una de sus palabras:
—Otro ángel desmemoriado. Hay demasiados últimamente.
—Es mejor estar muerto que acabar así —comenta Angelo.
Ninguno de los dos ha hecho ademán de atacar al ángel o de salir en su persecución. Los tres han compartido la barra del bar como si ambas razas no estuviesen en guerra desde tiempos inmemoriales. No les ha preocupado la chica del vestido verde en ningún momento. No la han considerado una enemiga ni una amenaza. Es más: casi me ha parecido detectar un timbre de compasión en sus palabras cuando han hablado de ella. ¿Se ven a sí mismos reflejados en la tragedia de los ángeles? ¿Se identifican con ellos? ¿O creen, simplemente, que no vale la pena hacer leña del árbol caído?
Cuando vuelven a su conversación, floto lentamente hasta la salida. Miro a mi alrededor, pero el ángel ya se ha marchado.
Pobrecilla. ¿Cómo debe de ser olvidarse de tu propia identidad? ¿Intuir que eres diferente, pero no saber por qué? ¿Ver cosas extrañas… fantasmas, demonios, incluso otros ángeles… que nadie más puede apreciar? ¿Cuántos ángeles más han acabado en la consulta de un psiquiatra? ¿Cuántos se han vuelto locos de verdad?
Angelo sale del local bien entrada la noche. Ahora lleva dos espadas: la mía y la suya.
Avanzamos por la calle en silencio.
—Johann está muerto —me informa entonces.
Pero no siento la menor alegría. Y debería. Tendría que sentirme satisfecha de que el demonio hipócrita que se hizo pasar por un ángel para matarme esté, por fin, tan muerto como yo. Se lo merece, desde luego. Pero, por desgracia, eso no me va a devolver a mí la vida.
—Y lo han matado con mi espada —añade Angelo—, Para que si sus jefes investigan su muerte, sus pesquisas les lleven directamente a mí.
«¿Así que te han cargado a ti con el muerto?», pregunto, interesada. «Nunca mejor dicho».
Angelo asiente.
—El demonio al que sirvo ahora está tramando algo —murmura con las manos en los bolsillos y los ojos clavados en el infinito—. No sé qué es y, la verdad, no me importa. Pero hay alguien que sí lo sabe, y que está tratando de pararle los pies. Y por eso te mataron.
«No le veo la relación», comento.
—Ni yo tampoco. Pero la hay.
No dice nada más hasta que llegamos de nuevo a su piso. Me muero de ganas de preguntarle, pero espero, con paciencia, a que sea él quien me cuente de qué ha hablado exactamente con su amigo el demonio. Entonces vuelve a ocupar el sofá y frunce el ceño, pensativo.
—Encontraron a Johann y lo interrogaron —me explica—, pero el maldito bastardo se las arregló para hacerse con la espada con la que lo amenazaban, la mía, por cierto, y se autoinmoló, probablemente para evitar que siguiesen torturándolo.
Trato de apartar de mi mente la imagen de Johann, aquel muchacho agradable y sonriente que no parecía pasar de los trece años. Céntrate, Cat, recuerda que eso no era más que una fachada, ese cabrón era el demonio que te empujó a las vías del metro. Por su culpa estás muerta, así que nada de compadecerlo.
«Bueno, pero ¿dijo algo, o no? », pregunto.
Angelo sonríe.
—Johann no pronunció el nombre del señor demoníaco que quería verte muerta: prefirió suicidarse antes que traicionarle; señal de que le tenía suficiente miedo como para escoger la muerte antes que enfrentarse a él, y eso indica que, cuando me dijo que su señor era alguien muy importante, hablaba en serio. Y no hay muchos demonios que crean pertenecer a la cúpula de los señores del infierno, así que eso reduce el círculo de acción. La mala noticia es que seguimos sin saber quién es.
«¿Y ya está? ¿Eso es todo lo que sabemos?».
—No, no del todo. Entre tu asesino y su misterioso señor hay más gente, y hubo uno, en concreto, que fue quien le transmitió a Johann la orden de que te matara. Y, antes de morir, Johann reveló su identidad a sus torturadores.
«Entonces, aunque no sabemos quién es el jefe de Johann, por lo menos tenemos el nombre de otro esbirro que podría conducirnos hasta él… ¿Y quién es, si puede saberse?».
—Un demonio menor, quizá de la misma categoría que Johann. Por suerte, lo que tenemos es un nombre antiguo. Y eso es una buena noticia, porque hoy día la mayor parte de los de mi especie utilizamos solo nombres humanos: o bien ocultamos nuestros nombres antiguos o bien los hemos olvidado…
«Ese es tu caso, supongo», comento. «Porque no creo que Angelo sea tu verdadero nombre».
Me fulmina con la mirada.
—Es mi verdadero nombre —me corrige—. Pero no es mi nombre antiguo. A veces, el nombre verdadero y el nombre antiguo coinciden, y a veces no. Hay una diferencia, aunque supongo que te resultará imposible captarla.
«No soy tan estúpida como crees», me defiendo. «Es tu nombre verdadero porque es el que has elegido tú, sin más».
Me mira, un poco sorprendido. Veo que he acertado, y es evidente que no se lo esperaba.
«Bueno, y entonces», prosigo, satisfecha de mi pequeño triunfo, «¿cuál es el nombre antiguo del demonio al que buscamos?».
—Johann nos dio uno solamente; puede que tenga más, pero lo dudo: parece ser un demonio bastante desconocido.
Los hititas lo llamaban Alauwanis. Si no recuerdo mal, decían de él que provocaba enfermedades.
«¿Y era verdad?».
—Posiblemente. Los humanos nos recuerdan por nuestro aspecto y por nuestras acciones y, como en tiempos antiguos cambiábamos de aspecto constantemente, es más fiable remitirse a los actos. No es gran cosa —añade—, pero al menos es un punto de partida.
«Así que ahora los sicarios de tu jefe irán a buscar a ese tal Alauwanis, lo interrogarán y lo matarán…».
—Pues, no; eso me lo dejan a mí. Por lo visto mi «jefe», como tú le llamas, no quiere atraer más atención de la necesaria. Así que seré yo quien se encargue de averiguar quién es Alauwanis, para quién trabaja y por qué su señor le ordenó que enviara a Johann a matarte. Y, además, será a mí a quien persigan los superiores de tu asesino en el caso de que quieran vengar su muerte o simplemente castigarme por meter las narices en asuntos ajenos. Ya ves de qué me han servido tantas precauciones —comenta con un suspiro.
No puedo compadecerle, lo siento. No tiene motivos para quejarse; después de todo, a mí me mataron, y él sigue vivo, ¿no?
«¿Y cómo vas a arreglártelas para encontrar a Alauwanis, si no sabes quién es?».
Se encoge de hombros.
—Preguntando —responde solamente.
Dedica el resto de la noche a hablar por el móvil con unos y con otros, siempre en lenguaje demoníaco. Al ser un fantasma, puedo entender todo lo que dice: está llamando a sus amigos para preguntarles si conocen a ese tal Alauwanis o han tenido noticias suyas. Más o menos a las tres de la mañana da con alguien que recuerda haber coincidido con él en Babilonia, hace cuatro mil años.
—En aquel tiempo se llamaba Ahazu —me cuenta Angelo—. De Ahazu sí he oído hablar, y eso significa que probablemente sea un demonio más importante de lo que yo creía.
Con este nuevo dato se reanuda la ronda de llamadas. Y, a punto ya de amanecer, por fin cuelga el teléfono, pálido y muy serio.
«¿Y bien? », pregunto.
—He localizado a alguien que lo conoció hace unos cuarenta años —me dice—. Entonces trabajaba para Nebiros.