Dublineses (20 page)

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Authors: James Joyce

Tags: #Relato

BOOK: Dublineses
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Mr. Power ofició de nuevo. Se lavaron los vasos y se sirvieron cinco media-líneas de whisky. El nuevo influjo avivó la conversación. Mr. Fogarty, sentado en la punta de su silla, estaba particularmente interesado.

—El Papa León XIII —dijo Mr. Cunningham—, fue una de las luminarias de su época. Su gran idea, como saben, fue la unión de las iglesias latinas y griegas. Esa fue su meta en la vida.

—He oído decir mucho que fue uno de los grandes intelectuales de Europa —dijo Mr. Power—. Quiero decir, además de Papa.

—Sí que lo era dijo Mr. Cunningham—, si no fue acaso el más importante. Su lema como Papa, como saben, fue
Lux sobre Lux

Luz sobre Luz
.

—No, no —dijo Mr. Fogarty, afanoso—. Creo que se equivoca usted. Era
Lux in Tenebris
, me parece —
Luz en las Tinieblas
.

—Ah, sí dijo Mr. M'Coy—.
Tenebrae
.

—Permítame —dijo Mr. Cunningham, convencido—, era
Lux sobre Lux
. Y Pío IX, su predecesor, tenía como lema el de
Crux sobre Crux
. Esto es,
Cruz sobre Cruz
, para mostrar las diferencias entre ambos pontificados.

Se admitió la inferencia. Mr. Cunningham continuó:

—El Papa León, como saben, fue un gran erudito y un poeta.

—Tenía un rostro enérgico —dijo Mr. Kernan.

—Sí —dijo Mr. Cunningham—. Escribió poesía latina.

—¿De veras? —dijo Mr. Fogarty.

Mr. M'Coy probó el whisky satisfecho y movió la cabeza con doble intención, diciendo:

—Puedo decir que no es jarana.

—Tom —dijo Mr. Power, siguiendo el ejemplo de Mister M'Coy—, no aprendimos eso cuando fuimos a la escuela paga.

—Conozco más de un ciudadano ejemplar que fue a la escuela paga con un tepe en el sobaco —dijo Mr. Kernan, sentencioso—. El sistema antiguo era el mejor: educación honesta y sencilla. Nada de toda esa faramalla moderna…

—Bien dicho —dijo Mr. Power.

—Nada de superfluidades —dijo Mr. Fogarty.

Enunció aquella palabra y luego bebió con rostro grave.

—Recuerdo haber leído —dijo Mr. Cunningham— que uno de los poemas del Papa León versaba sobre la invención de la fotografía —en latín, por supuesto.

—¡Sobre la fotografía! —exclamó Mr. Kernan.

—Sí —dijo Mr. Cunningham.

Bebió él también de su vaso.

—Pero, bueno —dijo Mr. M'Coy— ¿no es una cosa maravillosa la fotografía, si se piensa en ello?

—Ah, pero claro —dijo Mr. Power—, los grandes cerebros ven las cosas de lejos.

—Como dijo el poeta: «Las grandes mentes se acercan a la locura» —dijo Mr. Fogarty.

Mr. Kernan parecía tener la cabeza confusa. Hizo un es fuerzo por recordar la teología protestante en lo concerniente a un punto espinoso, y, finalmente, se dirigió a Mr. Cunningham.

—Dime, Martin —le dijo—. Pero ¿no fueron algunos de los papas, claro, no el actual o sus predecesores, pero algunos de los antiguos papas… no estuvieron lo que se dice… tú sabes… en la vendimia?

Hubo un silencio. Mr. Cunningham dijo:

—Ah, claro, hubo algunos huevos hueros… Pero lo asombroso es esto. Que ninguno de ellos, ni el más borracho de todos, ni el más… desorejado canalla de entre todos ellos, ni uno solo predicó
ex cathedra
una palabra doctrinal en falso. ¿No es eso una cosa asombrosa?

—Lo es —dijo Mr. Kernan.

—Sí, porque cuando el Papa habla
ex cathedra
—explicó Mr. Fogarty—, es infalible.

—Sí —dijo Mr. Cunningham.

—Oh, pero yo sé lo que es la infalibilidad papal. Me acuerdo de cuando era más joven. ¿O fue cuando…?

Mr. Fogarty lo interrumpió. Cogió la botella para servirles a los otros un poco. Mr. M'Coy, viendo que no quedaba para completar la ronda, arguyó que no había acabado el primer trago. Los otros aceptaron bajo protesta. La música ligera del whisky cayendo en los vasos creaba un grato interludio.

—¿Qué estabas tú diciendo, Tom? —preguntó Mr. M'Coy.

—La infalibilidad papal —dijo Mr. Cunningham— fue la más grande ocasión en toda la historia eclesiástica.

—¿Cómo fue eso, Martin? —preguntó Mr. Power. Mr. Cunningham levantó dos dedos gordos.

—En el sagrado colegio, ya saben, de cardenales y arzobispos y obispos, había dos hombres en contra mientras que todos los demás estaban a favor. El conclave entero, unánime —excepto por estos dos—. ¡Que no! ¡No tragaban!

—¡Vaya! —dijo Mr. M'Coy.

—Y había un cardenal alemán llamado Dolling… o Dowling… o…

—Doble contra sencillo que ese Dowling no era alemán —dijo Mr. Power, riéndose.

—Bueno, este gran cardenal alemán, llámese como se llame, era uno de ellos; y el otro era John MacHale.

—¿Qué? —exclamó Mr. Kernan—. ¿Es ese Juan de Tuam?

—¿Están seguros ustedes? —preguntó Mr. Fogarty, dubitativo—. Creí que era un italiano o un americano.

—Juan de Tuam —repitió Mr. Cunningham—, ese era el hombre.

Bebió y los otros caballeros siguieron su ejemplo.

Luego, resumiendo:

—Estaban todos en eso, todos los cardenales y los obispos y los arzobispos de todos los rincones del globo y estos dos peleando como perro y gato, hasta que finalmente el Papa mismo se levantó y declaró la infalibilidad dogma de la Iglesia
ex cathedra
. En ese preciso momento John MacHale, que había estado discutiendo y discutiendo en contra, se levantó y gritó con un rugido de león: «¡Credo!»

—¡Yo creo! —dijo Mr. Fogarty.

—¡Credo! —dijo Mr. Cunningham—. Lo que muestra la fe que tenía. Se sometió en cuanto habló el Papa.

—¿Y qué le pasó a Dowling? —preguntó Mr. M'Coy.

—El cardenal alemán no se sometió. Dejó la Iglesia.

Las palabras de Mr. Cunningham habían creado una vasta imagen de la Iglesia en la mente de sus oyentes. Su profunda y resonante voz los había emocionado al pronunciar la palabra de fe y sometimiento. Cuando Mrs. Kernan entró al cuarto secándose las manos se encontró con un séquito solemne. No quebró el silencio, sino que se apoyó en los hierros del pie de la cama.

—Una vez vi a John MacHale —dijo Mr. Kernan— y nunca lo olvidaré mientras viva.

Se volvió a su esposa para que lo confirmara.

—¿No te lo dije muchas veces?

Mrs. Kernan asintió.

—Fue cuando desvelaron la estatua de Sir John Gray. Edmund Dwyer Gray estaba diciendo un discurso lleno de palabrería y allá estaba este viejo, un tipo de lo más avinagrado, mirándolo por debajo de la maraña de sus cejas.

Mr. Kernan frunció el ceño y bajando la cabeza como un toro bravo, quemó a su esposa con la mirada.

—¡Dios mío! —exclamó, poniendo una cara normal—. Nunca vi ojos semejantes en un rostro humano. Parecían estarle diciendo: «Te tengo tomada la medida, muchachito». Tenía ojos de cernícalo.

—Ninguno de los Gray valía nada —dijo Mr. Power.

Hubo otra pausa. Mr. Power se volvió a Mrs. Kernan y le dijo con jovialidad repentina:

—Bien, Mrs. Kernan, vamos a convertir a acá su marido en un católico romano, devoto, piadoso y temeroso de Dios.

Abarcó al grupo de un gesto.

—Vamos todos a hacer retiro juntos y a confesar nuestros pecados. ¡Y Dios bien sabe lo que lo necesitamos!

—No me opongo —dijo Mr. Kernan, sonriendo un tanto nervioso.

Mrs. Kernan pensó que sería más sabio ocultar su satisfacción.

Así que dijo:

—Compadezco al pobre cura que tenga que oír tu cuento.

La expresión de Mr. Kernan cambió.

—Si no le gusta —dijo brusco— ya puede estarse yendo a… a donde tiene que ir. Yo no voy más que a contarle mi cuento contrito. No soy tan malo después de todo…

Mr. Cunningham intervino a tiempo.

—Vamos a renegar del diablo —dijo—, juntos todos, y de su obra y su pompa.

—¡Vade retro, Satanás! —dijo Mr. Fogarty, riéndose y mirando a los demás.

Mr. Power no dijo nada. Se sentía absolutamente superado. Pero una expresión complacida le cruzaba por la cara.

—Todo lo que tenemos que hacer —dijo Mr. Cunningham— es pararnos con una vela en la mano y renovar los votos bautismales.

—Ah, Tom —dijo Mr. M'Coy—, no te olvides de la vela, hagas lo que hagas.

—¿Qué? —dijo Mr. Kernan—. ¿Tengo yo que llevar una vela?

—Ah, sí —dijo Mr. Cunningham.

—Ah, no, ¡maldita sea! —dijo Mr. Kernan—. Ahí mismo paso raya. Voy a hacer mi parte. Haré retiro y confesión y… todo eso. Pero… ¡velas no! ¡No, maldita sea, prohíbo las velas!

Sacudió la cabeza con seriedad farsesca.

—¡Oiganlo hablar! —dijo su mujer.

—Prohibidas las velas —dijo Mr. Kernan, consciente de haber creado un efecto en su público, continuando con sus sacudidas de cabeza a diestro y siniestro—. Prohibido ese negocio de linternitas mágicas.

Todos rieron de buena gana.

—¡Eso es lo que se llama un buen católico! —dijo su esposa.

—¡Nada de velas! —repitió Mr. Kernan, testarudo—. ¡Fuera con eso!

La nave mayor de la Iglesia Jesuita de Gardiner Street estaba casi llena; y, sin embargo, a cada momento entraba un caballero por las puertas laterales y, dirigido por el hermano laico, caminaba en puntillas por el pasillo hasta que le encontraban acomodo. Los caballeros todos se veían muy bien vestidos y ordenados. Las luces de las lámparas de la iglesia caían sobre la asamblea vestida de negro con cuello blanco, aliviada aquí y allá por
tweeds
, y sobre las oscuras columnas variopintas en mármol verde y sobre las lúgubres imágenes. Los caballeros se sentaban en su banco, después de haberse alzado las piernas del pantalón un poco más arriba de las rodillas y puesto a seguro sus sombreros. Se sentaban echados hacia atrás y miraban con formalidad a la distante mancha de luz roja suspendida sobre el altar mayor.

En uno de los bancos cerca del púlpito se sentaban Mr. Cunningham y Mr. Kernan. En el banco de detrás se sentaba Mr. M'Coy solo: y en el banco detrás de éste, se sentaban Mr. Power y Mr. Fogarty. Mr. M'Coy había tratado, sin conseguirlo, de encontrar asiento junto a los otros y, cuando el grupo se conformó como un cinquillo, trató inútilmente de hacer chistes sobre ello. Como éstos no fueron bien recibidos, desistió. Aun él era sensible a aquella atmósfera de decoro y hasta él empezó a responder al estímulo religioso. En un susurro Mr. Cunningham llamó la atención a Mr. Kernan hacia Mr. Harford, el prestamista, que se sentaba no lejos, y hacia Mr. Fanning, registrador y fabricante de alcaldes de la ciudad, sentado inmediatamente debajo del púlpito y junto a uno de los concejales recién electos del cabildo. A la derecha se sentaban el viejo Michael Grimes, dueño de tres casas de empeños, y el sobrino de Dan Hogan, que aspiraba al cargo de secretario de la alcaldía. Más al frente estaba sentado Mr. Hendrick, reportero estrella de
The Freeman's Journal
y el pobre O'Carroll, viejo amigo de Mr. Kernan, quien fuera figura de valía en el comercio. Gradualmente, según iba reconociendo caras que le eran familiares, Mr. Kernan empezó a sentirse más cómodo. La chistera, rehabilitada por su esposa, descansaba en sus rodillas. Una que otra vez tiró de los puños con una mano, mientras sujetaba el ala del sombrero, suave pero firmemente, con la otra mano.

Se vio luchando por escalar el púlpito a una figura de recio aspecto con el torso cubierto por una sobrepelliz. Simultáneamente, la congregación cambió de postura, sacó sus pañuelos y se arrodilló en ellos con cuidado. Mr. Kernan siguió el ejemplo del resto. La figura del sacerdote se mantuvo erguida en el púlpito, sobresaliendo por la baranda las dos terceras partes del torso coronado por una cara roja y maciza.

El padre Purdon se arrodilló, volviéndose a la mancha de luz roja y, cubriéndose el rostro con las manos, rezó. Después de un intervalo se descubrió el rostro y se levantó. La congregación también se levantó y se acomodó en los bancos de nuevo. Mr. Kernan restituyó la chistera a su puesto original y puso cara atenta al clérigo. El predicador volteó cada una de las anchas mangas de la sobrepelliz con elaborados y amplios gestos, y lentamente pasó revista a aquella colección de caras. Luego, dijo:

—Porque los hijos de este siglo son en sus negocios más sagaces que los hijos de la luz. Así os digo Yo a vosotros: Granjeaos amigos con la riqueza, mamón de iniquidades: para que cuando falleciereis, seáis recibidos en las moradas eternas.

El padre Purdon desarrolló este texto con resonante aplomo. Era uno de los textos más arduos de las Sagradas Escrituras, dijo, de ser interpretados como es conveniente. Era un texto que podría parecer al observador casual en desavenencia con la elevada moral predicada por Jesús en todas partes. Pero, les dijo a sus oyentes, este texto le había parecido especialmente adaptado para la guía de aquellos cuya suerte era vivir en el mundo y que, sin embargo, no querían vivir mundanamente. Era un texto para el hombre de negocios, para el profesional. Jesús, con su divino entendimiento de cada resquicio del alma humana, entendió que no todos los hombres tenían vocación religiosa, que mucho más de la mayoría se veía obligada a vivir en el siglo y, hasta cierto punto, para el siglo: y esta oración la destinó El a ofrecer una palabra de consejo a dichos hombres, disponiendo como ejemplos de la vida religiosa aquellos mismos adoradores de Mamón que eran, entre todos los hombres, los menos solícitos en materia religiosa.

Les dijo a sus feligreses que estaba allí esa noche no con un propósito terrorista o extravagante; sino como hombre de mundo que hablaba a sus pariguales. Había venido a hablarles a negociantes y les hablaría en —términos de negocios. Si se le permitiera usar una metáfora, dijo, diría que él era su tenedor de libros espiritual; que deseaba que todos y cada uno de sus oyentes le abrieran sus libros, los libros de su vida espiritual, y ver si casaban con la conciencia de cada cual.

Jesús no era intransigente. Comprendía El nuestras faltas, entendía El las debilidades todas de nuestra pobre naturaleza pecadora, comprendía El las tentaciones de la vida. Podíamos tener todos, de tanto en tanto, nuestras tentaciones: podíamos tener, teníamos todos, nuestras tachas. Pero una sola cosa, dijo, les pedía él a sus feligreses. Y era ésta: tener rectitud y actitud viriles para con Dios. Si nuestras cuentas correspondían en cada punto, habría que decir:

«Pues bien, he verificado mis cuentas. Todas arrojan un beneficio.»

Pero si, como era dable que ocurriese, había discrepancias, era necesario admitir la verdad, ser franco y decir como todo un hombre:

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