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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (19 page)

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
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¿Cómo, pues?

Mientras la presa multitentacular de las drogas se intensificaba y le asfixiaba, su mente recorría una avenida de sinapsis tras otra. Cada vez, sólo encontraba callejones sin salida. Dio vueltas y lo intentó de nuevo, pero llegó a la misma conclusión.

¿Cómo sucederá?

El consumo masivo de drogas mezcladas no era un método aprobado para estimular los poderes mentales, pero él no era un Mentat normal, una persona bendecida con el don, aceptada en la escuela y adiestrada en los métodos arcanos de la clasificación de datos y el análisis. Piter de Vries era un Mentat «pervertido», cultivado en un tanque de axlotl tleilaxu a partir de las células de un Mentat fallecido y preparado por desertores de la Escuela Mentat. Después de someterlos a su preparación pervertida, los tleilaxu perdían el control sobre sus Mentats, aunque De Vries estaba seguro de que ya tenían otro ghola acabado, genéticamente idéntico a él, a la espera por si el barón Harkonnen perdía la paciencia con él por última vez.

La «perversión» tleilaxu producía un enriquecimiento imposible de obtener por otros métodos. Proporcionaba a De Vries capacidades mayores, inalcanzables para los Mentats normales. Pero también le convertían en un ser impredecible y peligroso, incontrolable.

Durante décadas, los Bene Tleilax habían experimentado con combinaciones de drogas en sus Mentats. En sus años de formación, De Vries había sido uno de sus cobayas. Los efectos habían sido impredecibles y poco concluyentes, y habían resultado en alteraciones (mejoras, confiaba él) de su cerebro.

Desde que le habían vendido a la Casa Harkonnen, De Vries había realizado sus propias pruebas, depurado su cuerpo para acomodarlo al estado que él deseaba. Gracias a la correcta mezcla de productos químicos, había alcanzado un altísimo grado de lucidez mental, con el fin de procesar los datos con mayor rapidez.

¿Por qué perderá la Casa Harkonnen el monopolio de la especia? ¿Y cuándo?

Parecía prudente sugerir al barón que redoblara sus operaciones, que vigilara los depósitos secretos de melange ocultos en Lankiveil y otros lugares.
Hemos de protegernos del desastre.

Sus pesados párpados se agitaron y alzaron. Brillantes partículas de luz bailaban ante sus ojos. Enfocó su visión con dificultad. Oyó chillidos. Dos hombres uniformados que empujaban una camilla, sobre la cual descansaba un bulto informe que antes había sido un ser humano, pasaron ante la puerta entornada a medias.

¿Por qué la Casa Harkonnen perderá el monopolio de la especia?
Comprendió con tristeza que el efecto de las drogas se estaba disipando, en su esfuerzo enconado por descifrar el significado de la visión.
¿Por qué?
Necesitaba profundizar todavía más.
¡Debo averiguar la respuesta!

Se quitó la bandeja de drogas del cuello, derramó zumo y cápsulas sobre el suelo. Cayó de rodillas, recogió varias píldoras y las engulló. Lamió como un animal el zumo de safo derramado, antes de aovillarse sobre el frío suelo.
¿Por qué?

Cuando una agradable sensación se apoderó de él, clavó la vista en el techo. Las funciones involuntarias de su cuerpo se ralentizaron y adquirió el aspecto exterior de un muerto. Pero su mente corría a toda velocidad, su actividad electroquímica aumentó, las neuronas clasificaron señales, procesaron, buscaron… Los impulsos eléctricos salvaron abismos sinápticos, cada vez más veloces.

¿Por qué? ¿Por qué?

Sus senderos cognitivos salieron disparados en todas direcciones, se cruzaron, chisporrotearon. Iones de potasio y sodio colisionaron con otros radicales en las células de su cerebro. Los mecanismos internos fallaron, pues ya no eran capaces de controlar el flujo de datos. Estaba a punto de sufrir un caos mental y caer en coma.

Pero su maravillosa mente Mentat adoptó el modo de supervivencia, clausuró funciones, limitó los daños…

Piter De Vries despertó sobre un charco de residuos de drogas. Su nariz, boca y garganta ardían.

Al lado del Mentat, el barón se paseaba de un lado a otro, al tiempo que le reprendía como a un niño.

—Mira lo que has hecho, Piter. Toda esa melange desperdiciada, y casi tengo que comprar un nuevo Mentat a los tleilaxu. ¡No vuelvas a hacerlo!

De Vries se esforzó por incorporarse, intentó hablar al barón de su visión, la destrucción de la Casa Harkonnen.

—Yo… he visto…

Pero no pudo articular más palabras. Tardaría mucho rato en ordenar frases con coherencia.

Peor aún, pese a aquella desesperada sobredosis no tenía respuesta para el barón.

21

Demasiado conocimiento nunca facilita soluciones sencillas.

Príncipe heredero R
APHAEL
C
ORRINO
,
Discursos sobre el liderazgo

Dentro del círculo ártico de Lankiveil, cubierto de hielo, los barcos balleneros comerciales eran como ciudades sobre el agua, enormes plantas procesadoras que surcaban las aguas gris acero durante meses antes de regresar a los muelles del espaciopuerto para depositar su carga.

Abulurd Harkonnen, el hermanastro menor del barón, prefería barcos más pequeños con tripulaciones nativas. Para ellas, la caza de la ballena era un desafío y un arte, antes que una industria.

Un viento penetrante agitaba su cabello rubio alrededor de sus orejas y hombros, mientras escudriñaba la distancia. El cielo era una sopa de nubes sucias, pero ya se había acostumbrado al clima. Pese a los elegantes y caros palacios Harkonnen de otros planetas, Abulurd había escogido este planeta frío y montañoso como hogar.

Llevaba en el mar una semana e intentaba ayudar a la tripulación, pese a que su apariencia era muy diferente de la de los nativos de Lankiveil. Tenía las manos doloridas y cubiertas de ampollas que pronto se convertirían en callos. Los balleneros budislámicos parecían asombrados de que su gobernador planetario quisiera trabajar, pero conocían sus excentricidades. Abulurd nunca había sido propenso a la pompa y la ceremonia, al abuso del poder, a la ostentación de la riqueza.

En los mares del norte, las ballenas peludas Bjondax nadaban en manadas como bisontes acuáticos. Las bestias de pelaje dorado eran comunes; las de manchas de leopardo mucho más raras. Vigías apostados en plataformas de observación, al lado de ruedas de oración matraqueantes y gallardetes, exploraban el mar sembrado de hielo con prismáticos, en busca de ballenas solitarias. Balleneros libres de servicio se turnaban en rezar. Estos cazadores nativos seleccionaban a sus presas, y sólo elegían a las de mejor pelaje, pues eran las más preciadas.

Abulurd olió el aire salado y el olor penetrante de la cellisca inminente. Esperaba a que empezara la acción, una cacería veloz, cuando el capitán y su segundo de a bordo vociferarían órdenes y tratarían a Abulurd como a un tripulante más. De momento, no tenía más que hacer que esperar y pensar en su casa…

De noche, cuando el barco se mecía y oscilaba, acompañado por el estruendo de los trozos de hielo que golpeaban contra el casco reforzado, Abulurd cantaba o jugaba una partida de un juego de azar. Recitaba los sutras preceptivos con la muy religiosa tripulación.

Las estufas de los camarotes no podían compararse con los hogares rugientes de su imponente casa de Tula Fjord o su romántica dacha privada en la boca del fiordo. Aunque le gustaba la caza de la ballena, Abulurd ya echaba de menos a su silenciosa y fuerte esposa. Emmi Rabban-Harkonnen y él llevaban casados décadas, y sólo unos días de separación bastaban para que sus reencuentros fueran más dulces aún.

Emmi era de sangre noble, pero de una Casa Menor en decadencia. Cuatro generaciones atrás, antes de la alianza con la Casa Harkonnen, Lankiveil había sido el feudo de una familia insignificante, la Casa Rabban, que se había entregado a actividades religiosas. Construyeron monasterios y seminarios para retiros espirituales en las escarpadas montañas, en lugar de explotar los recursos de su planeta.

Mucho tiempo antes, después de la muerte de su padre, Dmitri, Abulurd y su esposa habían pasado siete desagradables años en Arrakis. Su hermanastro mayor Vladimir había consolidado todo el poder de la Casa Harkonnen en su puño de hierro, pero el testamento de su padre había cedido el control de las operaciones de especia a Abulurd, el hijo bondadoso y amante de los libros. Abulurd comprendía la importancia de su posición, la riqueza que la melange proporcionaba a su familia, si bien nunca había dominado los matices y complejidades políticas del planeta desierto.

Abulurd se había visto obligado a partir de Arrakis en supuesta desgracia. En cualquier caso, dijeran lo que dijeran, prefería vivir en Lankiveil con responsabilidades tolerables, entre gente a la que comprendía. Sentía lástima por la gente que padecía bajo el yugo del barón en el planeta desierto, pero Abulurd se había jurado hacer cuanto pudiera en su nuevo hogar, aunque aún no se había molestado en reclamar el título de gobernador del subdistrito que le correspondía por derecho. La tediosa política se le antojaba un desperdicio de esfuerzos humanos.

Emmi y él sólo tenían un hijo, Glossu Rabban, de treinta y cuatro años, el cual, según la tradición de Lankiveil, había recibido el apellido del linaje de su madre. Por desgracia, su hijo tenía una ruda personalidad y apreciaba a su tío más que a sus propios padres. Aunque Abulurd y Emmi siempre habían querido tener más hijos, el linaje Harkonnen nunca había sido muy fecundo.

—¡Albina! —gritó el vigía, un muchacho de ojos penetrantes, cuyo cabello negro colgaba en una gruesa trenza sobre su parka—. Ballena blanca veinte grados a babor.

Una intensa actividad se apoderó de la embarcación. Los neuroarponeros aferraron sus armas, mientras el capitán aumentaba la velocidad. Los hombres treparon por las escalerillas, se hicieron visera con las manos y clavaron la vista en las aguas sembradas de icebergs que parecían muelas blancas. Había pasado un día entero desde la última cacería, de modo que las cubiertas estaban limpias, los recipientes de procesamiento abiertos y preparados, los hombres ansiosos.

Abulurd esperó su turno de mirar por unos prismáticos. Vio destellos entre las cabrillas que podían pertenecer a una ballena albina, pero en realidad eran pedazos de hielo flotantes. Por fin, divisó al animal cuando emergió, un arco cremoso de pelaje blanco. Era joven. A las albinas, un raro fenómeno, se las desterraba del rebaño. Pocas veces alcanzaban la edad adulta.

Los hombres se prepararon cuando el barco salió en persecución de su presa. Las ruedas de oración continuaban girando y chasqueando en la brisa.

—Si la capturamos ilesa —gritó el capitán desde el puente con voz estentórea, capaz de partir la capa de hielo—, ganaremos lo suficiente para volver a casa.

A Abulurd le gustaba ver la alegría y el júbilo de sus caras. Se sintió emocionado, su corazón palpitaba para continuar bombeando sangre en aquel frío intenso. Nunca aceptaba una parte de los beneficios, pues no le interesaba un dinero superfluo, y permitía que los hombres se los dividieran entre ellos.

La bestia albina, al notar que la perseguían, aceleró en dirección a un archipiélago de icebergs. El capitán aumentó la velocidad de los motores. Si la ballena se sumergía, la perderían.

Las ballenas peludas pasaban meses bajo las gruesas capas de hielo. En las aguas oscuras alimentadas por respiraderos volcánicos llenos de nutrientes y calor, las ballenas devoraban bancos de krill, esporas y el rico plancton de Lankiveil que no necesitaba luz del sol directa para la fotosíntesis.

Uno de los rifles de largo alcance disparó y plantó un pulsador en el lomo del animal. En reacción, la albina se sumergió. El tripulante que manipulaba los controles envió una descarga eléctrica mediante el pulsador, lo cual provocó que la ballena emergiera de nuevo.

El barco giró y por estribor rozó un iceberg, pero el casco reforzado aguantó mientras el capitán realizaba la maniobra. Dos arponeros, que procedían con calma y precisión, ocuparon sendas barcas de persecución, esbeltas embarcaciones de proa estrecha y quillas cortahielos. Los hombres se ciñeron el cinturón de seguridad, cerraron el dosel protector transparente y lanzaron las barcas al mar helado.

Las barcas rebotaron sobre las aguas encrespadas, golpearon trozos de hielo, pero se acercaron a su objetivo. La primera embarcación describió un círculo y se aproximó desde la dirección opuesta. Los arponeros se cruzaron ante la ballena albina, abrieron el dosel y se pusieron de pie en sus compartimientos. Con perfecto equilibrio, clavaron estacas aturdidoras en la ballena.

La ballena dio media vuelta y se dirigió hacia el ballenero. Los arponeros la persiguieron, pero la barca principal ya estaba bastante cerca, y cuatro arponeros más se inclinaron sobre la cubierta. Como legionarios romanos expertos en el tiro de jabalina, lanzaron estacas aturdidoras que dejaron inconsciente a la ballena. Las dos barcas de persecución se acercaron al animal, y los arponeros dieron el golpe de gracia.

Más tarde, mientras izaban las barcas de persecución, desolladores y despellejadores descendieron por el casco del barco hasta la carcasa flotante.

Abulurd había presenciado escenas semejantes muchas veces, pero sentía aversión por el proceso de despiece, de modo que se encaminó a la cubierta de estribor y miró hacia las cadenas montañosas de icebergs que se alzaban al norte. Sus formas escabrosas le recordaron las rocas escarpadas que formaban las paredes del fiordo donde vivía.

El ballenero había llegado al extremo norte de las aguas de caza nativas. Los balleneros de la CHOAM nunca se aventuraban hasta aquellas latitudes, pues sus enormes barcos no podían navegar en aquellas traicioneras aguas.

Abulurd, solo en la proa, contempló maravillado la pureza del hielo ártico, un resplandor cristalino que potenciaba la luz del sol. Oyó el chirrido de los icebergs al chocar entre sí y miró, sin caer en la cuenta de lo que su visión periférica registraba. Algo mortificaba su inconsciente, hasta que su mirada se concentró en uno de los monolitos de hielo, una montaña cuadrada que parecía apenas un poco más gris que las demás. Reflejaba menos luz.

Forzó la vista, y luego recogió unos prismáticos caídos en la cubierta. Abulurd oyó los gritos de los hombres mientras troceaban su presa. Enfocó las lentes y examinó el iceberg.

Contento de haber encontrado una distracción del sangriento cometido, Abulurd dedicó largos minutos a estudiar los fragmentos de hielo flotantes. Eran demasiado precisos, demasiado exactos para haberse desprendido del iceberg al azar.

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
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