Dublineses (24 page)

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Authors: James Joyce

Tags: #Relato

BOOK: Dublineses
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—Ah, pero —dijo Mr. Bartell D'Arcy— a mi entender hay tan buenos cantantes hoy como entonces.

—¿Dónde están? —preguntó Mr. Browne, desafiante.

—En Londres, París, Milán —dijo Mr. Bartell D'Arcy, acalorado—. Para mí, Caruso, por ejemplo, es tan bueno, si no mejor que cualquiera de los cantantes que usted ha mencionado.

—Tal vez sea así —dijo Mr. Browne—. Pero tengo que decirle que lo dudo mucho.

—Ay, yo daría cualquier cosa por oír cantar a Caruso —dijo Mary Jane.

—Para mí —dijo tía Kate, que estaba limpiando un hueso—, no ha habido más que un tenor. Quiero decir, que a mí me guste. Pero supongo que ninguno de ustedes ha oído hablar de él.

—¿Quién es él, Miss Morkan? —preguntó Mr. Bartell D'Arcy, cortésmente.

—Su nombre —dijo tía Kate— era Parkinson. Lo oí cantar cuando estaba en su apogeo y creo que tenía la más pura voz de tenor que jamás salió de una garganta humana.

—Qué raro —dijo Mr. Bartell D'Arcy—. Nunca oí hablar de él.

—Sí, sí, tiene razón Miss Morkan— dijo Mr. Browne—. Recuerdo haber oído hablar del viejo Parkinson. Pero eso fue mucho antes de mi época.

—Una bella, pura, dulce y suave voz de tenor inglés —dijo la tía Kate entusiasmada.

Como Gabriel había terminado, se trasladó el enorme pudín a la mesa. El sonido de cubiertos comenzó otra vez. La mujer de Gabriel partía porciones del pudín y pasaba los platillos mesa abajo. A medio camino los detenía Mary Jane, quien los rellenaba con gelatina de frambuesas o de naranja o con manjar blanco o jalea. El pudín había sido hecho por tía Julia y ésta recibió elogios de todas partes. Pero ella dijo que no había quedado lo bastante «bruno».

—Bueno, confío, Miss Morkan —dijo Mr. Browne—, en que yo sea lo bastante «bruno» para su gusto, porque, como ya sabe, yo soy todo
browno
.

Los hombres, con la excepción de Gabriel, le hicieron el honor al pudín de la tía Julia. Como Gabriel nunca comía postre le dejaron a él todo el apio. Freddy Malins también cogió un tallo y se lo comió junto con su pudín. Alguien le había dicho que el apio era lo mejor que había para la sangre y como estaba bajo tratamiento médico. Mrs. Malins, que no había hablado durante la cena, dijo que en una semana o cosa así su hijo ingresaría en Monte Melleray. Los concurrentes todos hablaron de Monte Melleray, de lo reconstituyente que era el aire allá, de lo hospitalarios que eran los monjes y cómo nunca cobraban ni un penique a sus huéspedes.

—¿Y me quiere usted decir —preguntó Mr. Browne, incrédulo— que uno va allá y se hospeda como en un hotel y vive de lo mejor y se va sin pagar un penique?

—Oh, la mayoría dona algo al monasterio antes de irse —dijo Mary Jane.

—Ya quisiera yo que tuviéramos una institución así en nuestra Iglesia —dijo Mr. Browne con franqueza.

Se asombró de saber que los monjes nunca hablaban, que se levantaban a las dos de la mañana y que dormían en un ataúd. Preguntó que por qué.

—Son preceptos de la orden —dijo tía Kate con firmeza.

—Sí, pero ¿por qué? —preguntó Mr. Browne.

La tía Kate repitió que eran los preceptos y así eran. A pesar de todo, Mr. Browne parecía no comprender. Freddy Malins le explicó tan bien como pudo que los monjes trataban de expiar los pecados cometidos por todos los pecadores del mundo exterior. La explicación no quedó muy clara para Mr. Browne, quien, sonriendo, dijo:

—Me gusta la idea, pero ¿no serviría una cómoda cama de muelles tan bien como un ataúd?

—El ataúd —dijo Mary Jane— es para que no olviden su último destino.

Como la conversación se hizo fúnebre se la enterró en el silencio, en medio del cual se pudo oír a Mrs. Malins decir a su vecina en un secreto a voces:

—Son muy buenas personas los monjes, muy religiosos.

Las pasas y las almendras y los higos y las manzanas y las naranjas y los chocolates y los caramelos pasaron de mano en mano y tía Julia invitó a los huéspedes a beber oporto o jerez. Al principio, Mr. Bartell D'Arcy no quiso beber nada, pero uno de sus vecinos le llamó la atención con el codo y le susurró algo al oído, ante lo cual aquél permitió que le llenaran su copa. Gradualmente, según se llenaban las copas, la conversación se detuvo. Siguió una pausa, rota sólo por el ruido del vino y las sillas al moverse. Las Morkans, las tres, bajaron la vista al mantel. Alguien tosió una o dos veces y luego unos cuantos comensales tocaron en la mesa suavemente pidiendo silencio. Cuando se hizo el silencio, Gabriel echó su silla hacia atrás y se levantó.

El tableteo creció, alentador, y luego cesó del todo. Gabriel apoyó sus diez dedos temblorosos en el mantel y sonrió, nervioso, a su público. Al enfrentarse a la fila de cabezas volteadas levantó su vista a la lámpara. El piano tocaba un vals y pudo oír las faldas frotar contra la puerta del comedor. Tal vez había alguien afuera en la calle, bajo la nieve, mirando a las ventanas alumbradas y oyendo la melodía del vals. Al aire libre, puro. A lo lejos se vería el parque con sus árboles cargados de nieve. El monumento a Wellington tendría un brillante gorro nevado refulgiendo hacia el poniente, sobre los blancos campos de Quince Acres.

Comenzó:

—Damas y caballeros: Hame tocado en suerte esta noche, como en años anteriores, cumplir una tarea muy grata, para la cual me temo, empero, que mi pobre capacidad oratoria no sea lo bastante adecuada.

—¡De ninguna manera! —dijo Mr. Browne.

—Bien, sea como sea, sólo puedo pedirles esta noche que tomen lo dicho por lo hecho y me presten su amable atención por unos minutos, mientras trato de expresarles con palabras cuáles son mis sentimientos en esta ocasión.

—Damas y caballeros: No es la primera vez que nos reunimos bajo este hospitalario techo, alrededor de esta mesa hospitalaria. No es la primera vez que hemos sido recipendarios —o, quizá sea mejor decir, «víctimas»— de la hospitalidad de ciertas almas bondadosas.

Dibujó un círculo en el aire con sus brazos y se detuvo. Todo el mundo rió o sonrió hacia tía Kate, tía Julia y Mary Jane, que se ruborizaron de júbilo. Gabriel prosiguió con más audacia:

—Cada año que pasa siento con mayor fuerza que nuestro país no tiene otra tradición que honre mejor y guarde con mayor celo que la hospitalidad. Es una tradición única en mi experiencia (y he visitado no pocos países extranjeros) entre las naciones modernas. Algunos dirían, tal vez, que es más defecto que virtud de cual vanagloriarse. Pero aun si concediéramos que fuera así, se trata, a mi entender, de un defecto principesco, que confío que cultivemos por muchos años por venir. De una cosa, por lo menos, estoy seguro. Mientras este techo cobije a las buenas almas mencionadas antes —y deseo desde el fondo de mi corazón que sea así por muchos años y muchos años por transcurrir— la tradición de genuina, cálidamente entrañable, y cortés hospitalidad irlandesa, que nuestros antepasados nos legaron y que a su vez debemos legar a nuestros descendientes, palpita todavía entre nosotros.

Un cordial murmullo de asenso corrió por la mesa. Le pasó por la mente a Gabriel que Miss Ivors no estaba presente y que se había ido con descortesía: y dijo con confianza en sí mismo:

—Damas y caballeros: Una nueva generación crece en nuestro seno, una generación motivada por ideales nuevos y nuevos principios. Es ésta seria y entusiasta de estos nuevos ideales, y su entusiasmo, aun si está mal enderezado, es, creo, eminentemente sincero. Pero vivimos en tiempos escépticos y, si se me permite la frase, en una era acuciada por las ideas: y a veces me temo que esta nueva generación, educada o hipereducada como es, carecerá de aquellas cualidades de humanidad, de hospitalidad, de generoso humor que pertenecen a otros tiempos. Escuchando esta noche los nombres de esos grandes cantantes del pasado me pareció, debo confesarlo, que vivimos en época menos espaciosa. Aquéllos se pueden llamar, sin exageración, días espaciosos: y si desaparecieron sin ser recordados esperemos que, por lo menos, en reuniones como ésta todavía hablaremos de ellos con orgullo y con afecto, que todavía atesoraremos en nuestros corazones la memoria de los grandes, muertos y desaparecidos, pero cuya fama el mundo no dejará perecer nunca de motu propio.

—¡Así se habla! —dijo Mr. Browne bien alto.

—Pero como todo —continuó Gabriel, su voz cobrando una entonación más suave—, siempre hay en reuniones como ésta pensamientos tristes que vendrán a nuestra mente: recuerdos del pasado, de nuestra juventud, de los cambios, de esas caras ausentes que echamos de menos esta noche. Nuestro paso por la vida está cubierto de tales memorias dolorosas: y si fuéramos a cavilar sobre las mismas, no tendríamos ánimo para continuar valerosos nuestra vida cotidiana entre los seres vivientes. Tenemos todos deberes vivos y vivos afectos que reclaman, y con razón reclaman, nuestro esfuerzo más constante y tenaz.

—Por tanto, no me demoraré en el pasado. No permitiré que ninguna lúgubre reflexión moralizante se entrometa entre nos esta noche. Aquí estamos reunidos por un breve instante extraído de los trajines y el ajetreo de la rutina cotidiana. Nos encontramos aquí como amigos, en espíritu de fraternal compañerismo, como colegas, y hasta cierto punto en verdadero espíritu de camaradería, y como invitados de —¿cómo podría llamarlas?— las Tres Gracias de la vida musical de Dublín.

La concurrencia rompió en risas y aplausos ante tal salida. Tía Julia pidió en vano a cada una de sus vecinas, por turno, que le dijeran lo que Gabriel había dicho.

—Dice que somos las Tres Gracias, tía Julia —dijo Mary Jane.

La tía Julia no entendió, pero levantó la vista, sonriendo, a Gabriel, que prosiguió en la misma vena:

—Damas y caballeros: No intento interpretar esta noche el papel que Paris jugó en otra ocasión. No intentaré siquiera escoger entre ellas. La tarea sería ingrata y fuera del alcance de mis pobres aptitudes, porque cuando las contemplo una a una, bien sea nuestra anfitriona mayor, cuyo buen corazón, demasiado buen corazón, se ha convertido en estribillo de todos aquellos que la conocen, o su hermana, que parece poseer el don de la eterna juventud y cuyo canto debía haber constituido una sorpresa y una revelación para nosotros esta noche, o,
last but not least
, cuando considero a nuestra anfitriona más joven, talentosa, animosa y trabajadora, la mejor de las sobrinas, confieso, damas y caballeros, que no sabría a quién conceder el premio.

Gabriel echó una ojeada a sus tías y viendo la enorme sonrisa en la cara de tía Julia y las lágrimas que brotaron a los ojos de tía Kate, se apresuró a terminar. Levantó su copa de oporto, galante, mientras los concurrentes palpaban sus respectivas copas expectantes, y dijo en alta voz:

—Brindemos por las tres juntas. Bebamos a su salud, prosperidad, larga vida, felicidad y ventura, y ojalá que continúen por largo tiempo manteniendo la posición soberana y bien ganada que tienen en nuestra profesión, y la honfa y el afecto que se han ganado en nuestros corazones.

Todos los huéspedes se levantaron, copa en mano, y, volviéndose a las tres damas sentadas, cantaron al unísono, con Mr. Browne como guía:

Pues son jocosas y ufanas,

pues son jocosas y ufanas,

pues son jocosas y ufanas,

¡nadie lo puede negar!

La tía Kate hacía uso descarado de su pañuelo y hasta tía Julia parecía conmovida. Freddy Malins marcaba el tiempo con su tenedor de postre y los cantantes se miraron cara a cara, como en melodioso concurso, mientras cantaban con énfasis:

A menos que diga mentira,

a menos que diga mentira…

Y volviéndose una vez más a sus anfitrionas, entonaron:

Pues son jocosas y ufanas,

pues son jocosas y ufanas,

pues son jocosas y ufanas,

¡nadie lo puede negar!

La aclamación que siguió fue acogida más allá de las puertas del comedor por muchos otros invitados y renovada una y otra vez, con Freddy Malins de tambor mayor, tenedor en ristre.

El frío y penetrante aire de la madrugada se coló en el salón en que esperaban, por lo que tía Kate dijo:

—Que alguien cierre esa puerta. Mrs. Malins se va a morir de frío.

—Browne está fuera, tía Kate —dijo Mary Jane.

—Browne está en todas partes —dijo tía Kate, bajando la voz.

Mary Jane se rió de su tono de voz.

—¡Vaya —dijo socarrona— si es atento!

—Se nos ha expandido como el gas —dijo la tía Kate en el mismo tono— por todas las Navidades.

Se rió de buena gana esta vez y añadió enseguida:

—Pero dile que entre, Mary Jane, y cierra la puerta. Ojalá que no me haya oído.

En ese momento se abrió la puerta del zaguán y del portal y entró Mr. Browne desternillándose de risa. Vestía un largo gabán verde con cuello y puños de imitación de astrakán, y llevaba en la cabeza un gorro de piel ovalado. Señaló para el malecón nevado de donde venía un sonido penetrante de silbidos.

—Teddy va a hacer venir todos los coches de Dublín —dijo.

Gabriel avanzó del desván detrás de la oficina, luchando por meterse en su abrigo y, mirando alrededor, dijo:

—¿No bajó ya Gretta?

—Está recogiendo sus cosas, Gabriel —dijo tía Kate.

—¿Quién toca arriba? —preguntó Gabriel.

—Nadie. Todos se han ido ya.

—Oh, no, tía Kate —dijo Mary Jane—. Bartell D'Arcy y Miss O'Callaghan no se han ido todavía.

—En todo caso, alguien teclea al piano —dijo Gabriel.

Mary Jane miró a Gabriel y a Mr. Browne y dijo, tiritando:

—Me da frío nada más de mirarlos a ustedes, caballeros, abrigados así como están. No me gustaría nada tener que hacer el viaje que van a hacer ustedes de vuelta a casa a esta hora.

—Nada me gustaría más en este momento —dijo Mr. Browne, atlético— que una crujiente caminata por el campo o una carrera con un buen trotón entre las varas.

—Antes teníamos un caballo muy bueno y coche en casa —dijo tía Julia con tristeza.

—El Nunca Olvidado Johnny —dijo Mary Jane, riendo.

La tía Kate y Gabriel rieron también.

—Vaya, ¿y qué tenía de extraordinario este Johnny? —preguntó Mr. Browne.

—El Muy Malogrado Patrick Morkan, es decir, nuestro abuelo —explicó Gabriel—, comúnmente conocido en su edad provecta como el caballero viejo, fabricaba cola.

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