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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (64 page)

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
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Abrió las grandes puertas de madera cuando unos barcos acorazados amarraron en el muelle. Soldados Harkonnen uniformados desembarcaron, y sus pesadas botas resonaron. Abulurd retrocedió un paso cuando las tropas subieron la empinada escalera hacia él, con las armas colgadas al hombro pero preparadas para ser utilizadas.

Abulurd presintió que su paz estaba a punto de terminar. Glossu Rabban saltó al muelle. Siguió a la vanguardia de sus hombres con pasos ágiles.

—Emmi, es… es él.

Abulurd no pudo pronunciar el nombre de su hijo. Más de cuatro décadas separaban a Glossu Rabban de su hermano pequeño, en el que sus padres habían depositado todas sus esperanzas. El bebé parecía muy vulnerable. La casa de Abulurd carecía de defensas.

Guiado por un impulso irracional, Abulurd cerró la pesada puerta y la atrancó, lo cual sólo sirvió para provocar a los soldados, que abrieron fuego y la destruyeron. Abulurd retrocedió para proteger a su mujer y su hijo. La vieja madera se astilló y se derrumbó con un sonido aterrador, como el del hacha del verdugo.

—¿Es así como me das la bienvenida, padre?

Rabban lanzó una soez carcajada mientras se abría paso entre el humo y los restos chamuscados.

Los criados empezaron a correr de un lado a otro. Detrás de la olla de caldo, la cocinera sostenía su cuchillo como un arma patética. Dos criados salieron de otras habitaciones provistos de arpones y cuchillos de pesca, pero Abulurd levantó las manos para que mantuvieran la calma. Los soldados Harkonnen los matarían a todos, como en Bifrost Eyrie, si no manejaba la situación con diplomacia.

—¿Es así como pides la bienvenida, hijo? —Abulurd indicó los restos de la puerta—. ¿Con soldados armados y navíos militares que irrumpen en plena noche?

—Mi tío me ha enseñado a hacer acto de aparición como es debido.

Los soldados permanecían inmóviles, con las armas a la vista de todos. Abulurd no sabía qué hacer. Miró a su esposa, que seguía sentada junto al fuego, abrazando al bebé. A juzgar por el brillo angustiado de sus ojos, Abulurd sabía que se arrepentía de no haber escondido al niño en alguna parte del pabellón.

—¿Ese es mi nuevo hermano Feyd-Rautha? Suena muy afeminado. —Rabban se encogió de hombros—. Pero es sangre de mi sangre… Supongo que he de quererle.

Emmi abrazó al niño con más fuerza y se apartó el pelo detrás de los hombros, pelo que era todavía negro pese a su avanzada edad. Miró a Rabban con furia, airada por lo que veía y torturada por los restos del amor que sentía hacia su hijo.

—Esperemos que sólo sea sangre lo que compartáis. No aprendiste a ser cruel en esta casa, Glossu. Ni de mí ni de tu padre. Siempre te quisimos, pese al dolor que nos causaste. —Se levantó y dio un paso hacia él, y Rabban enrojeció de ira cuando retrocedió un paso sin querer—. ¿Cómo es posible que te hayas vuelto así?

Él la fulminó con la mirada.

Emmi bajó la voz, como si se estuviera formulando la pregunta a sí misma, no a él.

—¿En qué nos equivocamos? No lo entiendo.

Su cara ancha y sencilla adoptó una expresión de amor y compasión, pero se endureció cuando Rabban lanzó una cruel carcajada para disimular su confusión.

—¿No? Vosotros también me habéis decepcionado. Mis propios padres, y ni siquiera me invitáis a la ceremonia de bautizo de mi hermano pequeño. —Avanzó unos pasos—. Déjame abrazar al crío.

Emmi retrocedió para proteger al hijo bueno del malo. Rabban fingió tristeza y se acercó más. Los soldados Harkonnen alzaron las armas.

—¡Deja en paz a tu madre! —dijo Abulurd. Uno de los soldados levantó una mano para impedir que se precipitara hacia adelante. Rabban se volvió hacia él.

—No puedo quedarme cruzado de brazos y permitir que un debilucho entrometido como tú corrompa a mi hermano, padre. El barón Vladimir Harkonnen, tu hermanastro y jefe de nuestra Gran Casa, ya ha presentado los documentos y recibido la plena aprobación del Landsraad para educar a Feyd-Rautha en su casa de Giedi Prime. —Un guardia sacó un rollo de pergamino y lo arrojó a los pies de Abulurd, que se limitó a mirarlo—. Ha adoptado al niño formal y legalmente.

Rabban sonrió al ver la expresión horrorizada de sus padres.

—Del mismo modo que ya me ha adoptado a mí. Soy su heredero designado, el nabarón. Soy un Harkonnen de pura cepa, como el barón. —Extendió sus gruesos brazos. Las tropas prepararon sus armas, pero Emmi retrocedió hacia el fuego—. Como veis, no tenéis nada de que preocuparos.

Rabban movió la cabeza e hizo una señal a dos de los hombres más cercanos, que abrieron fuego sobre la cocinera, quien sostenía todavía el pequeño cuchillo curvo. Durante la breve estancia de Rabban en el pabellón, la mujer le había preparado muchos platos, pero los rayos del fusil la abatieron antes de que pudiera pestañear. La mujer dejó caer el cuchillo y se derrumbó sobre la jofaina. Almejas y agua se derramaron sobre el suelo de madera.

—¿A cuántos más me obligarás a matar, madre? —dijo Rabban, casi en tono quejumbroso, con las manos todavía extendidas—. Sabes que lo haré. Entrégame a mi hermano.

La mirada de Emmi se desvió de Rabban hacia los criados aterrorizados, luego hacia el niño y por fin se posó en Abulurd, que no tuvo la valentía de mirarla a los ojos. Sólo pudo emitir un grito ahogado.

Aunque su madre no daba señales de rendirse, Rabban le arrebató el niño. Ella no opuso resistencia por temor a que asesinaran a toda la gente de la casa, como los soldados Harkonnen habían masacrado a los inocentes trabajadores de Bifrost Eyrie.

Incapaz de soportar que le arrebataran a su hijo, Emmi emitió un sollozo, como si las anclas que siempre le habían proporcionado energía y estabilidad se hubieran partido. El niño rompió a llorar al ver la cara inexpresiva de su hermano mayor.

—¡No puedes hacer esto! —exclamó Abulurd, al que los soldados seguían sin dejar pasar—. Soy el gobernador de este planeta. Te denunciaré ante el Landsraad.

—Ya no tienes derechos legales. No denunciamos tu título absurdo de gobernador planetario, pero cuando renunciaste al apellido Harkonnen perdiste tu título. —Rabban sostenía al niño lo más lejos posible, como si no supiera qué hacer con un crío. El documento de pergamino seguía a los pies de Abulurd—. No eres nada, padre. Nada en absoluto.

Volvió hacia la puerta destrozada sin soltar al niño. Abulurd y Emmi, abrumados de dolor, se lanzaron tras él gritando, pero los guardias los encañonaron.

—No, no matéis a nadie más —les dijo Rabban—. Cuando partamos, me gustará escuchar los lamentos de toda la casa.

Los soldados bajaron hacia los muelles y subieron a los navíos acorazados. Abulurd sujetaba a Emmi con fuerza, la mecía de un lado a otro, y se sostuvieron mutuamente como dos árboles caídos. Sus rostros estaban surcados de lágrimas, sus ojos abiertos de par en par y vidriosos. Los criados lanzaban chillidos de angustia.

Los navíos cruzaron las aguas negras de Tula Fjord. Abulurd jadeó, incapaz de respirar. Emmi se estremeció en sus brazos y él intentó consolarla, pero se sentía impotente, inútil y aplastado. Emmi se miraba sus manos abiertas y callosas, como si esperara ver al niño en ellas.

A lo lejos, aunque sabía que era su imaginación, Abulurd creyó oír los sollozos del niño por encima del rugido de los navíos.

74

Nunca busques la compañía de alguien con quien no quieras morir.

Proverbio fremen

Cuando Liet-Kynes regresó de Salusa Secundus a la base de los contrabandistas en el polo sur de Dune, encontró a su amigo Warrick esperándole.

—¡Mírate! —dijo con una carcajada el fremen más alto. Warrick echó hacia atrás su capucha y corrió sobre la grava que cubría el fondo de la sima escondida. Abrazó a Liet y palmeó con rudeza su espalda—. Estás repleto de agua… y limpio. —Arrugó la nariz—. No veo las marcas del destiltraje. ¿Te has despojado por completo del desierto?

—Nunca me sacaré el desierto de la sangre. —Liet estrechó la mano de su amigo—. Y tú… tú has madurado.

—La felicidad de la vida de casado, amigo mío. Faroula y yo tenemos un hijo que se llama Liet-chih en tu honor. —Se dio un puñetazo en la palma—. Y he continuado luchando contra los Harkonnen cada día, mientras tú te volvías blando y consentido entre esos forasteros.

Un hijo.
Liet sintió una punzada de tristeza por él, pero fue sustituida por una sensación de auténtica alegría por su amigo y de gratitud por el honor del nombre.

Los contrabandistas descargaron su cargamento con escasa conversación y bromas. Estaban inquietos y preocupados porque Dominic Vernius no les había acompañado a Arrakis. Johdam y Asuyo gritaban órdenes para que guardaran el material traído de Salusa Secundus. Gurney Halleck se había quedado en Salusa para supervisar las operaciones de los contrabandistas.

Warrick llevaba cinco días en la base antártica. Comía la comida de los contrabandistas y les enseñaba a sobrevivir en los desiertos de Dune.

—Creo que no aprenderán nunca, Liet —susurró con un resoplido—. Por más tiempo que vivan aquí, siempre serán forasteros.

Mientras entraban en los túneles principales, Warrick le dio noticias. Había llevado dos veces el soborno de especia a Rondo Tuek para intentar averiguar cuándo regresaría su amigo. Se le había antojado una eternidad.

—¿Qué te impulsó a ir a un lugar como Salusa Secundus?

—Era un viaje que debía hacer —contestó Liet—. Mi padre se crió allí, y hablaba de él muy a menudo. Pero ahora he vuelto, y mi intención es quedarme. Dune es mi hogar. Salusa ha sido… una distracción interesante.

Warrick se rascó su pelo largo, enmarañado y rizado por las muchas horas de utilizar la capucha del destiltraje. No cabía duda de que Faroula le guardaba sus aros de agua, como cualquier esposa debería hacer. Liet se preguntó cuál sería el aspecto actual de la joven.

—¿Así que volverás al sietch de la Muralla Roja, a tu hogar? Faroula y yo te echamos de menos. Nos entristeció que te alejases de nosotros.

—Fui un estúpido —admitió Liet tragando saliva—. Quería pasar un tiempo a solas para pensar en mi futuro. Han cambiado muchas cosas, y he aprendido mucho. —Forzó una sonrisa—. Creo que ahora comprendo mejor a mi padre.

Los ojos azules de Warrick se abrieron de par en par.

—¿Quién dudaría de Umma Kynes? Hacemos su voluntad.

—Sí, pero es mi padre, y quería comprenderle.

Desde la altura en que se encontraban, contemplaron los terraplenes del casquete polar.

—Cuando estés preparado, amigo mío, llamaremos a un gusano y volveremos al sietch. —Warrick se humedeció los labios con expresión irónica—. Si es que aún te acuerdas de ponerte un destiltraje.

Liet resopló y fue a su armario, donde había guardado el equipo del desierto.

—Puede que me vencieras en nuestra carrera hasta la Cueva de las Aves —miró de soslayo a su amigo—, pero aún puedo llamar a un gusano más grande.

Se despidieron de los demás contrabandistas. Aunque los endurecidos hombres habían sido compañeros de Liet durante casi un año, no se sentía unido a ellos. Eran militares, leales a su jefe y acostumbrados a la vida castrense. Hablaban sin cesar de otras épocas y de batallas en otros planetas, de hazañas al lado del conde Vernius por la gloria del Imperio. No obstante, sus pasiones se habían amargado, y ahora se limitaban a hacer lo que podían para molestar a Shaddam…

Liet y Warrick cruzaron la extensión helada, pero evitaron el polvo y la tierra de las industrias del mercader de agua. Warrick se volvió a mirar el terreno frío, desprovisto de marcas características.

—Veo que les has enseñado algunas cosas, incluso más de las que les enseñamos la primera vez. Su escondite ya no es tan evidente como antes.

—Te has dado cuenta, ¿eh? —dijo Liet, complacido—. Con un buen maestro fremen, hasta ellos pueden aprender lo evidente.

Llegaron por fin a la frontera del desierto, plantaron el martilleador y llamaron a un gusano. Al cabo de poco, se dirigían hacia los territorios indómitos en que el polvo, las tormentas y las caprichosas pautas climáticas siempre habían desalentado a las patrullas Harkonnen.

Mientras su montura surcaba la arena en dirección a las regiones ecuatoriales, Warrick habló por los codos. Parecía más feliz, más informado de historias y anécdotas humorísticas que nunca.

Liet, que aún sentía un dolor sordo en el corazón, lo escuchó hablar de Faroula y de su hijo, de su vida en común, de un viaje que habían hecho al sietch Tabr, del día que habían pasado en Arrakeen, de la ocasión en que quisieron ir al proyecto del invernadero de la Depresión de Yeso…

Mientras tanto, la mente de Liet vagaba. Si hubiera llamado a un gusano más grande, o corrido más, o descansado menos, tal vez habría llegado el primero. Los dos jóvenes habían pedido el mismo deseo en el
Biyan
, el lecho del lago que había quedado al descubierto, tanto tiempo antes (casarse con la misma chica), y el deseo sólo había sido concedido a Warrick.

Era la voluntad de Shai-Hulud, como decían los fremen. Liet tenía que aceptarlo.

Acamparon al caer la noche. Se sentaron sobre la cumbre de una duna y contemplaron las estrellas en la oscuridad. Luego se metieron en la destiltienda. Con el tacto suave del desierto, Liet-Kynes durmió mejor que en muchos meses…

Viajaron con rapidez. Dos días después, Liet descubrió que añoraba el sietch de la Muralla Roja, saludar a su madre, Frieth, contar a su padre lo que había visto y hecho en Salusa Secundus.

Pero aquella tarde, Liet reparó en una mancha pardusca en el horizonte. Se quitó los tampones e inhaló ozono, y la electricidad estática del aire erizó su vello.

Warrick frunció el entrecejo.

—Es una gran tormenta, Liet, y se acerca con celeridad. —Se encogió de hombros con forzado optimismo—. Tal vez sólo se trate de un viento
heinali.
Podremos superarlo.

Liet guardó sus pensamientos para sí, pues no deseaba mencionar sus desagradables sospechas. Mencionar malas posibilidades podía atraer al mal.

Pero cuando el fenómeno se acercó y se alzó ominosamente en el cielo, Liet dijo lo evidente.

—No, amigo mío, es una tormenta de Coriolis.

Recordó su experiencia de años atrás en el módulo meteorológico con su padre, y aún más reciente, la tormenta de aurora de Salusa Secundus. Pero esto era peor, mucho peor.

Warrick le miró y se aferró al lomo del gusano.

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