Más tarde.
Cuando llegó el profesor, discutimos sobre la situación. Comprendía que tenía alguna idea, que quería exponérnosla, pero tenía cierto temor de entrar de lleno en el tema. Después de muchos rodeos, dijo repentinamente:
—Amigo John, hay algo que usted y yo debemos discutir solos, en todo caso, al principio. Más tarde, tendremos que confiar en todos los demás.
Hizo una pausa. Yo esperé, y el profesor continuó al cabo de un momento:
—La señora Mina, nuestra pobre señora Mina, está cambiando.
Un escalofrío me recorrió la espina dorsal, al ver que mis suposiciones eran confirmadas de ese modo. Van Helsing continuó:
—Con la triste experiencia de la señorita Lucy, debemos estar prevenidos esta vez, antes de que las cosas vayan demasiado lejos. Nuestra tarea es, ahora, en realidad, más difícil que nunca, y este problema hace que cada hora que pasa sea de la mayor importancia. Veo las características del vampiro aparecer en su rostro. Es todavía algo muy ligero, pero puede verse si se le observa sin prejuicios. Sus dientes son un poco más agudos y, a veces, sus ojos son más duros. Pero eso no es todo; guarda frecuentemente silencio, como lo hacía la señorita Lucy. No habla, aun cuando escribe lo que quiere que se sepa más adelante. Ahora, mi temor es el siguiente: puesto que ella pudo, por el trance hipnótico que provocamos en ella, decir qué veía y oía el conde, no es menos cierto que él, que la hipnotizó antes, que bebió su sangre y le hizo beber de la suya propia, puede, si lo desea, hacer que la mente de la señora Mina le revele lo que conoce. ¿No parece justa esa suposición?
Asentí, y el maestro siguió diciendo:
—Entonces, lo que debemos hacer es evitar eso; debemos mantenerla en la ignorancia de nuestro intento, para que no pueda revelar en absoluto lo que no conoce. ¡Es algo muy doloroso! Tan doloroso, que me duele enormemente tener que hacerlo, pero es necesario. Cuando nos reunamos hoy, voy a decirle que, por razones de las que no deseamos hablar, no podrá volver a asistir a nuestros consejos, pero que nosotros continuaremos custodiándola.
Se enjugó la frente, de la que le había brotado bastante sudor, al pensar en el dolor que podría causar a aquella pobre mujer que ya estaba siendo tan torturada. Sabía que le serviría de cierto consuelo el que yo le dijera que, por mi parte, había llegado exactamente a la misma conclusión, puesto que, por lo menos, le evitaría tener dudas. Se lo dije, y el efecto fue el que yo esperaba.
Falta ya poco para que llegue el momento de nuestra reunión general. Van Helsing ha ido a prepararse para la citada reunión y la dolorosa parte que va a tener que desempeñar en ella. Realmente creo que lo que desea es poder orar a solas.
Más tarde.
En el momento mismo en que daba comienzo la reunión, tanto van Helsing como yo experimentamos un gran alivio. La señora Harker envió un mensaje, por mediación de su esposo, diciendo que no iba a reunirse con nosotros entonces, puesto que estaba convencida de que era mejor que nos sintiéramos libres para discutir sobre nuestros movimientos, sin la molestia de su presencia. El profesor y yo nos miramos uno al otro durante un breve instante y, en cierto modo, ambos nos sentimos aliviados. Por mi parte, pensaba que si la señora Harker se daba cuenta ella misma del peligro, habíamos evitado así un grave peligro y, sin duda, también un gran dolor. Bajo las circunstancias, estuvimos de acuerdo, por medio de una pregunta y una respuesta, con un dedo en los labios, para guardarnos nuestras sospechas, hasta que estuviéramos nuevamente en condiciones de conversar a solas. Pasamos inmediatamente a nuestro plan de campaña. Van Helsing nos explicó de manera resumida los hechos:
—El
Czarina Catherine
abandonó el Támesis ayer por la mañana. Necesitará por lo menos, aunque vaya a la máxima velocidad que puede desarrollar, tres semanas para llegar a Varna, pero nosotros podemos ir por tierra al mismo lugar en tres días. Ahora bien, si concedemos dos días menos de viaje al barco, debido a la influencia que tiene sobre el clima el conde y que nosotros conocemos, y si concedemos un día y una noche como margen de seguridad para cualquier circunstancia que pueda retrasarnos, entonces, nos queda todavía un margen de casi dos semanas. Por consiguiente, con el fin de estar completamente seguros, debemos salir de aquí el día diecisiete, como fecha límite. Luego, llegaremos a Varna por lo menos un día antes de la llegada del Czarina Catherine, en condiciones de hacer todos los preparativos que juzguemos necesarios.
Por supuesto, debemos ir todos armados… Armados contra todos los peligros, tanto espirituales como físicos.
En eso, Quincey Morris añadió:
—Creo haber oído decir que el conde procede de un país de lobos, y es posible que llegue allí antes que nosotros. Por consiguiente, aconsejo que llevemos
Winchesters
con nosotros. Tengo plena confianza en los rifles
Winchester
cuando se presenta un peligro de ese tipo. ¿Recuerda usted, Art, cuando nos seguía la jauría en Tobolsk? ¡Qué no hubiéramos dado entonces por poseer un fusil de repetición!
—¡Bien! —dijo van Helsing—. Los
Winchesters
son muy convenientes. Quincey piensa frecuentemente con mucho acierto, pero, sobre todo, cuando se trata de cazar. Las metáforas son más deshonrosas para la ciencia que los lobos peligrosos para el hombre. Mientras tanto, no podemos hacer aquí nada en absoluto, y como creo que ninguno de nosotros está familiarizado con Varna, ¿por qué no vamos allá antes?
Resultará tan largo el esperar aquí como el hacerlo allá. Podemos prepararnos entre hoy y mañana, y entonces, si todo va bien, podremos ponemos en camino nosotros cuatro.
—¿Los cuatro? —dijo Harker, interrogativamente, mirándonos a todos, de uno en uno.
—¡Naturalmente! —dijo el profesor con rapidez—. ¡Usted debe quedarse para cuidar a su dulce esposa!
Harker guardó silencio un momento, y luego dijo, con voz hueca:
—Será mejor que hablemos de esto mañana. Voy a consultar con Mina al respecto.
Pensé que ése era el momento oportuno para que van Helsing le advirtiera que no debería revelar a su esposa cuáles eran nuestros planes, pero no se dio por aludido.
Lo miré significativamente y tosí. A modo de respuesta, se puso un dedo en los labios y se volvió hacia otro lado.
Octubre, por la tarde.
Durante un buen rato, después de nuestra reunión de esta mañana, no pude reflexionar. Las nuevas fases de los asuntos me dejaron la mente en un estado tal, que me era imposible pensar con claridad. La determinación de Mina de no tomar parte activa en la discusión me tenía preocupado y, como no me era posible discutir de eso con ella, solamente podía tratar de adivinar. Todavía estoy tan lejos como al principio de haber hallado la solución a esa incógnita. Asimismo, el modo en que los demás recibieron esa determinación, me asombró; la última vez que hablamos de todo ello, acordamos que ya no deberíamos ocultarnos nada en absoluto unos a otros. Mina está dormida ahora, calmada y tranquila como una niñita. Sus labios están entreabiertos y su rostro sonríe de felicidad. ¡Gracias a Dios, incluso ella puede gozar aún de momentos similares!
Más tarde.
¡Qué extraño es todo! Estuve observando el rostro de Mina, que reflejaba tanta felicidad, y estuve tan cerca de sentirme yo mismo feliz un momento, como nunca hubiera creído que fuera posible otra vez. Conforme avanzó la tarde y la tierra comenzó a cubrirse de sombras proyectadas por los objetos a los que iluminaba la luz del sol que comenzaba a estar cada vez más bajo, el silencio de la habitación comenzó a parecerme cada vez más solemne. De repente, Mina abrió los ojos y, mirándome con ternura, me dijo:
—Jonathan, deseo que me prometas algo, dándome tu palabra de honor. Será una promesa que me harás a mí, pero de manera sagrada, teniendo a Dios como testigo, y que no deberás romper, aunque me arrodille ante ti y te implore con lágrimas en los ojos. Rápido; debes hacerme esa promesa inmediatamente.
—Mina —le dije—, no puedo hacerte una promesa de ese tipo inmediatamente. Es posible que no tenga derecho a hacértela.
—Pero, querido —dijo con una tal intensidad espiritual que sus ojos refulgían como si fueran dos estrellas polares—, soy yo quien lo desea, y no por mí misma. Puedes preguntarle al doctor van Helsing si no tengo razón; si no está de acuerdo, podrás hacer lo que mejor te parezca. Además, si están todos de acuerdo, quedarás absuelto de tu promesa.
—¡Te lo prometo! —le dije; durante un momento, pareció sentirse extraordinariamente feliz, aunque en mi opinión, toda felicidad le estaba vedada, a causa de la cicatriz que tenía en la frente.
—Prométeme que no me dirás nada sobre los planes que hagan para su campaña en contra del conde —me dijo—. Ni de palabra, ni por medio de inferencias ni implicaciones, en tanto conserve esto.
Y señaló solemnemente la cicatriz de su frente. Vi que estaba hablando en serio y le dije solemnemente también:
—¡Te lo prometo!
Y en cuanto pronuncié esas palabras comprendí que acababa de cerrarse una puerta entre nosotros.
Más tarde, a la medianoche.
Mina se ha mostrado alegre y animada durante toda la tarde. Tanto, que todos los demás parecieron animarse a su vez, como dejándose contagiar por su alegría; como consecuencia de ello, yo también me sentí como si el peso tremendo que pesa sobre todos nosotros se hubiera aligerado un poco. Todos nos retiramos temprano a nuestras habitaciones. Mina está durmiendo ahora como un bebé; es maravilloso que le quede todavía la facultad de dormir, en medio de su terrible problema. Doy gracias a Dios por ello, ya que, de ese modo, al menos podrá olvidarse ella de su dolor. Es posible que su ejemplo me afecte, como lo hizo su alegría de esta tarde. Voy a intentarlo. ¡Qué sea un sueño sin pesadillas!
6 de octubre, por la mañana.
Otra sorpresa. Mina me despertó temprano, casi a la misma hora que el día anterior, y me pidió que le llevara al doctor van Helsing. Pensé que se trataba de otra ocasión para el hipnotismo y, sin vacilaciones, fui en busca del profesor. Evidentemente, había estado esperando una llamada semejante, ya que lo encontré en su habitación completamente vestido. Tenía la puerta entreabierta, como para poder oír el ruido producido por la puerta de nuestra habitación al abrirse. Me acompañó inmediatamente; al entrar en la habitación, le preguntó a Mina si deseaba que los demás estuvieran también presentes.
—No —dijo con toda simplicidad—; no será necesario. Puede usted decírselo más tarde. Deseo ir con ustedes en su viaje.
El doctor van Helsing estaba tan asombrado como yo mismo. Al cabo de un momento de silencio, preguntó:
—Pero, ¿por qué?
—Deben llevarme con ustedes. Yo estoy más segura con ustedes, y ustedes mismos estarán también más seguros conmigo.
—Pero, ¿por qué, querida señora Mina? Ya sabe usted que su seguridad es el primero y el más importante de nuestros deberes. Vamos a acercarnos a un peligro, al que usted está o puede estar más expuesta que ninguno de nosotros, por las circunstancias y las cosas que han sucedido.
Hizo una pausa, sintiéndose confuso.
Al replicar, Mina levantó una mano y señaló hacia su frente.
—Ya lo sé. Por eso que debo ir. Puedo decírselo a ustedes ahora, cuando el sol va a salir; es posible que no pueda hacerlo más tarde. Sé que cuando el conde me quiera a su lado, tendré que ir. Sé que si me dice que vaya en secreto, tendré que ser astuta y no me detendrá ningún obstáculo… Ni siquiera Jonathan.
Dios vio la mirada que me dirigió al tiempo que hablaba, y si había allí presente uno de los ángeles escribanos, esa mirada ha debido quedar anotada para honor eterno de ella. Lo único que pude hacer fue tomarla de la mano, sin poder hablar; mi emoción era demasiado grande para que pudiera recibir el consuelo de las lágrimas. Continuó hablando:
—Ustedes, los hombres, son valerosos y fuertes. Son fuertes reunidos, puesto que pueden desafiar juntos lo que destrozaría la tolerancia humana de alguien que tuviera que guardarse solo. Además, puedo serles útil, puesto que puede usted hipnotizarme y hacer que le diga lo que ni siquiera yo sé.
El profesor hizo una pausa antes de responder.
—Señora Mina, es usted, como siempre, muy sabia. Debe usted acompañarnos, y haremos juntos lo que sea necesario que hagamos.
El largo silencio que guardó Mina me hizo mirarla. Había caído de espaldas sobre las almohadas, dormida; ni siquiera despertó cuando levanté las persianas de la ventana y dejé que la luz del sol iluminara plenamente la habitación. Van Helsing me hizo seña de que lo acompañara en silencio. Fuimos a su habitación y, al cabo de un minuto, lord Godalming, el doctor Seward y el señor Morris estuvieron también a nuestro lado. Les explicó lo que le había dicho Mina y continuó hablando:
—Por la mañana, debemos salir hacia Varna. Debemos contar ahora con un nuevo factor: la señora Mina. Pero su alma es pura. Es para ella una verdadera agonía decirnos lo que nos ha dicho, pero es muy acertado, y así estaremos advertidos a tiempo. No debemos desaprovechar ninguna oportunidad y, en Varna, debemos estar dispuestos a actuar en el momento en que llegue ese barco.
—¿Qué deberemos hacer exactamente? —preguntó el señor Morris, con su habitual laconismo.
El profesor hizo una pausa, antes de responder.
—Primeramente, debemos tomar ese navío; luego, cuando hayamos identificado la caja, debemos colocar una rama de rosal silvestre sobre ella. Deberemos sujetarla, ya que cuando la rama está sobre la caja, nadie puede salir de ella. Al menos así lo dice la superstición. Y la superstición debe merecemos confianza en principio; era la fe del hombre en la antigüedad, y tiene todavía sus raíces en la fe. Luego, cuando tengamos la oportunidad que estamos buscando… Cuando no haya nadie cerca para vernos, abriremos la caja y…, y todo habrá concluido.
—No pienso esperar a que se presente ninguna oportunidad —dijo Morris—. En cuanto vea la caja, la abriré y destruiré al monstruo, aunque haya mil hombres observándome, y aunque me linchen un momento después.
Agarré su mano instintivamente y descubrí que estaba tan firme como un pedazo de acero. Pienso que comprendió mi mirada; espero que la entendiera.
—¡Magnífico! —dijo el profesor van Helsing—. ¡Magnífico! ¡Nuestro amigo Quincey es un hombre verdadero! ¡Que Dios lo bendiga por ello! Amigo mío, ninguno de nosotros se quedará atrás ni será detenido por ningún temor. Estoy diciendo solamente lo que podremos hacer… Lo que debemos hacer. Pero en realidad ninguno de nosotros puede decir qué hará. Hay muchas cosas que pueden suceder, y sus métodos y fines son tan diversos que, hasta que llegue el momento preciso, no podremos decirlo. De todos modos, deberemos estar armados, y cuando llegue el momento final, nuestro esfuerzo no debe resultar vano. Ahora, dediquemos el día de hoy a poner todas nuestras cosas en orden. Dejemos preparadas todas las cosas relativas a otras personas que nos son queridas o que dependen de nosotros, puesto que ninguno de nosotros puede decir qué, cuándo ni cómo puede ser el fin. En cuanto a mí, todos mis asuntos están en orden y, como no tengo nada más que hacer, voy a preparar ciertas cosas y a tomar ciertas disposiciones para el viaje. Voy a conseguir todos nuestros billetes, etcétera.