Read Dos velas para el diablo Online
Authors: Laura Gallego García
Tags: #Fantástico, infantil y juvenil
—Solo podría tratarse de una enfermedad; una especialmente letal y contagiosa —comenta—. Pero hasta ahora, que yo sepa, ningún virus ha logrado acabar con la humanidad entera. Y yo pensaba que teóricamente no se podía.
—Ah, la hipótesis del 1% —asiente Orias—. La conozco.
«¿Qué es eso del 1%?», insisto. «¿Cuál es la enfermedad que va a exterminar a la raza humana? ¿Cuándo va a suceder eso, y por qué?».
—Cat, basta ya —repite Angelo dirigiéndome una mirada furibunda; después dedica a Orias, y especialmente a Jade, una sonrisa de disculpa—. Es un fantasma perdido que se ha vinculado a mí. Es bastante irritante; siento que tengáis que soportarla.
«¡Tú también serías irritante si supieses que toda tu especie va a morir, pedazo de insensible!», protesto, furiosa. «¡Es normal que busque respuestas!».
—No, no es normal —me replica Angelo, enfadado—. Tú ya estás muerta, así que ¿qué más te da que se mueran todos los demás?
—Ah, sí, son persistentes estos fantasmas —comenta Jade con una mueca de disgusto—. Yo tuve uno bastante desagradable en uno de mis palacios. Insistía en que mi habitación era la suya. Se empeñaba en meterse en mi propia cama. Pero nunca había oído hablar de uno que se vinculara a un demonio. Normalmente se atan a lugares, no a personas, y si eligen a una persona como ancla en el mundo de los vivos, esta suele ser un pariente o alguien muy querido para el difunto.
«Bueno, pues este no es el caso», gruño. «Estoy con Angelo porque es el único que puede ayudarme a desentrañar el misterio de la muerte de mi padre, punto. Y ahora, ¿quiere alguien darme más detalles sobre la extinción de la humanidad, por favor?».
—A su padre lo mató un demonio —aclara Angelo, ante las miradas interrogantes de Orias y Jade—, y me ha tocado a mí cargar con ella.
Jade esboza una media sonrisilla irónica. Me da rabia que los demonios se cachondeen de algo tan importante para mí como mi propia muerte, pero ahora tengo cosas más importantes de las que preocuparme.
«La extinción de la humanidad, señores», les recuerdo.
Orias parpadea con cierta perplejidad. Mira a Angelo, pero este parece haber aceptado que me voy a unir a la conversación, les guste o no, porque se ha quedado observándolo, con una ceja en alto, esperando que continúe.
—La extinción de la humanidad es hipotéticamente imposible —dice por fin, encogiéndose de hombros—. Oh, hay muchas maneras de acabar con la raza humana, pero todas ellas implican también la destrucción del planeta, o de una buena parte de él.
«Así mataríais dos pájaros de un tiro, ¿no?», comento, con cierta sorna.
Jade me mira como si fuera estúpida.
—Desde el momento en que los demonios nos vemos obligados a existir en un cuerpo material —me explica—, no podemos permitirnos el lujo de destruir completamente el mundo en el que vivimos. Aunque vaya en contra de nuestra naturaleza, debemos mantenerlo a nivel básico.
—El caso es —interviene Angelo devolviendo la conversación a su cauce— que la única forma de exterminar a los humanos sin dañar el resto del planeta sería crear algo que solo los perjudicase a ellos. Propagar una enfermedad que solo fuera mortal para los humanos siempre ha sido nuestra mejor opción.
—Pero se da la circunstancia de que, en toda epidemia, siempre hay una serie de individuos que sobreviven —prosigue Orias—, ya sea porque son físicamente más resistentes o porque generan anticuerpos naturales que los inmunizan ante dicha enfermedad. Hay una teoría que afirma que ningún virus podría exterminar a toda la población humana. Siempre habría un 1% de individuos que, por unas circunstancias u otras, se salvarían.
—Y los humanos son siete mil millones de individuos —añade Angelo con una sonrisa—. Un 1% de supervivientes de una hipotética pandemia especialmente virulenta supondrían setenta millones de personas que todavía hollarían la Tierra. Suficientes como para impedir que la especie humana llegara a extinguirse. Suficientes como para recuperarla en unos pocos miles de años.
—Más que suficientes —apostilla Jade—, teniendo en cuenta de que los humanos se reproducen como ratas.
—Aparte de eso —prosigue Angelo—, resulta que es difícil que un virus creado en un laboratorio sobreviva mucho tiempo fuera de su ambiente. Debería tener una capacidad de mutación y adaptabilidad extraordinarias, y eso es difícil de conseguir.
—Y propagarse por el aire —aporta Jade—. Los virus que se propagan por el aire son más rápidos y eficaces que los que requieren intercambio de fluidos.
«Vaya, ya veo que estáis muy puestos», gruño.
—Sí; por la forma en que hemos visto que morirá esa gente, tiene pinta de propagarse por el aire. Pero esa clase de virus están más expuestos a las variaciones del ambiente —señala Angelo, y frunce el ceño, pensativo—. Supongo que Nebiros, si es que se trata de él, tendrá todo esto en cuenta.
«¿Queréis decirme, pues, que es imposible crear un virus que extermine a toda la humanidad, y que lo que hemos visto es solo una ilusión?», pregunto desconcertada.
—No —replica Orias—. Lo que queremos decir es que alguien, en un futuro no muy lejano, logrará salvar todos esos escollos y hallará un virus ante el cual ni un solo ser humano será capaz de sobrevivir.
—… Ni siquiera el 1 % de la población —concluye Angelo.
«¿Y no se puede… hacer nada al respecto?», planteo desolada.
Los tres me miran a una.
—¿Por qué querríamos hacer nada al respecto? —pregunta Jade, perpleja—. Es la mejor noticia que hemos tenido desde lo de la Plaga de los ángeles.
—Bueno… yo no estoy del todo de acuerdo —interviene Angelo—. Me he acostumbrado a la civilización humana, mal que me pese —se encoge de hombros—. Reconoced que vivimos de ellos, y vivimos como señores. Además, hasta los ángeles estarían de acuerdo en que los humanos siempre han sido nuestro mejor instrumento de destrucción. Sería muy desconcertante que desaparecieran de golpe.
—Sería un desafío —puntualiza Jade—. Y buena falta nos hace. Eres demasiado joven para conocer otra cosa, Angelo, pero los demonios no siempre hemos convivido con los humanos —reprime un bostezo—. La época de los dinosaurios, sin ir más lejos, fue mucho más larga. Y la de las bacterias, ni te cuento. Aunque esa fue bastante aburrida —añade tras un instante de reflexión.
Angelo sonríe.
—Te daría la razón si fueses capaz de recordarlo.
Jade entorna los ojos con un mohín de niña pequeña.
—De cualquier modo —concluye—, lamentaré más la extinción de los ángeles que la de los humanos.
Me preparo para intervenir de nuevo, indignada, cuando veo que los tres vuelven la cabeza a la vez hacia la puerta del bar.
—Retiro lo dicho —murmura la diablesa entre dientes.
En la entrada ha aparecido un ángel.
Es una joven china de rostro redondo y aniñado. Lleva un vestido blanco cuyos tirantes dejan al descubierto unos hombros pálidos y delicados. Mira en torno a sí, buscando a alguien a quien sin duda ya ha detectado. Desde aquí puedo ver que hay profundas huellas de sufrimiento en sus facciones. Y, sin embargo, sus ojos son brillantes, como los de todos los ángeles, y unas preciosas alas de luz, de aspecto similar a las de las mariposas, baten el aire suavemente tras ella.
Todo el local se ilumina con su mera presencia. ¿O soy yo la única que lo nota? Porque nadie más se ha molestado en mirarla dos veces.
Entonces, el ángel repara en nosotros… en Jade, para ser más exactos… y frunce el ceño.
—Disculpadme —suspira la diablesa levantándose—. Voy a intentar detenerla antes de que haga alguna estupidez.
«¿Perdón?», pregunto, desorientada. Pero nadie me hace caso.
El ángel avanza entre las mesas, derecha hacia Jade. Se detiene a pocos metros de ella y, de pronto, extrae su espada de la vaina.
—¡Chun-T'i! —la llama—. ¿Por qué te escondes entre los humanos? ¡Ven a pelear!
Le ha hablado en chino, por lo que muchos de los clientes del café alzan su mirada hacia ella, sorprendidos. Jade yergue sus alas negras y un manto de oscuridad parece eclipsar el esplendor del ángel.
—Ch'ang-E,
la
Siempre Sublime
—le dice en la lengua demoníaca, con voz suave y tranquilizadora—. ¿Otra vez has venido a buscarme? Sabes que jamás resolveremos esta disputa. ¿Por qué no dejarlo estar?
Los ojos del ángel relucen más intensamente, llevados por la ira.
—¿¡Dejarlo estar!? —grita, y su voz parece más un aullido que una pregunta—. ¿Después de todo el mal que has causado, demonio despiadado? ¿Después del daño que has hecho a toda esta gente?
—Ch'ang-E… —advierte Jade, o Chun-T'i, o como se llame.
Pero el ángel no atiende a razones. Con un grito de rabia, alza su espada por encima de su cabeza y se lanza contra la diablesa, que, en un movimiento velocísimo, enarbola su acero y lo interpone entre ambas.
Siento en lo más profundo de mi esencia el choque entre las dos armas. Antes de que pueda entender qué está pasando exactamente, el ángel y el demonio se enzarzan en una pelea a muerte. Al principio vuelcan un par de mesas y arrancan exclamaciones alarmadas de los clientes. Pero apenas unos instantes más tarde, la pelea parece más bien un baile de espíritus, perfecto, elegante, de mortífera belleza. Las dos se mueven por entre las mesas y las columnas sin llegar a tocar nada que no sea la espada de su contrincante.
Se diría que no pisan el suelo, sino que se deslizan sobre él sin rozarlo. Como ya no estoy atada a las limitaciones de los sentidos, soy capaz de apreciar la precisión de cada uno de sus movimientos, la gracia sobrenatural con que intentan matarse la una a la otra. Pero incluso los humanos vivos se han quedado boquiabiertos observándolas. La banda de jazz ha dejado de tocar, y los de seguridad se han quedado pasmados en la puerta. Deben de estar viendo las espadas, es tan obvio que están luchando que no podrían pasarlas por alto. Y, sin embargo, el instinto les dice que lo que está sucediendo ahora mismo en la cafetería del Peace Hotel es algo tan importante, antiguo e irrevocable como la sucesión de los días y las noches. Algo en lo que ningún ser humano debería intervenir.
Los demonios, en cambio, lo comentan como si viesen un partido de tenis.
—Ah, la pobre Ch'ang-E —suspira Orias—. Los antiguos la veneraron como diosa de la Luna y la inmortalidad. Tenía una hermana, Xi-He, adorada como diosa solar, y ambas estaban muy unidas a Nü Gua, un bondadoso ángel a quien las leyendas chinas atribuyen la creación de la humanidad. Pero las dos murieron, y Ch'ang-E se quedó sola, y ahora está medio loca.
—¿Y por eso ataca a Jade delante de tantos humanos? —pregunta Angelo interesado.
—Oh, se ha convertido en una obsesión para ella. En tiempos pasados, Jade fue Chun-T'i, una sanguinaria diosa de la guerra. Miles de guerreros cabalgaron bajo su estandarte hacia el campo de batalla. Cientos de luchas fratricidas se llevaron a cabo en su nombre. Nü Gua siempre había protegido a los humanos de todo tipo de catástrofes: sequías, guerras, inundaciones… y decidió que detendría a Chun-T'i a cualquier precio. Pero fue ella quien venció en aquella ocasión; la mató durante un duelo, y Xi-He y Ch'ang-E, que admiraban muchísimo a Nü Gua, juraron que la vengarían —suspira, pesaroso—. Y la verdad, me da lástima. Ch'ang-E fue en tiempos un ángel poderoso, pero ahora… mírala. Pelea simplemente porque no le queda otra cosa. Persigue a Jade por todas partes, empeñada en finalizar lo que Nü Gua comenzó.
—Tal vez prefiera morir luchando que sucumbir a la Plaga —comenta Angelo.
Orias lo observa, pensativo.
—Tal vez —concede—. Pero no estoy seguro de que vaya a conseguirlo. Mira.
Jade ha vencido. No sé cómo lo ha hecho, pero ahora acorrala a una temblorosa Ch'ang-E entre una columna y el filo de su espada. Los clientes occidentales estallan en aplausos. Sin duda creen que es una especie de espectáculo auspiciado por el hotel para entretener a los turistas. Si supieran que están aclamando a un demonio… Si supieran que la mujer a la que acaba de derrotar es un pobre ángel solitario…
Los chinos, en cambio, contemplan la escena, pálidos y serios. ¿Intuyen lo que está sucediendo en realidad? ¿Reconocen a las diosas veneradas por sus antepasados en este ángel y este demonio? ¿Son conscientes de que la luz de Ch'ang-E,
la Siempre Sublime
, está a punto de apagarse para siempre?
«¡No!», grito, pero solo los demonios escuchan mi voz fantasmal.
¿La matará delante de tanta gente?
Pero Jade retira la espada.
—Vete —le dice.
Ch'ang-E la mira fijamente, primero sin comprender; luego, con rabia.
—¡Chun-T'i! —le grita—. ¡No te vayas! ¡Tenemos que luchar! ¡Debes… morir!
Jade mira a su alrededor. La gente está inquieta. Los de seguridad no saben qué hacer. Hasta los clientes occidentales empiezan a sospechar que esto no es un espectáculo.
—Está bien —concede—, pero no aquí. Vete, Ch'ang-E, y prepárate para la próxima batalla.
Se inclina hacia ella. Su larguísimo pelo negro resbala por su hombro como una cascada de terciopelo, cubriendo los rostros del ángel y el demonio, que se han acercado para compartir una confidencia que no concierne a nadie más. En voz baja, Jade le susurra a Ch'ang-E el lugar y el momento de su próximo encuentro.
—Y no será el último —nos confía Orias—. Jade ha tenido ya varias ocasiones de matarla. Ch'ang-E ha perdido facultades.
—¿Por qué le ha perdonado la vida, entonces? —pregunta Angelo, extrañado.
Orias se encoge de hombros.
—Son enemigas desde hace mucho tiempo. Por extraño que parezca, una relación así puede crear lazos incluso más fuertes que la amistad. O quizá lo haga por la memoria de Nü Gua. Quién sabe.
—Ya veo —murmura Angelo.
Y contempla, pensativo, cómo el ángel da media vuelta y se aleja, tambaleándose, arrastrando la espada tras de sí, hacia la puerta. Todo el mundo se relaja cuando se va.
Jade vuelve a sentarse con nosotros.
—Asunto solucionado —sonríe—. Siento la interrupción. Ya se ha marchado y no creo que vuelva.
—Nosotros también deberíamos marcharnos —dice Angelo—. Tenemos información muy valiosa y alguien la está esperando con impaciencia.
Orias lo mira con fingida sorpresa.
—¿Pero cómo? ¿De verdad piensas transmitir esa información? ¿Así, incompleta como está?
Angelo y yo nos volvemos hacia él al mismo tiempo.