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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (17 page)

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
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—Nuestro trato ha concluido. Ahora me voy. He de terminar numerosas investigaciones en Richese.

—Accedisteis a tratarme.

El barón perdió el equilibrio al intentar ponerse en pie y se derrumbó sobre la mesa.

—Accedí a examinaros, y punto, barón. Ningún Suk puede hacer nada por vos. No existe cura ni tratamiento conocidos, aunque estoy seguro de que, a la larga, lo estudiaremos en el Colegio Suk.

El barón agarró su bastón, por fin de pie. Pensó en los dardos venenosos ocultos en su punta.

Pero también comprendió las consecuencias políticas de matar a un médico Suk, si llegaba a saberse. La Escuela Suk tenía poderosos contactos en el Imperio. El placer quizá no valía la pena. Además, ya había matado a bastantes médicos… y al fin tenía una respuesta. Y un blanco legítimo para su venganza: sabía quién era el culpable de su dolencia.

—Temo que deberéis preguntar a la Bene Gesserit, barón.

Sin decir más, el doctor Wellington Yueh abandonó la fortaleza Harkonnen y se largó de Giedi Prime en el primer Crucero, aliviado de no tener que relacionarse nunca más con el barón.

18

Algunas mentiras son más fáciles de creer que la verdad.

Biblia Católica Naranja

Incluso rodeado de otros aldeanos, Gurney Halleck se sentía muy solo. Contempló la cerveza aguada. Era floja y amarga, aunque si bebía lo suficiente, aturdiría el dolor de su cuerpo y su corazón. Pero al final sólo quedaba una resaca prolongada y ninguna esperanza de encontrar a su hermana. En los cinco meses transcurridos desde que el capitán Kryubi y la patrulla Harkonnen se la habían llevado, las costillas rotas, los hematomas y los cortes de Gurney habían curado.
Huesos de goma
, se decía,
una broma amarga.

El día después del secuestro de Bheth, había vuelto a los campos, cavado zanjas lenta y penosamente, plantado los despreciables tubérculos krall. Los demás aldeanos, que le miraban de reojo, habían continuado trabajando como si nada hubiera sucedido. Sabían que si la productividad descendía, los Harkonnen les castigarían todavía más. Gurney averiguó que también se habían llevado a otras muchachas, pero los padres de las víctimas no hablaban de ello fuera del seno de la familia.

Gurney cantaba muy pocas veces en la taberna. Aunque llevaba consigo el viejo baliset, las cuerdas permanecían en silencio, y la música se negaba a brotar de sus labios. Bebía su cerveza amarga y se sentaba con expresión hosca, mientras escuchaba las cansadas conversaciones de sus compañeros. Los hombres repetían quejas acerca del trabajo, del tiempo, de sus indiferentes esposas. Gurney se hacía el sordo.

Si bien le enfermaba imaginar lo que Bheth estaría padeciendo, confiaba en que siguiera con vida… Debía estar encerrada en alguna casa de placeres de los Harkonnen, adiestrada para realizar actos innombrables. Y si se resistía o no se mostraba a la altura de las expectativas, la matarían. Tal como había demostrado el ataque de la patrulla, los Harkonnen siempre podían encontrar otras candidatas para sus apestosos burdeles.

En casa, sus padres habían borrado a la hija de su memoria. Sin las atenciones de Gurney, habrían dejado morir el jardín de Bheth. Sus padres incluso habían celebrado un funeral ficticio y recitado versículos de la manoseada Biblia Católica Naranja. Durante un tiempo, la madre de Gurney mantuvo una vela encendida, cuya llama oscilante contemplaba mientras sus labios se movían en una plegaria silenciosa. Cortaron lirios cala y margaritas (las flores favoritas de Bheth) y formaron un ramo para honrar su memoria.

Después, todo acabó y continuaron sus vidas miserables sin hablar de ella, como si jamás hubiera existido.

Pero Gurney no olvidó.

—¿Te da igual? —chilló una noche al rostro arrugado de su padre—. ¿Cómo puedes permitir que hagan esto a Bheth?

—Yo no permití nada. —Daba la impresión de que el viejo miraba a través de su hijo, como si estuviera hecho de cristal sucio—. No podemos hacer nada, y si insistes en enfrentarte a los Harkonnen, lo pagarás con sangre.

Gurney salió como una tromba en dirección a la taberna, pero los aldeanos no le ofrecieron ninguna ayuda. Noche tras noche, se enfadaba con ellos. Los meses pasaron como una exhalación.

Gurney se irguió de repente en su asiento, derramando la cerveza, y cayó en la cuenta de lo que le estaba pasando. Veía su rostro embotado cada mañana, con una conciencia gradual de que había dejado de ser él. Gurney Halleck, bondadoso, amante de la música y la algazara, había intentado insuflar nueva vida a esta gente, pero en cambio se había transformado en uno de ellos. Aunque tenía poco más de veinte años, ya empezaba a parecerse a su envejecido padre.

El murmullo de las conversaciones carentes de humor continuaba, y Gurney miraba las lisas paredes prefabricadas, los cristales arañados de las ventanas. Esta monótona rutina no había variado en generaciones. Su mano se cerró alrededor de la jarra, y pasó revista a sus talentos y capacidades. No podía luchar contra los Harkonnen con la fuerza bruta o las armas, pero se le había ocurrido otra idea. Podía devolver los golpes al barón y a sus seguidores de una forma más insidiosa.

Sonrió, henchido de renovada energía.

—Tengo una canción para vosotros, compañeros, como jamás habíais oído.

Los hombres sonrieron, inquietos. Gurney cogió el baliset, rasgueó sus cuerdas con tanta brusquedad como si estuviera pelando hortalizas, y entonó en voz alta y fuerte:

Trabajamos en los campos, trabajamos en las ciudades,

y este es nuestro deber en la vida.

Pues los ríos son anchos y los valles angostos,

y el barón es… gordo.

Vivimos sin alegría, morimos sin pena,

y este es nuestro deber en la vida.

Pues las montañas son altas y los océanos profundos,

y el barón es… gordo.

Raptan a nuestras hermanas, sojuzgan a nuestros hijos,

nuestros padres olvidan y nuestros vecinos fingen…

¡y este es nuestro deber en la vida!

Pues nuestro trabajo es penoso y breve nuestro reposo,

mientras el barón engorda a nuestras expensas.

Mientras los versos se sucedían, los ojos de los oyentes se abrieron de par en par, horrorizados.

—¡Basta, Halleck! —dijo un hombre, al tiempo que se ponía en pie.

—¿Por qué, Perd? —repuso Gurney con una sonrisa burlona—. ¿Tanto amas al barón? He oído que le gusta llevarse a sus aposentos a chicos robustos como tú.

Gurney entonó otra canción insultante, y otra, hasta que por fin se sintió liberado. Estas melodías le proporcionaban una libertad que nunca había imaginado. Los espectadores estaban turbados e inquietos. Muchos se fueron cuando siguió cantando, pero Gurney no se arredró. Se quedó hasta mucho después de la medianoche.

Cuando por fin volvió a casa, Gurney Halleck lo hizo con paso brioso. Había devuelto el golpe a sus torturadores, aunque nunca lo sabrían.

No iba a dormir demasiado aquella noche, y el trabajo empezaría a primera hora de la mañana, pero eso le daba igual. Se sentía como nuevo. Gurney regresó a la casa donde sus padres dormían desde hacía mucho rato. Dejó el baliset en su ropero, se tendió en su camastro y durmió con una sonrisa en los labios.

Menos de dos semanas después, una silenciosa patrulla Harkonnen entró en el pueblo de Dmitri. Faltaban tres horas para el amanecer.

Guardias armados derribaron la puerta de la vivienda prefabricada, aunque los Halleck nunca la cerraban con llave. Los hombres uniformados encendieron globos luminosos cuando entraron, apartaron los muebles, destrozaron los platos de loza. Arrancaron todas las flores que Bheth había plantado en viejos tiestos ante la puerta principal. Rasgaron las cortinas que cubrían las pequeñas ventanas.

La madre de Gurney chilló y se acurrucó contra la cabecera de la cama. Su padre se levantó de un salto, fue a la puerta de la habitación y vio a los soldados. En lugar de defender su casa, retrocedió y atrancó la puerta, como si eso pudiera protegerle.

Pero los guardias sólo estaban interesados en Gurney. Sacaron al joven de la cama, pese a los puñetazos que dio al aire. Los hombres encontraron divertida su resistencia, y le derribaron sobre el hogar. Gurney se rompió un diente y se rasguñó la barbilla. Intentó ponerse en pie, pero dos Harkonnen le propinaron patadas en las costillas.

Después de registrar un pequeño armario, un soldado rubio salió con el remendado baliset. Lo lanzó al suelo, y Kryubi procuró que la cara de Gurney estuviera vuelta hacia el instrumento. Mientras los Harkonnen apretaban la mejilla de su víctima contra los ladrillos del hogar, el capitán pateó el baliset con su bota hasta romperlo. Las cuerdas emitieron un quejido discordante.

Gurney gimió, y sintió un dolor mucho más agudo que el producido por los golpes. Todo el trabajo que había invertido en restaurar el instrumento, todo el placer que le había proporcionado…

—¡Bastardos! —espetó, lo cual le ganó otra paliza.

Se esforzó en ver sus caras y reconoció a uno de rostro cuadrado y pelo castaño que había trabajado en las zanjas, al cual conocía de un pueblo cercano, resplandeciente en su nuevo uniforme con la insignia de rango inferior de un Immenbrech. Vio a otro guardia de nariz bulbosa y labio leporino, y recordó que había sido «reclutado» en Dmitri cinco años antes. Pero sus rostros no expresaron la menor compasión ni dieron muestras de reconocerle. Ahora eran hombres del barón, y nunca harían nada que pudiera devolverles a sus vidas anteriores.

Al comprender que Gurney les había reconocido, los guardias le arrastraron fuera y le golpearon con redoblado entusiasmo.

Durante el ataque, Kryubi se mostró triste y meditabundo. Se pasó un dedo por su fino bigote. El capitán de la guardia miró con gesto sombrío cómo sus hombres golpeaban y pateaban a Gurney, extraían energías del rechazo de su víctima a gritar con la frecuencia que ellos hubieran deseado. Por fin, retrocedieron y recuperaron el aliento.

Y sacaron las porras…

Al final, cuando Gurney ya no pudo moverse porque tenía los huesos rotos, los músculos molidos y la piel cubierta de sangre coagulada, los Harkonnen se retiraron. Bajo el áspero resplandor de los globos luminosos, lo dejaron cubierto de sangre y gimiendo.

Kryubi alzó una mano e indicó a sus hombres que volvieran al vehículo. Se llevaron todos los globos excepto uno, que proyectaba una luz vacilante sobre el hombre tendido.

Kryubi le miró con aparente preocupación y se arrodilló a su lado. Murmuró palabras dirigidas sólo a Gurney. Pese a la niebla de dolor que envolvía su cráneo, Gurney las consideró extrañas. Había esperado que el capitán proclamara a voz en grito su triunfo, para que todos los aldeanos le oyeran. En cambio, Kryubi parecía más decepcionado que orgulloso.

—Cualquier otro hombre habría cedido hace mucho tiempo. La mayoría de los hombres habrían sido más inteligentes. Tú te lo has buscado, Gurney Halleck.

El capitán meneó la cabeza.

—¿Por qué me has obligado a hacer esto? ¿Por qué has insistido en que la ira se desatara sobre ti? Esta vez te he salvado la vida. Por un pelo. Pero si vuelves a desafiar a los Harkonnen, quizá tengamos que matarte. —Se encogió de hombros—. O tal vez mataremos a tu familia y a ti te mutilaremos. Uno de mis hombres es habilidoso en sacar ojos con los dedos.

Gurney intentó hablar varias veces entre sus labios partidos y ensangrentados.

—Bastardos —consiguió mascullar al fin—. ¿Dónde está mi hermana?

—Tu hermana ya no es asunto tuyo. Se ha ido. Quédate aquí y olvídala. Trabaja. Todos tenemos un trabajo que hacer para el barón, y si fallas en el tuyo —las aletas de la nariz de Kryubi se dilataron—, yo tendré que hacer el mío. Si vuelves a hablar contra el barón, si le insultas, si le ridiculizas para incitar el descontento, tendré que actuar. Eres lo bastante inteligente para saberlo.

Gurney meneó la cabeza con un gruñido de furia. Sólo su cólera le sostenía. Juró que se vengaría de cada gota de sangre derramada. Descubriría lo que había sido de su hermana con su último aliento, y si por algún milagro Bheth continuaba con vida, la rescataría.

Kryubi se volvió hacia el transporte de tropas, donde los guardias ya se habían sentado.

—No me obligues a regresar. —Miró a Gurney por encima del hombro y añadió unas palabras muy extrañas—: Por favor.

Gurney permaneció inmóvil, mientras se preguntaba cuánto tardarían sus padres en salir para comprobar si seguía con vida. Vio con sus ojos doloridos y semicerrados que el transporte se elevaba en el aire y abandonaba el pueblo. Se preguntó si se encenderían otras luces, si algún aldeano saldría para ayudarle, ahora que los Harkonnen se habían marchado.

Pero las casas de Dmitri siguieron a oscuras. Todo el mundo fingía no haber visto u oído nada.

19

Los límites más estrictos son autoimpuestos.

F
RIEDRE
G
INAZ
,
Filosofía del maestro espadachín

Cuando Duncan Idaho llegó a Ginaz, creía que no necesitaba nada más que la preciada espada del viejo duque para convertirse en un gran guerrero. Con la cabeza llena de románticas esperanzas, imaginaba la vida de aventuras que le aguardaba, las maravillosas técnicas de lucha que aprendería. Sólo tenía veinte años, y anhelaba un futuro dorado.

La realidad fue muy diferente.

La Escuela de Ginaz era un archipiélago de islas habitadas, esparcidas como migas de pan en aguas de color turquesa. En cada isla, diferentes maestros enseñaban a los estudiantes sus técnicas particulares, que abarcaban desde la lucha con escudos, las tácticas militares y las habilidades en el combate hasta la política y la filosofía. Durante sus ocho años de aprendizaje, Duncan pasaría de un ambiente a otro y aprendería de los mejores guerreros del Imperio.

Si sobrevivía.

La isla principal hacía las veces de espaciopuerto y centro administrativo, rodeado de arrecifes que bloqueaban el paso a las olas bravías. Altos edificios pegados los unos a los otros recordaron a Duncan las púas de una rata espinosa, como la que había tenido como animal doméstico en la fortaleza prisión de los Harkonnen.

Los maestros espadachines de Ginaz, reverenciados a lo largo y ancho del Imperio, habían destinado muchos de sus edificios principales a museos y memoriales, lo cual reflejaba el absoluto orgullo que sentían de sus habilidades, un orgullo que rayaba el engreimiento. Neutrales en política, se entregaban a su arte y permitían que sus practicantes tomaran sus propias decisiones en lo tocante al Imperio. Como contribución a la mitología, muchos líderes de Grandes Casas de Landsraad se habían graduado en la academia. Los maestros juglares tenían el deber de componer canciones y comentarios sobre las grandes hazañas de los legendarios héroes de Ginaz.

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