Livia no supo qué hacer y, desesperada, volvió a la
domus
de sus padres, dispuesta a humillarse, a ser golpeada y escupida por todos. Pero no pudo imaginar que todo sería mucho más terrible y ácido.
Cuando Leticia Marcelina la vio entrar, le dio un bofetón que Doma nunca vio, pero que oyó. La joven muchacha cayó sobre los mosaicos de la entrada y la madre comenzó a gritarle toda su furia mientras repetía los golpes ya en el suelo.
—¿Qué has hecho, Livia? ¿Qué has hecho?
La muchacha, que tenía la edad de Eitana entonces, se arrodilló frente a su madre y le suplicó perdón. Pero Leticia, arrasada por las lágrimas también, le dijo que ella no tenía nada que perdonarle, que ella la amaba como el primer día que la había traído al mundo, pero que ahora era Roma la que dictaba sentencia. Roma y solo Roma, y que ella no podría hacer nada más que salvar el honor de la familia.
—Sois adoradas por todos los ciudadanos, encumbradas a los mejores lugares, respetadas por vuestra labor insustituible: mantener la llama del fuego sagrado siempre viva para que las familias estén unidas, para que Roma sea fértil y próspera, Livia. Y el pueblo no perdona esta traición. Tú lo sabes.
—Puedo desaparecer, alejarme para siempre…
—¡Oh, hija mía! Si eso fuera posible, si eso fuera siquiera posible para salvarte la vida, yo lo haría…
—Es solo una estúpida tradición del rey Tarquino. Solo es eso. A Roma no puede importarle tanto, no puede…
—Es evidente que no entiendes nada de nada, Livia. El pueblo cree en lo que quiere creer, y cuando le conviene. Tu vida está en peligro, debes saberlo.
Pero la muchacha no imaginaba hasta qué punto. Pronto todo el Aventino supo que la muchacha estaba allí, porque varios testigos la habían visto, y el juez Claudio Ulpio no tuvo otra opción que entregarla para que toda la tradición cayese sobre ella, por más difícil e increíble que fuese, por más necia que le hubiese parecido y le pareciese entonces. Tuvo que entregarla con la lealtad a que le obligaba su posición, mientras el mismo pueblo que la había acompañado devoto hasta el templo de Vesta, hermosa, con una ofrenda en una mano y una antorcha en la otra, ahora gritaba furibundo en el Foro para que la indigna vestal pagase su felonía. Solo había dos abandonos que una novicia no se podía permitir: dejar que el fuego se extinguiese o perder su virginidad, y ambos estaban penados con una muerte ejemplar que Livia jamás imaginó que pudiese llevarse a término. Y el juez Claudio Ulpio, con sus ojos inyectados en sangre, tampoco.
Pero nada se pudo hacer por Livia.
Una pastosa e insoportable mañana de
augustus,
con el sol mordisqueando la ciudad, Roma acometió una usanza que muy pocos habían visto, pero que figuraba en la antigua Ley de las Doce Tablas. La llevaron al Foro, desbordado por una multitud sudorosa, la ataron de pies y manos, la recostaron sobre una litera y luego la cubrieron con un sudario, como si fuese un cadáver.
La joven no dejaba de gritar y de suplicar perdón, pero los soldados de la guardia pretoriana continuaron con su cometido y la elevaron delante de toda la concurrencia, como si aquel fuese un funeral, y avanzaron hacia el
Campus Sceleratus
en la colina del Quirinal, donde el
Pontifex Maximus
levantó los brazos y tras una secreta plegaria frente a una lápida abierta en el suelo, la desató y la obligó a descender una escalera cavernosa entre empujones y alaridos que sus padres ausentes no escucharon, pero la concurrencia sí. Antes de cerrar la cripta, en el último escalón dejaron una hogaza de pan y un cántaro de agua. Luego la cerraron y se la cubrió de tierra para siempre.
—Nunca he escuchado que un esclavo haya tenido una muerte peor, Eitana —le dijo Doma.
—Yo tampoco.
—Pero tú le has caído bien a la niña Livia. Ella, y solo ella, fue la que te salvó aquella noche.
—¿Tú crees? —preguntó incrédula.
—Estoy convencida. No podía permitir que se cometiera otra injusticia en aquella
domus,
mucho menos en el
cubiculum
que una vez le había pertenecido.
Eitana nunca acabaría de comprender los trucos del destino, los pequeños detalles que acabarían por constituir el sino de su vida. Nunca sabría explicar muy bien por qué desobedeció a su madre aquella mañana de
sivan,
ni tampoco por qué la suerte la elegiría a ella para atravesar la noche aquella velada de verano, pero la judía estaba convencida de que era porque ya todo estaba escrito, por alguna razón que todavía no podía comprender, escrito, porque así había de ser.
Aquella noche de
iunius
del año 57, el jardín de la
domus
se había cubierto con una gran pérgola, y las figuras de bronce y sus fuentes gorjeaban hilillos de agua entre flores y arbustos bien podados donde los músicos amenizaban con flautas, cítaras, liras y panderetas. Los comensales habían sido bien dispuestos en el atrio, tumbados en triclinios de color azul y cojines amarillos, organizados en forma de herradura alrededor de la mesa, mientras una suave brisa estival refrescaba la velada.
Risas y carcajadas retumbaban en la
domus,
mientras los cuatro esclavos de la casa pululaban de un lugar a otro con túnicas impecables, sirviendo con esmero para que en el banquete no faltase de nada. Prisco se paseaba con cuidado llenando las copas con los mejores vinos de Roma, los de Marsella, los Falerno, Caleno o Albano. Mientras tanto, Dolcina y Eitana entraban y salían de la cocina con manjares que la muchacha ya se había acostumbrado a ver.
Primero habían sido las langostas rellenas de caviar, las ostras, las morenas cocidas, todo sazonado con mezclas de ajo, clavos de clavel, pimienta, cilantro y aceite de oliva. Luego vino la liebre estofada, la parrilla de pescado, los ruiseñores con miel, el picadillo de vísceras, el lechón adobado con azafrán, comino, jengibre y semillas de sésamo. Finalmente, ya con los parabienes de las ventosidades de los asistentes, una extensa variedad de frutas: cerezas, dátiles, membrillos, nueces, avellanas y almendras.
El suelo, delante y debajo de las camas del triclinio, se saturaba de huesos, cáscaras y conchas, mientras Doma intentaba mantenerlo limpio, entre los eructos de aprobación de los invitados. Además, la vieja esclava vaciaba los elegantes orinales de vidrio donde los invitados aliviaban tantas horas de comida y bebida.
Ya adentrada la velada, Claudio Ulpio reía ostentosamente, con un humor muy distinto al que le conocían sus esclavos, y la decena de invitados que lo acompañaban demasiado azorados se reacomodaban en sus triclinios, mientras copas, cuchillos, cucharas y servilletas caían de la mesa con la torpeza del vino.
El tiempo se detenía para él cuando la
domus
se llenaba de senadores, juristas o simplemente distinguidos miembros de familias patricias como la suya. A Eitana le parecía increíble que aquella persona fuese la que había entregado al suplicio a su propia hija y que los que estaban con él hubiesen permitido y avalado el desatino de la plebe.
Sin embargo, la judía no solo había llegado a comprender el idioma de los romanos, sino también la idiosincrasia de una sociedad hipócrita, de valores ancestrales que se corrompían según les convenía. En aquel mundo del juez, solo importaba el poder y la apariencia y, por supuesto, los esclavos debían ser meros espectadores que, con su sacrificio, garantizaran el dominio de aquel esplendor.
—¡Una velada estupenda, Claudio! —dijo uno de ellos, mientras las conversaciones fluían y se entrecruzaban alrededor de las mesas situadas al medio—. Pero Flavia no se encuentra muy bien. Debemos irnos.
—¡Qué me dices, Naevius! —se asombró el juez, incorporándose con su toga ya algo desaliñada.
—Descuida, amigo mío. Le suele pasar habitualmente durante las cenas copiosas.
La mujer del senador Naevius Marcus se había recostado mirando hacia el cielo del atrio, bien acomodada en los cojines, como si disfrutara del concierto de los músicos y del placer de la noche. Tenía los labios todavía enrojecidos por el cinabrio que había utilizado para engalanarse, pero el acicalado del maquillaje comenzaba a deslucirse y el rodete de trenzas enrolladas había comenzado a desmoronarse también.
—Pero ¿qué le sucede?
—Es un dolor bajo el costillar, unos pinchazos que la dejan inmovilizada. No te preocupes, Claudio. Pediré a mis esclavos que nos lleven a casa.
—De ninguna manera, Naevius. Cerca de aquí vive Didico, un muy buen médico. Vendrá en cuanto se lo pida.
—No es necesario, créeme —insistió el senador.
Nada más pronunciarse Naevius Marcus, su esposa frunció el gesto en un mohín de dolor. El resto de la comitiva continuaba con su labia, sin percatarse de la conversación entre los dos comensales cercanos.
—Por supuesto que lo es. No creo que Flavia esté para irse así.
—Es una molestia…
—Por favor, amigo mío —le dijo el juez sobreactuando—. ¡Aunque tuviese que ir yo mismo! No nos costará nada.
Entonces Claudio Ulpio levantó la cabeza y a la única que vio junto a ellos en ese momento fue a Eitana, hermosamente ataviada con una diadema de florecillas blancas sobre su largo pelo negro.
—Acércate —le dijo con un chasquido de los dedos.
—Dígame, mi amo.
—¿Recuerdas dónde vive Didico, el médico?
—Sí, creo que sí.
—Pues corre en su búsqueda rápidamente. Dile que es de parte del juez. Date prisa, y dile que le pagaré lo que sea —recitó delante del senador, quizá esperando que este se impresionase con su interés.
Eitana asintió y, como si su propia vida le fuese en ello, echó a correr hacia la calle, donde la húmeda noche lo escondía todo y la ciudad era muy otra a la del día.
Corrió por el empedrado de las cuestas que descendían el Aventino, en dirección al Tíber. Buscó una ancha vía donde los comercios permanecían cerrados tras sus pesados postigos de madera y sus robustos cerrojos. Hacia arriba, las
insulae
eran sombras ciclópeas que rozaban el cielo estrellado y el silencio de Roma contrastaba con la bulla de las mañanas. Apenas se oía el fluir del agua de algunas fuentecillas, el ladrido de algunos perros que la olisqueaban al pasar y el esporádico ronroneo de las ruedas de hierro de carros tirados a caballo. Un hálito fresco renovaba la ciudad, una tensa paz solo alterada por el sobresalto del rumor de voces que se reunían en la penumbra, apenas alumbrados por el tímido fulgor de las viviendas, o por la tibieza de algún candil pendiendo en el portal de los edificios.
Eitana giró en una callejuela y a lo lejos divisó el soportal por donde se entraba en la
insula
del médico y, algo nerviosa, apresuró sus pasos hacia allí. Entre locales y tiendas bien cerradas, el portal donde se dirigía permanecía cerrado. La muchacha se situó frente a él y golpeó varias veces. La noche amedrentaba con su silencio y Eitana sacudió varias veces la puerta de madera, hasta que un hombre alto, de aspecto germánico o galo, probablemente un ex soldado, abrió la puerta con una vara de madera de olivo.
—¿Qué haces aquí a estas horas, muchacha?
—Busco al médico.
—¿A quién?
—Al médico. Se llama Didico y vive en la primera planta.
—¡Ah! Didico, sí. Lo conozco. Pero no está.
—¿Cómo que no está?
—No estando, muchacha. No está, y punto.
—Pero es urgente. Mi amo, el juez Claudio Ulpio Amerimmo, lo necesita para una urgencia.
—Pues no está —volvió a repetirle secamente—. ¿Qué quieres que te diga? ¿O acaso quieres que me lo invente?
—Quizá, quizá… —insistió Eitana dubitativa—. Quizá sepa adónde ha ido. Se lo agradecería mucho.
El hombre sonrió e hizo evidente su dentadura mellada y amarillenta. Tenía la cabeza completamente rapada y, a la luz del farol, su aspecto era bárbaro. Luego le dijo con ironía:
—¿Y cómo estarías dispuesta a agradecérmelo, muchacha? ¿Aquí mismo? Si quieres…
—Yo, yo, necesito encontrar al médico —dijo tartamudeando—. He estado aquí ya una vez, quizá no me recuerde. Es muy urgente, de verdad, no tengo tiempo que perder. Le ruego que me ayude.
—¡Entra! —insistió él arqueando las cejas hacia arriba—. Puede que así se me afloje la memoria contigo.
—¡No entraré! —dijo Eitana reculando hacia atrás—. Solo quiero al médico.
—¡Pues vete entonces! —ladró abruptamente levantando la vara.
—¿Está seguro de que no está? —insistió ella.
—Ya te lo he dicho, maldita zorra.
—El juez querrá saber, es un hombre de mucho poder —insistió con tino.
Entonces, al escuchar aquella velada advertencia, el hombre meditó un momento y, casi cerrando la puerta, le dijo:
—Dile a tu amo que se ha ido un par de semanas a Capua.
De pronto, un torbellino de recuerdos se agitaron en su memoria y el rostro macilento de Marcius Julius ofreciéndole su anillo de plata surgió en su memoria, como si apenas hiciese unas semanas que la habían arrastrado hasta Cesarea como a una mula. En aquella ciudad vivía su esposa y quizá, si las cosas hubiesen sido de otra manera, su vida allí sería muy diferente. Pero del mismo modo que lo recordó, decidió espantarlo de su memoria. Era inútil zarandear más sus recuerdos. Todo era diferente entonces, y ya había aceptado que no lo podía cambiar.
Luego se dio media vuelta y se volvió sola, tal como estaba escrito antes de que naciese y su abuela la llamase Eitana.
Desanduvo el camino corriendo, sabedora de la cólera del juez cuando le dijese que el médico no estaba. Debía llegar cuanto antes para que no esperase más infructuosamente, para que intentase localizar a otro sanador, o bien para que simplemente la insultase delante de todos buscando una víctima, alguien que diera cuentas del tormento de Flavia, la esposa del senador, aunque ella estuviese convencida de que a aquella mujer no le sucedía nada, absolutamente nada que no se solucionase en la letrina de la
domus
y con algunas hierbas digestivas.
Sin embargo, ella era solo una esclava y, por supuesto, no tenía opinión, por ello había corrido en busca del médico, ese médico que también le habría dicho lo que Claudio Ulpio y todos sabían, que aquella mujer había comido hasta hartarse y ni siquiera había vomitado una vez. Pero solo bastaba la opinión de un médico, y ese médico estaba en Capua y el
dominus
se pondría furioso si llegaba tarde y sin él.