«Y bien, he revisado mis cuentas. Encuentro que esto y aquello está mal. Pero, por la gracia de Dios, rectificaré esto y aquella. Pondré mis cuentas al día.»
Lily, la hija del encargado, tenía los pies literalmente muertos. No había todavía acabado de hacer pasar a un invitado al cuarto de desahogo, detrás de la oficina de la planta baja, para ayudarlo a quitarse el abrigo, cuando de nuevo sonaba la quejumbrosa campana de la puerta y tenía que echar a correr por el zaguán vacío para dejar entrar a otro. Era un alivio no tener que atender también a las invitadas. Pero Miss Kate y Miss Julia habían pensado en eso y convirtieron el baño de arriba en un cuarto de señoras. Allá estaban Miss Kate y Miss Julia, riéndose y chismeando y ajetreándose una tras la otra hasta el rellano de la escalera, para mirar abajo y preguntar a Lily quién acababa de entrar.
El baile anual de las Morkan era siempre la gran ocasión. Venían todos los conocidos, los miembros de la familia, los viejos amigos de la familia, los integrantes del coro de Julia, cualquier alumna de Kate que fuera lo bastante mayorcita y hasta alumnas de Mary Jane también. Nunca quedaba mal. Por años y años y tan atrás como se tenía memoria había resultado una ocasión lucida; desde que Kate y Julia, cuando murió su hermano Pat, dejaron la casa de Stoney Batter y se llevaron a Mary Jane, la única sobrina, a vivir con ellas en la sombría y espigada casa de la isla de Usher, cuyos altos alquilaban a Mr. Fulham, un comerciante en granos que vivía en los bajos. Eso ocurrió hace sus buenos treinta años. Mary Jane, entonces una niñita vestida de corto, era ahora el principal sostén de la casa, ya que tocaba el órgano en Haddington Road. Había pasado por la Academia y daba su concierto anual de alumnas en el salón de arriba de las Antiguas Salas de Concierto. Muchas de sus alumnas pertenecían a las mejores familias de la ruta de Kingstown y Dalkey. Sus tías, aunque viejas, contribuían con lo suyo. Julia, a pesar de sus canas, todavía era la primera soprano de Adán y Eva, la iglesia, y Kate, muy delicada para salir afuera, daba lecciones de música a principiantes en el viejo piano vertical del fondo. Lily, la hija del encargado, les hacía la limpieza. Aunque llevaban una vida modesta les gustaba comer bien; lo mejor de lo mejor: costillas de riñonada, té de a tres chelines y stout embotellado del bueno. Pero Lily nunca hacía un mandado mal, por lo que se llevaba muy bien con las señoritas. Eran quisquillosas, eso es todo. Lo único que no soportaban era que les contestaran.
Claro que tenían razón para dar tanta lata en una noche así, pues eran más de las diez y ni señas de Gabriel y su esposa. Además, que tenían muchísimo miedo de que Freddy Malins se les apareciera tomado. Por nada del mundo querían que las alumnas de Mary Jane lo vieran en ese estado; y cuando estaba así era muy difícil de manejar, a veces. Freddy Malins llegaba siempre tarde, pero se preguntaban por qué se demoraría Gabriel: y era eso lo que las hacía asomarse a la escalera para preguntarle a Lily si Gabriel y Freddy habían llegado.
—Ah, Mr. Conroy —le dijo Lily a Gabriel cuando le abrió la puerta—, Miss Kate y Miss Julia creían que usted ya no venía. Buenas noches, Mrs. Conroy.
—Me apuesto a que creían eso —dijo Gabriel—, pero es que se olvidaron que acá mi mujer se toma tres horas mortales para vestirse.
Se paró sobre el felpudo a limpiarse la nieve de las galochas, mientras Lily conducía a la mujer al pie de la escalera y gritaba:
—Miss Kate, aquí está Mrs. Conroy.
Kate y Julia bajaron enseguida la oscura escalera dando tumbos. Las dos besaron a la esposa de Gabriel, le dijeron que debía estar aterida en vida y le preguntaron si Gabriel había venido con ella.
—Aquí estoy, tía Kate, ¡sin
un
rasguño! Suban ustedes que yo las alcanzo —gritó Gabriel desde la oscuridad.
Siguió limpiándose los pies con vigor mientras las tres mujeres subían las escaleras, riendo, hacia el cuarto de vestir. Una leve franja de nieve reposaba sobre los hombros del abrigo, como una esclavina, y como una pezuña sobre el empeine de las galochas; y al deslizar los botones con un ruido crispante por los ojales helados del abrigo, de entre sus pliegues y dobleces salió el vaho fragante del descampado.
—¿Está nevando otra vez, Mr. Conroy? —preguntó Lily.
Se le había adelantado hasta el cuarto de desahogo para ayudarlo a quitarse el abrigo y Gabriel sonrió al oír que añadía una sílaba más a su apellido. Era una muchacha delgada que aún no había parado de crecer, de tez pálida y pelo color de paja. El gas del cuartico la hacía lucir lívida. Gabriel la conoció siendo una niña que se sentaba en el último escalón a acunar su muñeca de trapo.
—Sí, Lily —le respondió—, y me parece que tenemos para toda la noche.
Miró al cielo raso, que temblaba con los taconazos y el deslizarse de pies en el piso de arriba, atendió un momento al piano y luego echó una ojeada a la muchacha, que ya doblaba su abrigo con cuidado al fondo del estante.
—Dime, Lily —dijo en tono amistoso—, ¿vas todavía a la escuela?
—Oh, no, señor —respondió ella—, ya no más y nunca.
—Ah, pues entonces —dijo Gabriel, jovial—, supongo que un día de estos asistiremos a esa boda con tu novio, ¿no?
La muchacha lo miró esquinada y dijo con honda amargura:
—Los hombres de ahora no son más que labia y lo que puedan echar mano.
Gabriel se sonrojó como si creyera haber cometido un error y, sin mirarla, se sacudió las galochas de los pies y con su bufanda frotó fuerte sus zapatos de charol.
Era un hombre joven, más bien alto y robusto. El color encarnado de sus mejillas le llegaba a la frente, donde se regaba en parches rojizos y sin forma; y en su cara desnuda brillaban sin cesar los lentes y los aros de oro de los espejuelos que amparaban sus ojos inquietos y delicados. Llevaba el brillante pelo negro partido al medio y peinado hacia atrás en una larga curva por detrás de las orejas, donde se ondeaba leve debajo de la estría que le dejaba marcada el sombrero.
Cuando le sacó bastante brillo a los zapatos, se enderezó y se ajustó el chaleco tirando de él por sobre el vientre rollizo. Luego extrajo con rapidez una moneda del bolsillo.
—Ah, Lily —dijo, poniéndosela en la mano—, es Navidad, ¿no es cierto? Aquí tienes… esto…
Caminó rápido hacia la puerta.
—¡Oh, no, señor! —protestó la muchacha, cayéndole detrás—. De veras, señor, no creo que deba.
—¡Es Navidad! ¡Navidad! —dijo Gabriel, casi trotando hasta las escaleras y moviendo sus manos hacia ella indicando que no tenía importancia.
La muchacha, viendo que ya había ganado la escalera, gritó tras él:
—Bueno, gracias entonces, señor.
Esperaba fuera a que el vals terminara en la sala, escuchando las faldas y los pies que se arrastraban, barriéndola. Todavía se sentía desconcertado por la súbita y amarga réplica de la muchacha, que lo entristeció. Trató de disiparlo arreglándose los puños y el lazo de la corbata. Luego, sacó del bolsillo del chaleco un papelito y echó una ojeada a la lista de temas para su discurso. Se sentía indeciso sobre los versos de Robert Browning porque temía que estuvieran muy por encima de sus oyentes. Sería mejor una cita que pudieran reconocer, de Shakespeare o de las
Melodías
de Thomas Moore. El grosero claqueteo de los tacones masculinos y el arrastre de suelas le recordó que el grado de cultura de ellos difería del suyo. Haría el ridículo si citaba poemas que no pudieran entender. Pensarían que estaba alardeando de su cultura. Cometería un error con ellos como el que cometió con la muchacha en el cuarto de desahogo. Se equivocó de tono. Todo su discurso estaba equivocado de arriba a abajo. Un fracaso total.
Fue entonces que sus tías y su mujer salieron del cuarto de vestir. Sus tías eran dos ancianas pequeñas que vestían con sencillez. Tía Julia era como una pulgada más alta. Llevaba el pelo gris hacia atrás, en un moño a la altura de las orejas; y gris también, con sombras oscuras, era su larga cara flácida. Aunque era robusta y caminaba erguida, los ojos lánguidos y los labios entreabiertos le daban la apariencia de una mujer que no sabía dónde estaba ni a dónde iba. Tía Kate se veía más viva. Su cara, más saludable que la de su hermana, era toda bultos y arrugas, como una manzana roja pero fruncida, y su pelo, peinado también a la antigua, no había perdido su color de castaña madura.
Las dos besaron a Gabriel, cariñosas. Era el sobrino preferido, hijo de la hermana mayor, la difunta Ellen, la que se casó con T. J. Conroy, de los Muelles del Puerto.
—Gretta me acaba de decir que no vas a regresar en coche a Monkstown esta noche, Gabriel —dijo tía Kate.
—No —dijo Gabriel, volviéndose a su esposa—, ya tuvimos bastante con el año pasado, ¿no es así? ¿No te acuerdas, tía Kate, el catarro que cogió Gretta entonces? Con las puertas del coche traqueteando todo el viaje y el viento del este dándonos de lleno en cuanto pasamos Merrion. Lindísimo. Gretta cogió un catarro de lo más malo.
Tía Kate fruncía el ceño y asentía a cada palabra.
—Muy bien dicho, Gabriel, muy bien dicho —dijo—. No hay que descuidarse nunca.
—Pero en cuanto a Gretta —dijo Gabriel—, ésta es capaz de regresar a casa a pie por entre la nieve, si por ella fuera.
Mrs. Conroy sonrió.
—No le haga caso, tía Kate —dijo—, que es demasiado precavido: obligando a Tom a usar visera verde cuando lee de noche y a hacer ejercicios, y forzando a Eva a comer potaje. ¡Pobrecita! ¡Que no lo puede ni ver!… Ah, ¿pero a que no adivinan lo que me obliga a llevar ahora?
Se deshizo en carcajadas mirando a su marido, cuyos ojos admirados y contentos, iban de su vestido a su cara y su pelo. Las dos tías rieron también con ganas, ya que la solicitud de Gabriel formaba parte del repertorio familiar.
—¡Galochas! —dijo Mrs. Conroy—. La última moda. Cada vez que está el suelo mojado tengo que llevar galochas. Quería que me las pusiera hasta esta noche, pero de eso nada. Si me descuido me compra un traje de bañista.
Gabriel se rió nervioso y, para darse confianza, se arregló la corbata, mientras que tía Kate se doblaba de la risa de tanto que le gustaba el cuento. La sonrisa desapareció enseguida de la cara de tía Julia y fijó sus ojos tristes en la cara de su sobrino. Después de una pausa, preguntó:
—¿Y qué son galochas, Gabriel?
—¡Galochas, Julia! —exclamó su hermana—. Santo cielo, ¿tú no sabes lo que son galochas? Se ponen sobre los… sobre las botas, ¿no es así, Gretta?
—Sí —dijo Mrs. Conroy—. Unas cosas de gutapercha. Los dos tenemos un par ahora. Gabriel dice que todo el mundo las usa en el continente.
—Ah, en el continente —murmuró tía Julia, moviendo la cabeza lentamente.
Gabriel frunció las cejas y dijo, como si estuviera enfadado:
—No son nada del otro mundo, pero Gretta cree que son muy cómicas porque dice que le recuerdan a los
minstrels
negros de Christy.
—Pero dime, Gabriel —dijo tía Kate, con tacto brusco—. Claro que te ocupaste del cuarto. Gretta nos contaba que…
—Oh, lo del cuarto está resuelto —replicó Gabriel—. Tomé uno en el Gresham.
—Claro, claro —dijo tía Kate—, lo mejor que podías haber hecho. Y los niños, Gretta, ¿no te preocupan?
—Oh, no es más que por una noche —dijo Mrs. Conroy—. Además, que Bessie los cuida.
—Claro, claro —dijo tía Kate de nuevo—. ¡Qué comodidad tener una muchacha así, en quien se puede confiar! Ahí tienen a esa Lily, que no sé lo que le pasa últimamente. No es la de antes.
Gabriel estuvo a punto de hacerle una pregunta a su tía sobre este asunto, pero ella dejó de prestarle atención para observar a su hermana, que se había escurrido escaleras abajo, sacando la cabeza por sobre la baranda.
—Ahora dime tú —dijo ella, como molesta—, ¿dónde irá Julia ahora? ¡Julia! ¡Julia! ¿Dónde vas tú?
Julia, que había bajado más de media escalera, regresó a decir, zalamera:
—Ahí está Freddy.
En el mismo instante unas palmadas y un floreo final del piano anunció que el vals acababa de terminar. La puerta de la sala se abrió desde dentro y salieron algunas parejas. Tía Kate se llevó a Gabriel apresuradamente a un lado y le susurró al oído:
—Sé bueno, Gabriel, y vete abajo a ver si está bien y no lo dejes subir si está tomado. Estoy segura de que está tomado. Segurísima.
Gabriel se llegó a la escalera y escuchó más allá de la balaustrada. Podía oír dos personas conversando en el cuarto de desahogo. Luego reconoció la risa de Freddy Malins. Bajó las escaleras haciendo ruido.
—Qué alivio —dijo tía Kate a Mrs. Conroy— que Gabriel esté aquí… Siempre me siento más descansada mentalmente cuando anda por aquí… Julia, aquí están Miss Daly y Miss Power, que van a tomar refrescos. Gracias por el lindo vals, Miss Daly. Un ritmo encantador.
Un hombre alto, de cara mustia, bigote de cerdas y piel oscura, que pasaba con su pareja, dijo:
—¿Podríamos también tomar nosotros un refresco, Miss Morkan?
—Julia —dijo la tía Kate sumariamente—, y aquí están Mr. Browne y Miss Furlong. Llévatelos adentro, Julia, con Miss Daly y Miss Power.
—Yo me encargo de las damas —dijo Mr. Browne, apretando sus labios hasta que sus bigotes se erizaron para sonreír con todas sus arrugas.
—Sabe usted, Miss Morkan, la razón por la que les caigo bien a las mujeres es que…
No terminó la frase, sino que, viendo que la tía Kate estaba ya fuera de alcance, enseguida se llevó a las tres mujeres al cuarto del fondo. Dos mesas cuadradas puestas juntas ocupaban el centro del cuarto y la tía Julia y el encargado estiraban y alisaban un largo mantel sobre ellas. En el cristalero se veían en exhibición platos y platillos y vasos y haces de cuchillos y tenedores y cucharas. La tapa del piano vertical servía como mesa auxiliar para los entremeses y los postres. Ante un aparador pequeño en un rincón dos jóvenes bebían de pie maltas amargas.
Mr. Browne dirigió su encomienda hacia ella y las invitó, en broma, a tomar un ponche femenino, caliente, fuerte y dulce. Mientras ellas protestaban no tomar tragos fuertes, él les abría tres botellas de limonada. Luego les pidió a los jóvenes que se hicieran a un lado y, tomando el frasco, se sirvió un buen trago de whisky. Los jóvenes lo miraron con respeto mientras probaba un sorbo.
—Alabado sea Dios —dijo, sonriendo—, tal como me lo recetó el médico.
Su cara mustia se extendió en una sonrisa aún más abierta y las tres muchachas rieron haciendo eco musical a su ocurrencia, contoneando sus cuerpos en vaivén y dando nerviosos tirones a los hombros. La más audaz dijo: