Read Dune. La casa Harkonnen Online

Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (14 page)

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
5.62Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La última vez que había probado el rogo, C’tair no había podido comunicar con D’murr. Había intuido su presencia y algunos pensamientos estáticos, pero sin establecer el menor contacto. C’tair se sintió perdido y deprimido, completamente solo. Comprendió que había confiado en exceso en el bienestar de su hermano, y en averiguar que otros habitantes de Ix habían escapado y sobrevivido.

A veces, C’tair se preguntaba qué había logrado en tantos años de lucha. Quería hacer más cosas, quería asestar un golpe decisivo a los tleilaxu, pero ¿qué podía hacer? Contempló a los rebeldes congregados, que hablaban mucho pero hacían poco. Escrutó sus rostros, percibió codicia en los estraperlistas y nerviosismo en los demás. C’tair se preguntó si aquellos eran los aliados que necesitaba. Lo dudaba.

Miral Alechem también estaba entre ellos, negociaba frenéticamente para conseguir más componentes que la ayudaran en su misterioso plan. Parecía diferente de los demás, y ansiosa por entrar en acción.

Se acercó a ella sin llamar la atención y buscó sus ojos grandes y cautelosos.

—Me he fijado en los componentes que compras. —Indicó con un cabeceo los escasos objetos que sostenía en las manos—. Y no tengo ni idea de cuál es tu plan. Tal vez… yo podría ayudarte. Soy un experto en chapuzas.

Ella retrocedió un paso, como un conejo suspicaz, al tiempo que intentaba captar el significado de sus palabras. Por fin, habló con los labios apretados.

—Tengo una idea. He de investigar…

Antes de que pudiera continuar, C’tair oyó un movimiento en los túneles, pasos furtivos al principio y después más decididos. Los guardias apostados gritaron. Uno se agachó cuando un proyectil pasó sobre su cabeza.

—¡Nos han traicionado! —gritó un rebelde.

En la confusión, C’tair vio que soldados Sardaukar y guerreros tleilaxu convergían desde las cuatro salidas y bloqueaban los túneles. Dispararon contra los resistentes como si estuvieran en una galería de tiro.

El cubículo se llenó de chillidos, humo y sangre. Los Sardaukar entraron con las armas desenfundadas. Algunos se limitaron a utilizar los puños y los dedos para matar. C’tair esperó a que el humo se espesara, para que los rebeldes huyeran despavoridos, y después se lanzó hacia adelante.

Miral, al no ver escapatoria, se agachó. C’tair la sujetó por los hombros. Ella se debatió, como si fuera su enemigo, pero C’tair la empujó sin miramientos hacia el muro de roca sólida.

Lo atravesó sin más. C’tair la siguió por la abertura que cubría el holograma. Sintió una punzada de culpabilidad por no advertir a los demás, pero si todos los rebeldes desaparecían por la misma vía de escape, los Sardaukar caerían sobre ellos en cuestión de segundos.

Miral miró alrededor, confusa. C’tair la arrastró con él.

—Preparé una escapatoria por anticipado. Un holograma.

Echaron a correr por el túnel.

Miral trotaba a su lado.

—Nuestro grupo ha muerto.

—Nunca fue mi grupo —replicó C’tair, jadeante—. Eran unos aficionados.

Ella le miró mientras corrían.

—Hemos de separarnos.

Él asintió, y ambos tomaron túneles diferentes.

C’tair oyó a lo lejos que los Sardaukar gritaban al descubrir la abertura disimulada. Aceleró el paso, se desvió por un túnel a su izquierda, después por una ramificación ascendente y desembocó en una gruta distinta. Por fin, llegó a un ascensor que le conduciría a la enorme caverna.

Buscó una de sus tarjetas de identificación, como si fuera un suboide al que correspondiera el último turno, y la pasó por un lector. El ascensor le elevó hacia los edificios en forma de estalactita que en otro tiempo habían habitado los burócratas y nobles que servían a la Casa Vernius.

Cuando llegó a los niveles superiores, corrió por pasarelas conectadas entre sí, se deslizó entre edificios y bajó la vista hacia las luces destellantes de las fábricas desnaturalizadas. Por fin, ya en los niveles de lo que había constituido el Gran Palacio, se encaminó hacia el escondite que había abandonado mucho tiempo atrás.

Entró en el cubículo y lo cerró con llave. No había considerado necesario ocultarse en él durante una temporada larga, pero esta noche había estado más cerca de ser capturado que nunca. En la oscuridad silenciosa, C’tair se dejó caer sobre el catre maloliente que había sido su cama durante tantas noches tensas. Contempló el techo bajo, que se cernía sobre él. Su corazón martilleaba. No podía relajarse.

Imaginó que veía estrellas encima de su habitación, una tempestad de luces diminutas que bañaban la prístina superficie de Ix. Mientras sus pensamientos cruzaban la inmensa extensión de la galaxia, imaginó a D’murr pilotando su nave de la Cofradía… muy lejos de allí y a salvo.

C’tair tenía que ponerse en contacto con él cuanto antes.

14

El universo es nuestra imagen. Sólo los inmaduros imaginan el universo como ellos creen que es.

S
IGAN
V
ISEE
, Instructor jefe, Escuela de Navegantes de la Cofradía.

«D’murr —dijo una voz al fondo de su conciencia—. D’murr…».

En el interior de la cámara hermética situada en lo alto de su Crucero, D’murr nadaba en gas de especia, agitaba sus pies palmeados. Remolinos anaranjados giraban a su alrededor. En su trance de navegación, todos los sistemas estelares y planetas eran como un gran tapiz, y podía seguir cualquier ruta que eligiera. Penetrar en el útero del universo y conquistar sus misterios le proporcionaba un inmenso placer.

Reinaba una gran paz en el espacio profundo. El brillo de los soles se apagaba y encendía… una noche inmensa y eterna, moteada de diminutos puntos luminosos.

D’murr efectuaba los complicados cálculos mentales necesarios para prever una ruta segura por cualquier sistema solar. Guiaba la inmensa nave a través del vacío sin límites. Era capaz de abarcar los confines del universo y transportar pasajeros y cargamento a cualquier lugar que deseara. Veía el futuro y lo conformaba a su ruta.

Debido a las notables capacidades de las que hacía gala, D’murr se contaba entre los escasos humanos mutantes que habían ascendido en los rangos de Navegantes con suma rapidez.
Humano.
La palabra era algo más que un recuerdo persistente para él.

Sus emociones (extraños restos de su forma física anterior) le afectaban de una forma que no había esperado. Durante los diecisiete Años Estándar que había pasado en Ix con su hermano gemelo C’tair, no había tenido el tiempo, la sabiduría o el deseo de comprender lo que significaba ser humano.

Y en cuanto a los últimos doce años, por propia voluntad, había renunciado a esta dudosa realidad y abrazado otra existencia, en parte sueño y en parte pesadilla. La verdad era que su nueva apariencia podía aterrorizar a cualquier humano que no estuviera preparado para la visión.

Pero las ventajas, los motivos por los que había ingresado en la Cofradía, le compensaban con creces. Experimentaba la belleza cósmica de una manera desconocida para otras formas de vida. Lo que podían imaginar, él lo conocía.

¿Por qué le había aceptado la Cofradía Espacial? Muy pocos forasteros eran aceptados en aquel cuerpo de elite. La Cofradía concedía prioridad a sus propios candidatos, aquellos nacidos en el espacio para llegar a ser empleados y fieles de la Cofradía, algunos de los cuales jamás habían pisado tierra sólida.

¿Sólo soy un experimento, un monstruo entre monstruos?
A veces, debido al tiempo de reflexión que le permitía un largo viaje, la mente de D’murr divagaba.
¿Estoy siendo examinado en este preciso momento, están leyendo mis pensamientos más aberrantes?
Siempre que la conciencia de su anterior personalidad humana le invadía, D’murr experimentaba la sensación de encontrarse al borde de un precipicio, mientras decidía si debía saltar o no al vacío.
La Cofradía siempre está vigilando.

Mientras flotaba en la cámara de navegación, viajaba entre los restos de sus emociones. Una extraña sensación de melancolía le invadía. Había sacrificado casi todo para llegar a ser lo que era. Nunca podría aterrizar en un planeta, a menos que saliera en un tanque de gas de especia hermético con ruedas…

Se concentró en su tarea. Si permitía que su personalidad humana se apoderara del control, el Crucero se desviaría de su ruta.

«D’murr —dijo la voz insistente, como el dolor lacerante de una jaqueca—. D’murr…».

Hizo caso omiso. Intentó convencerse de que tales pensamientos y remordimientos debían ser comunes a todos los Navegantes, que los demás lo experimentaban con tanta frecuencia como él. ¿Por qué no le habían advertido los instructores?

Soy fuerte. Puedo superarlo.

En un vuelo de rutina al planeta Bene Gesserit de Wallach IX pilotaba uno de los últimos Cruceros construidos por los ixianos, antes de que los tleilaxu se apoderaran del planeta y se decantaran por un diseño anterior y menos eficaz. Revisó mentalmente la lista de pasajeros, y vio las palabras impresas sobre las paredes de su tanque de navegación.

Un duque iba a bordo: Leto Atreides. Y su amigo Rhombur Vernius, heredero exiliado de la fortuna perdida de Ix. Rostros y recuerdos familiares… Una vida atrás, D’murr había sido presentado al joven Leto en el Gran Palacio. Los Navegantes captaban fragmentos de noticias imperiales y podían escuchar conversaciones entabladas por mediación de los canales de comunicación, pero prestaban escasa atención a asuntos triviales. Este duque había ganado un Juicio por Decomiso, un acto monumental que le había granjeado un gran respeto a lo largo y ancho del Imperio.

¿Para qué iba el duque Leto a Wallach IX? ¿Por qué llevaba con él al refugiado ixiano?

La voz lejana y crepitante sonó de nuevo:

«D’murr… contéstame…».

Comprendió con repentina claridad que era una manifestación de su vida anterior. El leal y cariñoso C’tair intentaba ponerse en contacto con él, aunque D’murr no había podido contestar durante meses. Tal vez se trataba de una distorsión causada por la continua evolución de su cerebro, que ensanchaba el abismo abierto entre él y su hermano.

Las cuerdas vocales atrofiadas de un Navegante todavía podían pronunciar palabras, pero la boca se utilizaba casi siempre para consumir más y más melange. La expansión de la mente provocada por el trance de especia desterraba la vida y contactos anteriores de D’murr. Ya no podía experimentar el amor, excepto como un recuerdo fugaz. Jamás podría volver a tocar a un ser humano…

Extrajo una píldora de melange concentrada con sus manos palmeadas y la introdujo en su boca diminuta, para así aumentar la cantidad de especia que fluía por su organismo. Su mente flotó un poco, pero no lo suficiente para apaciguar el dolor del pasado, y del contacto mental incipiente. Esta vez sus emociones eran demasiado fuertes para vencerlas.

Su hermano dejó por fin de llamarle, pero no tardaría en volver. Siempre lo hacía.

El único sonido que oía D’murr era el siseo continuado del gas que entraba en la cámara.
Melange, melange.
Continuaba fluyendo en su interior, se apoderaba de sus sentidos por completo. Ya no le quedaba individualismo, apenas podía tolerar la idea de volver a hablar con su hermano.

Sólo podía escuchar, y recordar…

15

La guerra es una forma de comportamiento orgánico. El ejército es el medio que elige un grupo compuesto exclusivamente por hombres para sobrevivir. Por su parte, el grupo femenino se siente orientado tradicionalmente hacia la religión. Son las guardianas de los misterios sagrados.

Doctrina Bene Gesserit

Después de bajar del Crucero que orbitaba alrededor del planeta y atravesar los complicados sistemas defensivos atmosféricos, el duque Leto Atreides y Rhombur Vernius fueron recibidos en el espaciopuerto de la Escuela Materna por un contingente de tres mujeres ataviadas con hábitos negros.

El cielo blancoazulado de Wallach IX no era visible desde tierra. Una brisa gélida azotaba el pórtico al aire libre donde el grupo aguardaba. Leto dejó que se colara a través de sus ropas y vio que su aliento salía convertido en vapor. A su lado, Rhombur ciñó el cuello de su chaqueta.

La líder de la comitiva de escolta se presentó como la madre superiora Harishka, un honor que Leto no había esperado.
¿Qué he hecho yo para merecer tales atenciones?
Cuando había estado encarcelado en Kaitain, a la espera del Juicio por Decomiso, la Bene Gesserit le había ofrecido en secreto su ayuda, pero no habían explicado los motivos.
Las Bene Gesserit no hacen nada sin un propósito definido.

Harishka, vieja pero enérgica, tenía oscuros ojos almendrados y una forma muy directa de hablar.

—Príncipe Rhombur Vernius. —Dedicó una reverencia al joven de cara redonda, quien movió su capa púrpura y cobre con un gesto elegante muy suyo—. Es una pena lo ocurrido a vuestra Gran Casa, una pena terrible. Hasta la Bene Gesserit encuentra a los tleilaxu… incomprensibles.

—Gracias, pero… estoy seguro de que todo saldrá bien. El otro día, nuestro embajador en el exilio presentó otra petición al consejo del Landsraad. —Sonrió con forzado optimismo—. No busco compasión.

—Sólo buscáis una concubina, ¿correcto? —La anciana se volvió para guiarles hasta los terrenos del complejo de la Escuela Materna—. Agradecemos la oportunidad de colocar a una de nuestras hermanas en el castillo de Caladan. Estoy segura de que os beneficiará, y a los Atreides también.

Siguieron un sendero adoquinado entre edificios de estuco comunicados entre sí, con tejado de terracota, dispuesto como escamas de un lagarto de los arrecifes. En un patio lleno de flores se detuvieron ante la estatua en cuarzo negro de una mujer arrodillada.

—La fundadora de nuestra vieja escuela —dijo Harishka—. Raquella Berto-Anirul. Al manipular su química corporal, Raquella sobrevivió a lo que habría sido un envenenamiento letal.

Rhombur se agachó para leer la placa.

—Dice que todas las descripciones escritas y gráficas de esta mujer se perdieron hace mucho tiempo, cuando unos invasores prendieron fuego a la biblioteca y destruyeron la estatua primitiva. Er… ¿cómo sabéis cuál era su aspecto?

—Pues porque somos brujas —replicó Harishka con una sonrisa arrugada.

Sin añadir nada más a su críptica respuesta, la anciana bajó una corta escalera y atravesaron un húmedo invernadero, donde acólitas y hermanas cuidaban de plantas y hierbas exóticas. Tal vez medicamentos, tal vez venenos.

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
5.62Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Lies You Wanted to Hear by James Whitfield Thomson
Fairytale Beginnings by Holly Martin
Trapped with the Blizzard by Huxley, Adele
Live the Dream by Josephine Cox
Arcadian's Asylum by James Axler
Brittany Bends by Grayson, Kristine