Dos velas para el diablo (44 page)

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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

BOOK: Dos velas para el diablo
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Uriel no responde. Sigue mirándonos, y tampoco reacciona cuando Nebiros sale de la habitación.

«Lo siento», murmuro sintiéndome muy miserable.

Angelo cierra los ojos.

—Ya es tarde —responde—; estamos perdidos.

«Yo… lo siento», repito. «No quería… no podía verte morir. No si podía evitarlo».

Cuánto odio ser un fantasma y no tener lágrimas. Cuánto detesto que no me salgan las palabras.

Uriel sigue paseando la mirada de uno a otro.

—Seré magnánimo —dice—. Me habéis dicho lo que quería saber y, por tanto, voy a dejarle a Angelo unos momentos más de vida. Para que la chica tenga una última oportunidad para marcharse por el túnel de luz. Y para que os despidáis —añade con una plácida sonrisa—, naturalmente.

Se aparta de nosotros y se dirige a Gabriel, que ha contemplado la escena sin intervenir, con gesto preocupado, pero que ahora recompone su expresión para devolverle una mirada de desprecio.

—De modo que Astaroth —comenta Uriel—. Gabriel, ¿cómo has podido?

Ella no dice nada.

Trato de no prestarles atención, y miro a Angelo, que sigue de rodillas sobre la moqueta, esposado, con el pecho marcado por horribles heridas que no sanan. Tiene la cabeza gacha y tiembla como un flan. Lo van a matar en menos de cinco minutos, y entonces yo me convertiré en un fantasma perdido para toda la eternidad, pero eso no me importa, y tampoco me preocupa el que mi estúpido error haya acabado con la última esperanza de salvación de la especie humana.

«Nunca podrás perdonarme», susurro henchida de pena. Esto es lo único que me angustia, lo único en lo que puedo pensar.

Angelo mueve la cabeza.

—No importa —responde—. Sé por qué lo has hecho.

Y yo lo sé también.

—Debería haber contado con ello —prosigue—, pero supongo que subestimé la fuerza de tus sentimientos. Ya sabes —añade con una débil sonrisa—, otro de los terribles defectos de tu especie.

Que todavía tenga ganas de hacer chistes a costa de Uriel, me da un poco de ánimo.

«No quiero que mueras», le digo. «No me importa irme por el túnel de luz y dejarte atrás, a ti, al mundo, a la vida y a todo lo demás, pero solo si sé que vas a estar bien. No quiero que mueras», repito con creciente angustia. «¿No hay nada que pueda hacer?».

—No mucho —responde él entre dientes—. Astaroth nos ha fallado. No esperé que tardara tanto en venir a buscar a Gabriel. Y ahora saben quién es, de modo que lo estarán esperando. Siempre es más sencillo capturar a un demonio si conoces su identidad.

«¡De modo que todo esto era una trampa desde el principio!», comprendo horrorizada.

—Sí, y caímos en ella… todos nosotros. La conversación que escuchaste aquí entre Nebiros y Valefar…, probablemente sabían que los estabas espiando. Te hicieron creer que había sido un error traernos aquí, que no nos esperaban. Nos hicieron concebir falsas esperanzas. Imaginar, por un instante, que teníamos alguna posibilidad. Pero lo hicieron a propósito, para conducir a Astaroth a una ratonera. Y tenía que ser aquí, y no en otro lugar: si nos hubiesen encerrado a todos en un sitio abandonado, o en una base lejos del lugar donde están trabajando en su proyecto, Astaroth sospecharía y entraría con más cautela. Piensa que ha introducido un caballo de Troya en el corazón del enemigo, pero son ellos los que le están invitando a entrar en la boca del lobo.

Guardo silencio, anonadada.

«Lo siento», murmuro por fin.

—Ya me has pedido perdón…

«No, no solo por esto. Siento haberte metido en esto… cuando entré en el pub y te puse en el pecho la espada de mi padre. Nunca imaginé que acabaríamos así».

Angelo sonríe.

—No lo hice porque me amenazaras. Y tampoco porque me cayeras especialmente bien, ni porque temiera por tu seguridad, ni nada por el estilo.

«¿Entonces?».

Se encoge de hombros y, aun a punto de morir, aun débil a causa de la tortura, me dedica la primera sonrisa franca y auténtica que le veo desde que nos conocemos:

—Lo hice porque me aburría —confiesa.

No me lo puedo creer. No sé si enfadarme, reírme o llorar. Estoy a punto de responder, cuando un grito de angustia nos interrumpe. Nos volvemos hacia los arcángeles, para descubrir a Gabriel doblada sobre sí misma, temblando, debatiéndose, tratando de alejarse de Uriel mientras soporta heroicamente el dolor de la cadena… y a Uriel, que ha colocado la mano sobre el vientre de ella, una mano blanca y perfecta que, sin embargo, brilla con una luz siniestra.

—Es por tu bien —le dice—. No sabes lo que has hecho. Algún día me lo agradecerás.

—No… ¡NO! —chilla Gabriel—. ¡Déjame en paz! ¡Deja en paz a mi hijo!

Uriel la suelta para colocar una mano sobre su frente. Ella queda inmóvil de pronto, como si la hubiesen sedado. Y entonces, con suavidad, Uriel deja caer, de nuevo, la mano libre sobre su vientre.

«¡Para!», trato de intervenir. «¿Qué le estás haciendo?».

Uriel alza la cabeza y me mira. En una primera impresión me parece que es una mirada fría, inhumana, pero descubro, sorprendida, que hay tras ella un profundo dolor, un dolor indescriptible, que se ha acumulado en su alma durante miles de años. Uriel, quién lo hubiera dicho, es una criatura que sufre. No le gusta hacer daño a Gabriel, no le gusta exterminar humanos, probablemente ni siquiera disfrute matando demonios. Solo desea cuidar del hermoso mundo que se le encomendó, y siente que ya ha soportado demasiado, que no puede continuar así.

Uriel hace todo lo que hace porque cree que no tiene más remedio. Porque piensa que es necesario, que es su deber. Aunque no le guste.

Basta, basta, no quiero seguir mirándole. No quiero comprenderlo, y mucho menos compadecerlo. Es mucho más sencillo creer que lo hace por pura maldad, porque nos odia. Más fácil, y menos perturbador, que pensar que tiene sobrados motivos para odiarnos.

Por eso me quedo paralizada mientras Uriel retira delicadamente la mano del abdomen de Gabriel. Con horror, veo cómo este disminuye de volumen, como si la vida que albergaba en su interior se estuviese desinflando, desvaneciéndose lentamente. Por fin, cuando el bebé de Gabriel ya no existe, Uriel la suelta y ella se desliza hasta el suelo. Lo mira, aturdida, y después palpa su vientre, incrédula y horrorizada. Cuando descubre que ha perdido a su hijo lanza un chillido de angustia, un grito que me conmueve en lo más hondo, se encoge sobre sí misma y, sin fuerzas para nada más, se echa a llorar por fin. Ella, que ha soportado un largo cautiverio, que ha resistido largos interrogatorios, que ha hecho frente a Nebiros y a Uriel sin alterarse, no puede ahora contener las lágrimas.

No sé si alguna vez habéis visto llorar a un ángel. Sí no es así, es una experiencia que no os recomiendo.

Las lágrimas de un ángel son mucho más perturbadoras que la risa de un demonio.

Lo siento tanto… Gabriel…

Pero no tengo tiempo de decírselo. De pronto, la puerta se abre y regresan Nebiros y Valefar. Traen a un demonio encadenado de pies a cabeza. Un demonio que, si quisiera, podría destruirnos a todos con un mero pensamiento, pero que no osará hacerlo, no porque las cadenas, forjadas con el único material que puede matarlo, lo inmovilizan y hacen que cada movimiento sea un auténtico tormento, sino, sobre todo, porque ha visto a Gabriel, hundida, derrotada a los pies de Uriel.

Por fin, Astaroth ha venido a rescatarnos a todos.

Pero me temo que el plan no ha salido como esperábamos.

Gabriel alza hacia él su rostro bañado en lágrimas. Se entienden sin necesidad de palabras. A pesar de las cadenas, a pesar del dolor, Astaroth se abalanza hacia ella y nadie se ve capaz de detenerlo. Lo vemos inclinarse junto al ángel, envolverla en un abrazo consolador, compartir su dolor. Por si nos quedaban dudas, aquí lo tenemos: el propio Astaroth era el padre del hijo que esperaba Gabriel.

—Pagaréis por esto —gruñe entre dientes.

Nebiros lo mira con indiferencia.

—Protegemos nuestros intereses, lord Astaroth. Igual que vos protegeríais los vuestros. Ha sido así desde que el mundo es mundo.

Astaroth entorna los ojos, convirtiéndolos en dos finas rendijas rojas.

—Vais a pagar por esto. Los dos —añade lanzando una aviesa mirada a Uriel.

El arcángel, que se ha quedado quieto contemplando a Gabriel en brazos de Astaroth, reacciona y le responde con suavidad:

—Es una cuestión de perspectiva. Nosotros, ángeles y demonios, hemos de tener las miras más amplias. El mundo no fue creado para los humanos. Ya existía mucho antes de que estos apareciesen, y ha subsistido sin ellos, y los sobrevivirá. No son tan importantes como creen. Son, en realidad, demasiado insignificantes como para apreciar la grandeza de la creación.

«No somos tan insignificantes», intervengo sin poder evitarlo. «De lo contrario, no habrías organizado todo esto, solo por nosotros. Tanta gente importante… ángeles, demonios, criaturas poderosas que llevan millones de años existiendo en el mundo… peleándose por el destino de nuestra especie».

Uriel se ríe, con esa risa tan fría y tan musical, que embelesa y al mismo tiempo pone la piel de gallina.

—Sí lo sois, pequeña mortal —responde—. Y ya que mencionas nuestra existencia, vamos a hablar de la vuestra. Hablemos de números; a los humanos os gustan los números, las cifras, las estadísticas. ¿Sabes que la vida apareció en este planeta hace casi cuatro mil millones de años? ¿Y sabes cuándo nacieron tus primeros antepasados? Hace menos de dos millones de años. Eso significa que vosotros solo habéis asistido a un 0,05% de la historia de la vida en este planeta. ¿Cómo osáis… cómo habéis osado en algún momento imaginaros siquiera como los reyes de la Creación?

Abro la boca para responder, pero no soy capaz de decir nada. Uriel sigue hablando:

—Pero sigamos hablando de números. Quizá he sido demasiado generoso poniendo como fechas de referencia la aparición de la vida y el nacimiento de tus ancestros. Ajustemos un poco más y hablemos de historia: la de este planeta se remonta a cuatro mil quinientos millones de años de antigüedad. Y de todo ese lapso de tiempo, vuestra historia, la historia de la civilización humana, todos sus logros, sus grandezas y sus miserias… solo ocupa un ridículo 0,0001%. ¿Qué te hace pensar que sois tan importantes? ¿Qué te hace pensar que este mundo os necesita?

—No debería ser una decisión unilateral —le replica entonces Gabriel.

Se ha incorporado. Mira a Uriel con gesto firme, valiente, y parece serena y segura de sí misma, aunque sus manos todavía se cruzan sobre el vientre donde hasta hace pocos momentos aún existía su bebé. Astaroth permanece muy cerca de ella, confortándola, apoyándola.

—No eres tú quien debe decidir si el mundo necesita o no a los humanos —prosigue Gabriel—. Y lo sabes. De lo contrario, no estarías haciendo esto a escondidas, como un criminal.

—¡Porque nadie más lo hacía! —replica Uriel y, de nuevo, detecto en sus ojos un sufrimiento que va mucho más allá de la comprensión humana—. ¡Porque estabais permitiendo que estas criaturas continuaran destruyendo el mundo, provocando una aniquilación mucho, muchísimo mayor, en proporción, que todos los demonios en toda su historia! ¡Porque Miguel seguía combatiendo contra los demonios y protegiendo a los humanos, mientras el mundo muere… y nosotros con él!

—Todos lo veíamos, Uriel —responde Gabriel, severa—. Todos, incluso yo. ¿Crees que no nos duele? ¿Crees que no nos importa? Pero existen otros medios… tal vez otra salida…

Uriel le devuelve una mirada inexpresiva.

—¿Cuál? ¿Procrear con demonios? Aunque hubiera alguna remota posibilidad de que eso funcionase, ya es demasiado tarde, Gabriel. No hay tiempo para experimentos. Quizá de haberlo intentado hace mil o dos mil años… aún habríamos tenido tiempo de hacer algo. Pero hemos llegado a un punto en el que ya no hay vuelta atrás. Lo que estáis haciendo tú y los tuyos no servirá de nada. Lo sabes, ¿verdad? Para cuando vuestros hijos hayan alcanzado la edad adulta, para cuando sean lo bastante numerosos como para hacer algo al respecto, ya no quedará ningún mundo que salvar.

—Pero si existe la mínima posibilidad de que funcione, debemos intentarlo, Uriel —insiste ella—. Somos ángeles; no podemos iniciar una extinción. Sé que los humanos han provocado, y siguen haciéndolo, el exterminio de miles de especies, pero nosotros debemos, siempre, buscar otra vía, aun cuando sea para protegerlos. La tarea de destruir es obra de los demonios. No es propia de nosotros.

—Por eso no pudiste hacerlo solo; por eso recurriste a uno de los nuestros —murmura Astaroth, y vuelve la mirada hacia Nebiros—. ¿Por qué, Nebiros? La extinción de los humanos solo beneficia a los ángeles. Pocos demonios estarán de acuerdo con lo que estás planeando.

Nebiros se encoge de hombros.

—Tenía la posibilidad de superarme a mí mismo —responde—. La tecnología humana ha llegado a un punto que me permite crear algo mucho más perfecto que mis experimentos anteriores. La propuesta de Uriel me pareció interesante, un reto científico, si queréis llamarlo así. Nada más que eso.

—Sabes lo que te hará Lucifer si se entera de esto, ¿verdad?

Una sonrisa de suficiencia asoma a los labios de Nebiros.

—Si es que se entera —responde—. Cuando los humanos desaparezcan, muchos demonios perderán poder, y Lucifer estará demasiado ocupado reorganizando su imperio como para tomar represalias. El nuevo orden pertenecerá a aquellos que estén preparados para él. Nuestra pequeña criatura está casi a punto. En muy poco tiempo estaremos listos para lanzarla al mundo, y en menos de tres semanas, ya no quedarán humanos sobre él. Pero vos, lord Astaroth, no viviréis para verlo.

Astaroth responde solo con una sonrisa de triunfo que desconcierta momentáneamente a Nebiros.

Y entonces, de pronto, todos notamos una presencia extraordinaria en la habitación; hace mucho más calor del que debería. Algo no va bien; no se trata solo de que estemos atrapados en la guarida de Nebiros, de que no tengamos ninguna oportunidad de escapar… es mucho, mucho peor. Si es que eso es posible.

Todo mi ectoplasma se estremece de puro terror. ¿Qué está pasando? Tengo la sensación de que estamos en peligro, de que algo nos acecha desde la oscuridad, algo mucho más grandioso y terrible que todos los demonios juntos.

—Muy interesante —retumba una voz que parece venir de todas partes y de ninguna.

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