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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (61 page)

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
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Después de seis meses en Salusa Secundus, el paisaje indomable e inquietante, las ruinas antiguas y las profundas heridas ecológicas asombraban todavía a Liet-Kynes. Tal como su padre había dicho, era fascinante.

En el ínterin, en su escondite subterráneo, Dominic Vernius estudiaba documentación y analizaba informes robados sobre las actividades de la CHOAM. Gurney Halleck y él habían estudiado manifiestos de carga de la Cofradía Espacial para decidir la mejor forma de sabotear tratos comerciales, de forma que perjudicaran más al emperador. Sus contactos y espías ocasionales, que le habían proporcionado escasos detalles sobre la situación en Ix, se habían desvanecido. De vez en cuando había recibido informes sobre su hogar ancestral, pero hasta esa fuente se había secado.

Los ojos enrojecidos y la frente surcada de arrugas de Dominic demostraban lo poco que dormía últimamente.

Por su parte, Liet vio por fin más allá de las intrigas del pueblo del desierto y las rivalidades entre los clanes por controlar las arenas repletas de especia. Estudió la política practicada entre las Casas Grandes y Menores, los magnates navieros y las familias poderosas. El Imperio era mucho más inmenso de lo que había imaginado.

También empezó a intuir la magnitud de lo que su padre había conseguido en Dune, y sintió un mayor respeto por Pardot Kynes.

Añorado a veces, Liet imaginaba lo que sería devolver a Salusa Secundus la gloria de que había disfrutado tanto tiempo antes, en el momento álgido del Imperio. Había muchas cosas que debía comprender, demasiadas preguntas sin respuesta.

Con algunas instalaciones meteorológicas estratégicamente situadas, además de colonos dispuestos a volver a plantar praderas y bosques, Salusa Secundus volvería a vivir y respirar de nuevo. Pero la Casa Corrino se negaba a invertir en tal empresa, pese a las posibles recompensas. De hecho, daba la impresión de que sus esfuerzos iban dirigidos a conservar Salusa tal como había sido durante siglos.

¿Por qué?

Como forastero en el planeta, Liet pasaba la mayor parte de su tiempo libre con un equipo de supervivencia, vagaba por el paisaje arrasado, esquivaba las ruinas de las ciudades destruidas, cuyos antiguos edificios gubernamentales del Imperio estaban habitados por prisioneros: altísimos museos, salones enormes, grandes, cámaras de techos derrumbados. Durante todos los siglos que Salusa había sido un planeta-prisión Corrino nadie había intentado reconstruirlo. Las paredes estaban inclinadas o derruidas. Los techos presentaban enormes agujeros.

Liet había dedicado sus primeras semanas a estudiar la base subterránea de los contrabandistas. Enseñó a los endurecidos veteranos a borrar las huellas de su presencia, a alterar el hangar derrumbado para que pareciera habitado por un puñado de feroces refugiados, con el fin de no atraer más que una mirada superficial. Cuando los contrabandistas estuvieron ocultos sin peligro alguno y Dominic quedó satisfecho, el joven fremen salió a explorar solo, como su padre había hecho…

Liet, que procuraba moverse sin dejar huellas de su paso, trepó a un risco que dominaba una depresión. Con unos prismáticos vio gente deambulando bajo el sol abrasador, soldados con uniformes de color tostado y pardo, camuflaje para el desierto utilizado por los Sardaukar del emperador. Juegos de guerra extravagantes, para variar.

Una semana antes, había visto a los Sardaukar desalojar un refugio de prisioneros atrincherados en unas ruinas aisladas. Liet paseaba por las cercanías y vio a los Sardaukar atacar provistos de escudos corporales, lanzallamas y otras armas primitivas, que utilizaron contra los convictos. La batalla se había prolongado durante horas, mientras Sardaukar bien preparados luchaban cuerpo a cuerpo con los prisioneros que salían de su refugio.

Los hombres del emperador habían matado a muchos prisioneros, pero algunos habían combatido muy bien, e incluso habían abatido a varios Sardaukar, recogido sus armas y prolongado la batalla. Cuando sólo quedaban unas docenas de los mejores luchadores, dispuestos a morir, los Sardaukar plantaron una bomba aturdidora. Después de que las tropas se refugiaran tras las barricadas, un faro de intensa luz, combinado con la fuerza motivacional de un campo Holtzman, dejó inconscientes a los prisioneros supervivientes y permitió que los Sardaukar invadieran su fortaleza improvisada.

Liet se había preguntado por qué los soldados imperiales no habían plantado un aturdidor desde el primer momento. Más tarde, se preguntó si el propósito de los Sardaukar no sería el de hacer una criba de los prisioneros y seleccionar a los mejores candidatos.

Días después, algunos cautivos supervivientes se hallaban en la depresión, vestidos con prendas raídas, los restos de uniformes de prisioneros. Los Sardaukar formaban a su alrededor hileras ordenadas, una trampa humana. Armas y piezas de equipo pesado estaban situadas en posiciones estratégicas alrededor del perímetro, unidas mediante púas y cadenas metálicas.

Daba la impresión de que los hombres se estaban entrenando, tanto prisioneros como Sardaukar.

Acuclillado en lo alto del risco, Liet se sentía vulnerable sin su destiltraje. El sabor seco de la sed arañaba su garganta, le recordaba al desierto, a su hogar, pero no llevaba un tubo de agua al cuello para sorber unas gotas del preciado líquido.

A primera hora de aquel día habían distribuido otro cargamento de melange sacado de contrabando de Dune y lo habían vendido a los prisioneros huidos que odiaban a los Corrino tanto como Dominic. En la sala de descanso, Gurney Halleck había levantado una taza de café aderezada con melange para saludar a su líder.

Pulsó las cuerdas de su baliset y cantó con su voz ronca y descarada (si no melódica, al menos exuberante):

Oh, taza de especia

que me transporta

más allá de mi carne

hasta una estrella lejana.

Melange, la llaman…

¡Melange! ¡Melange!

Los hombres prorrumpieron en vítores y Bork Qazon, el cocinero, le sirvió otra taza de café especiado. El corpulento Scien Traf, antiguo ingeniero ixiano, palmeó a Gurney en la espalda, y Pen Barlow, en otros tiempos comerciante, siempre con un puro en la boca, lanzó una carcajada estentórea.

La canción había despertado en Liet el deseo de caminar por las arenas de especia, de saborear el intenso olor a canela que proyectaba el gusano de arena sobre el que montaba. Tal vez Warrick querría acompañarle hasta el sietch de la Muralla Roja, una vez regresaran de Salusa. Al menos eso esperaba. Hacía mucho tiempo que no veía a su amigo y hermano de sangre.

Warrick y Faroula llevaban casados casi un año y medio. Tal vez ella estaría ya embarazada. La vida de Liet habría sido diferente si hubiera conseguido su mano…

Acuclillado en las rocas de un risco elevado de un planeta diferente, mientras espiaba los misteriosos movimientos de las tropas imperiales, Liet ajustó las lentes de aceite de alta definición de los prismáticos, con el fin de obtener la mejor vista posible. Mientras los Sardaukar atravesaban la depresión, estudió la velocidad y precisión con que se movían.

De todos modos, pensó Liet, un grupo desesperado de fremen bien armados habría podido derrotarles.

Por fin, los prisioneros supervivientes fueron conducidos hasta el campo de entrenamiento preparado ante los nuevos barracones Sardaukar, tiendas de aleación amontonadas como búnkeres sobre el suelo llano, y cuyos lados metálicos reflejaban la luz del sol. Daba la impresión de que los soldados estaban poniendo a prueba a los prisioneros, desafiándoles a realizar los ejercicios tan bien como ellos. Cuando un hombre vacilaba, los Sardaukar le mataban con un rayo púrpura de fusil láser. Los demás continuaban.

Liet-Kynes desvió la vista hacia el cielo bilioso, el cual mostraba ominosas pautas que le habían enseñado a reconocer. El aire parecía espeso como una sopa, mientras se teñía de un naranja intenso bordeado de franjas verdes, como el producto de una indigestión. Masas de rayos surcaban el cielo. Haces de estática similares a gigantescos copos de nieve guiaban el flujo de viento hacia la depresión.

Liet, gracias a historias relatadas por Gurney Halleck y otros contrabandistas, conocía los peligros de exponerse a una tormenta de la aurora, pero una parte de él, la parte curiosa heredada de su padre, contemplaba fascinado la perturbación eléctrica y radiactiva que se iba acercando. La tempestad venía acompañada por zarcillos de color exótico, aire ionizado y embudos en forma de cono conocidos como el viento martilleador.

Inquieto, descubrió grietas en el afloramiento rocoso que había abandonado. Las hendiduras proporcionaban refugio a cualquier fremen provisto de recursos, pero las tropas carecían de protección. ¿Acaso se consideraban capaces de sobrevivir a un poder tan elemental?

Al ver que las nubes y las descargas se acercaban, los harapientos prisioneros empezaron a romper filas, mientras las tropas uniformadas seguían en posición de firmes. El comandante ladró órdenes, tal vez que volvieran a sus puestos. Segundos después, una poderosa ráfaga de viento precursor estuvo a punto de derribar al hombre de su plataforma a suspensión. El comandante ordenó que todo el mundo se refugiara en sus búnkeres metálicos.

Los Sardaukar desfilaron en filas prietas. Algunos prisioneros intentaron imitar a los soldados, mientras otros huían en dirección a los refugios reforzados.

La tormenta de la aurora se desencadenó segundos después de que la última tienda se cerrara. Como un ser vivo, asoló la depresión, proyectando rayos multicolores. Un gigantesco puño de viento golpeó el suelo. Otro aplastó una de las tiendas, junto con todos sus ocupantes.

Un aire crepitante se precipitó hacia el risco. Aunque no estaba en su planeta, Liet había intuido la naturaleza mortífera de las tormentas desde que era niño. Se internó en la hendidura rocosa. Al cabo de unos momentos oyó el aullido demoníaco, el chasquido del aire, las descargas de rayos, los embates del viento martilleador.

Por la estrecha rendija de cielo visible entre las rocas, Liet vio un calidoscopio de colores cegadores. Se acurrucó en su refugio, pero presintió que estaba a salvo.

Respiró con calma, esperó con paciencia a que la tormenta se alejara y contempló la frenética intensidad del fenómeno atmosférico. Salusa tenía muchas similitudes con Dune. Los dos eran planetas crueles, con tierras implacables y cielos implacables. En Dune, tormentas feroces también podían remodelar el paisaje, aplastar a un hombre o despellejarle.

Al contrario que en este lugar, aquellos vientos terribles tenían sentido para él, vinculados como estaban al misterio y la grandeza de Dune.

Liet deseaba abandonar Salusa Secundus, regresar a su planeta natal con Dominic Vernius. Necesitaba volver a vivir en el desierto, su hogar.

Cuando llegó el momento oportuno, Dominic Vernius embarcó a parte de su banda a bordo de la fragata, acompañado por dos lanchas más pequeñas. Dominic pilotaba su nave insignia, y la aparcó en su amarradero del Crucero de la Cofradía.

El conde renegado fue a su camarote para relajarse y pensar. Aunque llevaba años maniobrando a las sombras del Imperio, un simple mosquito que molestaba a Shaddam IV, nunca había asestado un golpe claro y decisivo. Sí, había robado un embarque de las medallas conmemorativas del emperador. Sí, había hecho flotar el hilarante globo caricaturesco sobre el estadio piramidal de Harmonthep. Sí, había grabado el mensaje de cien metros de altura en la pared de granito del cañón («Shaddam, ¿descansa bien tu corona sobre tu cabeza puntiaguda?»), y había desfigurado docenas de estatuas y monumentos.

Pero ¿con qué fin? Ix seguía perdido, y no había recibido nuevas noticias sobre la situación del planeta.

Al principio de su exilio autoimpuesto, Dominic había reagrupado a sus tropas, hombres seleccionados debido a su lealtad en pasadas campañas. Al recordar cómo habían derrotado años antes a los rebeldes de Ecaz, había dirigido una pequeña fuerza, bien armada y preparada, en un ataque contra los tleilaxu.

Con armas y la ventaja de la sorpresa, Dominic había confiado en abrirse camino y derrotar a los invasores. En el cañón del puerto de entrada, sus hombres habían salido de las naves, disparando fusiles láser, pero se habían topado con la inesperada defensa de los Sardaukar del emperador. ¡Los malditos Corrino! ¿Por qué habían enviado sus tropas a Ix?

Años atrás, el elemento sorpresa se había vuelto contra Dominic, y los soldados imperiales habían matado a una tercera parte de sus hombres. Él mismo había sido alcanzado en la espalda por metralla y dado por muerto. Sólo Johdam le había arrastrado hasta una de sus naves, y se habían batido en desesperada retirada.

En la fortaleza secreta de Dominic escondida en el polo sur de Arrakis, sus hombres le habían devuelto a la vida. Como había tomado precauciones para ocultar la identidad de la fuerza atacante vengadora (con el fin de evitar repercusiones negativas para el pueblo ixiano si el ataque fracasaba, o para sus hijos en Caladan), los tleilaxu nunca habían sabido quién era el autor del fracasado intento.

Como resultado de la debacle, Dominic había jurado a sus hombres que jamás intentaría recuperar su planeta hereditario en una acción militar que sólo podría terminar de manera lamentable.

Por pura necesidad, Dominic había decidido utilizar otros medios.

Sin embargo, sus sabotajes y actos vandálicos no habían servido de gran cosa. Shaddam IV ni siquiera sabía que el conde Vernius estaba implicado. Aunque proseguía la lucha, Dominic se sentía peor que muerto: era irrelevante. Se tumbó en el camarote de su fragata, analizó todo cuanto había logrado… y todo cuanto había perdido. Con un holorretrato sólido de Shando sobre un pedestal cercano, podía mirarla y casi imaginar que estaba con él.

Su hija Kailea debía ser una joven atractiva a estas alturas. Se preguntó si se habría casado, tal vez con alguien de la corte de Leto Atreides… pero no con el duque, desde luego. El énfasis Atreides sobre los matrimonios políticos era bien conocido, y la princesa de una Casa renegada carecía de dote. Del mismo modo, aunque Rhombur era lo bastante mayor para convertirse en conde de la Casa Vernius, el título no tenía valor.

Contempló el holograma de Shando, abrumado por la tristeza. Y en medio de su dolor, ella le habló.

—Dominic… Dominic Vernius. Conozco tu identidad.

Se incorporó, estupefacto, y se preguntó si se había zambullido en algún abismo de locura. La boca de Shando se movía mecánicamente. El holo de su rostro se volvió, pero su expresión no cambió. Sus ojos no se concentraron en él. Continuó hablando.

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