La esclava, con el corazón insensibilizado al sufrimiento, nerviosa, aunque aparentemente imperturbable, le contestó:
—El amo lo sabe.
—¿Qué sabe el amo?
La esclava hizo silencio y continuó limpiándola con su rostro pétreo.
—¿Qué es lo que sabe el amo? —insistió.
—El amo ha comprendido, ama.
—¿Dónde está la niña, Doma? —pronunció con un tono de angustia—. ¿Dónde?
La esclava dudó un momento, respiró en profundidad y luego le espetó la verdad.
—La niña ya no está, mi ama.
—¡No digas eso, Doma! ¡No digas eso! —pronunció casi sin aliento.
—No lo diré, mi ama —le contestó casi balbuceando, rasgándosele la emoción.
—¿Dónde está? —pronunció aturdida—. ¡No me mientas! ¡Te lo ordeno!
—No está, mi ama. ¡Ya no está! —Casi lloraba, aunque se había propuesto ser fuerte.
—¡Deja de atormentarme, estúpida! ¡Dime la verdad, Doma!
—No puedo evitarle el sufrimiento, ama. El amo lo supo nada más verla…
—¡Es una niña! —gritó perturbada—. ¡Solo una niña!
—Pero ya no está, mi ama —dijo la esclava gimoteando.
—¿Quién se la ha llevado? Dímelo, maldita, dímelo.
—La niña ya no está, y ya no puede volver, ama. No se atormente.
—¡No, no, no! —gritó llorando, enloquecida—. No puede ser verdad, no puede ser verdad.
La mujer agitó su cabeza histérica, negando su castigo, con toda la sangre del parto en su entrepierna, dando alaridos que el
dominus
no quería oír, enajenada completamente.
—Si me estás mintiendo, mandaré matarte, Doma.
—Por todos los dioses que no le miento, mi ama… Lo siento mucho.
El rostro desencajado de Leticia Marcelina buscaba aire con la boca bien abierta, extenuada y desbocada, iracunda y abatida, desorientada de la vida y de la muerte, devorando su miseria con sus fauces encharcadas de un odio que le fluía de las mismas entrañas.
—Llama al amo, Doma. Llámalo ahora mismo.
La esclava movió sus pies rápidamente, abandonó la oscura habitación apenas iluminada por dos candiles y corrió en busca de Claudio Ulpio, que daba vueltas exacerbado por su
tablinum
de trabajo junto al jardín, buscando respuestas, digiriendo su acción, temeroso de enfrentar la traición de Leticia Marcelina. Por eso, cuando tuvo que subir, cuando tuvo que dirigirse para enfrentarse en su última batalla con su esposa, sus pasos fueron firmes, pero tímidos, decididos y cobardes a la vez, esperando poder escupirle todo su veneno y no acabar infectado de él.
Pero no lo hizo.
No llegó a decirle nada, porque Leticia Marcelina se había abierto la muñeca izquierda con la daga que Doma había utilizado para cortar el cordón que la unía a la niña, y tendida en las sábanas bermellón, ya pálida para la vida, Doma y Dolcina escucharon su sentencia desde fuera, sin atreverse a asomarse y sin poder imaginar la negra sangre que brotaba como una fuente.
—Te maldigo a ti, Claudio Ulpio Amerimmo. Juro por Júpiter que volveré de entre los muertos para acabar con tu fortuna si algún otro niño entra en tu corazón.
Luego el delirio y la muerte se la engulleron del todo.
Claudio Ulpio la había desnudado muchas veces durante aquellos últimos meses, se había tumbado sobre ella con ganas y se había vaciado de su simiente estéril con un placer fugaz, a veces con un regodeo amable que de ninguna manera acallaban ni la vida ni el recuerdo de la judía, pero fue uno de los primeros días del año 58 cuando la percibió distinta y comprendió que la redondez del vientre de su esclava era una preñez.
Para aquel entonces, Eitana había cerrado los ojos y se había propuesto deslizarse por su destino, sometida a la voluntad de Yahvé, contra el que nada podía hacer. Él había permitido que la arrancaran de su Betsaida natal, él había consentido aquella esclavitud y él había transigido a aquella noche entre los callejones, a aquella oscuridad afilada que se perpetuaba en ella. Podría haber intentado solucionarlo con algún brebaje de ruda, mirto y pimienta, podría haber golpeado su vientre hasta sangrar, podría haber probado lo imposible para impedir que aquel ser sombrío continuara creciendo en su barriga. Pero no lo hizo. No lo hizo, entre otras cosas porque sabía que era inútil. Por eso aceptó su sino y calló. Yahvé lo había permitido y su vida resbalaba entre sus dedos ocultos y enormes, como le había heredado su pueblo, como rezaba la
Torá,
como le recordaba su padre antes de salir a navegar por el Genesaret. Por eso Eitana se dejó, por eso se abandonó a su estrella y cuando aquel día el
dominus
descubrió su secreto, ella quiso creer que se encontraba en sus manos.
—¿Por qué no me lo has dicho? —le preguntó furioso.
La muchacha estaba desnuda, de pie junto al alto camastro, con la mirada del
dominus
clavada sobre su pequeño vientre redondeado, con el recuerdo de Leticia Marcelina aullando de dolor, desbordada de sangre, antes de emprender su viaje al Hades.
—Yo, yo… —tartamudeó Eitana.
La joven podía sentir las centellas de su odio crepitando sobre su vientre, tal como se lo había avanzado Doma, tal como le había advertido Efren cuando alguna de las esclavas le desveló su infortunio. El sirio la había mirado con piedad y, por primera y última vez, había acariciado su rostro suavemente, con toda la ternura que nunca había recibido, ni siquiera de su madre.
—Ten cuidado —le había dicho—. Ten cuidado, Eitana, debes decirle la verdad y quizá tu vida no corra peligro. Tú le interesas, muchacha. Mucho más que sus recuerdos, mucho más que sus manes y sus lémures. Quizá, quizá te permita dar a luz un hijo que nunca conocerás, Eitana, pero debes decírselo, y entonces solo será una paliza, solo unos golpes que quizá sequen tu vientre, pero no tu vida, ¿entiendes? De lo contrario, de lo contrario, no sé qué puede pasarte, muchacha, es imprevisible, por eso debes decírselo, tú y solo tú, y aceptar nuevamente tu suerte, sea cual sea.
La judía no le había respondido y tampoco le había dicho que ya lo sabía todo, casi todo, porque conocía la sombra de Leticia Marcelina y la de su vástago lanzado al Tíber. No le había dicho nada, pero lloró en sus fuertes brazos, como si se estuviese despidiendo otra vez, como no lo había hecho en Julias, como si estuviese convencida de su condena. Y de su partida.
—¿A qué esperabas para decírmelo? —rabió el juez mientras avanzaba hacia ella con el puño cerrado.
—Lo supe hace muy poco, amo.
Entonces el juez le propinó una bofetada que la lanzó contra la pared y luego al suelo, mientras el aturdimiento vibraba en su cabeza y le silbaban los oídos.
—Ven aquí, alimaña —le dijo acercándose a ella—. Debería matarte ahora mismo, ¿entiendes? Debería matarte, como debí hacerlo aquel día.
El
dominus
llevaba todavía su túnica puesta y su calvicie manchada por algunos cabellos canos que le trepaban desde la zona parietal de su cráneo. Masticaba maldiciones incomprensibles para ella, mientras el odio elevaba su labio superior y sus dientes parecían la amenaza de una fiera descontrolada. Eitana cerró los ojos y esperó el impacto de las patadas o de los puños, pero solo fueron las garras de sus dedos en su cuello las que la obligaron a ponerse en pie otra vez.
—¿Con quién yaces además de conmigo? —le rugió mientras la abofeteaba de nuevo.
—¡Con nadie, mi amo! No fue mi culpa, no fue mi culpa. Fue…
—¡Conque no fue tu culpa! Entonces, ¿de quién fue? ¿Mía? Dime, ¿mía?
—No fue de ninguno de los dos, amo —casi musitó sin aire.
—¡Eres una arpía, esclava! ¡Una arpía!
Entonces, mientras la muchacha intentaba proteger su rostro con las manos, el
dominus
preparó su puño como un gancho y lo clavó sobre el vientre de Eitana, que soltó un alarido que estalló terrible y ahogado. La judía cayó al suelo ovillada del dolor, preparada para sufrir hasta la muerte, como si una lanza la hubiese atravesado, como si ya hubiese sido sentenciada como tantas otras.
—¡Puede ser suyo, amo! —surgió de su boca como un sofoco.
Sin apenas encontrarle una explicación, las palabras fluyeron sin querer, sin siquiera haberlas digerido, como si Yahvé las hubiese hecho gotear en su boca intentando calmar su sed. Nunca acabaría de comprender muy bien por qué lo había dicho, por qué se había arriesgado a que la moliera a golpes con aquella infamia imposible para él. Y ella sabía muy bien que lo era.
Pero lo hizo.
Claudio Ulpio detuvo su ímpetu, meditó un momento y afinó su mirada.
—¡Claro que puede ser mío, imbécil! ¿Qué has creído, judía?
—No he creído nada, mi amo —dijo retorciéndose todavía de dolor sobre los mosaicos del amplio
cubiculum.
En aquel momento, Eitana comprendió el orgullo herido del
dominus,
su virilidad cuestionada, la humillación ante una esclava preñada de cualquier otro, menos él, el que la disfrutaba siempre. Pero Claudio Ulpio ignoraba que ella sabía, que ella conocía la historia, que sabía del
palus
que lo había privado de más hijos. Aquella preñez no era suya, pero de pronto Eitana supo que debía intentar permitir que la posibilidad de que lo fuese existiera para que así no dudase de su desconocimiento sobre el pasado. Su vida dependía de ello.
—La noche que me envió en busca del médico Didico, el portero me forzó, mi amo —le dijo al fin, intentando incorporarse sobre su brazo derecho apoyado en el suelo. Le dolía el vientre y el recuerdo.
El
dominus
relajó sus facciones y la miró muy fijamente.
—¿El portero de una
insula?
—Sí. Fue en un callejón cercano. Por eso me retrasé algo más. Le dije que le pertenecía, pero no le importó.
—¿Y por qué no me lo dijiste? Habría enviado prenderle al día siguiente.
—Temí su reacción, amo. Preferí olvidarlo.
—¡Eres estúpida! —le dijo junto con una patada débil, menos furiosa.
—Solo fue eso, amo. El niño puede ser suyo. No tiene por qué ser de ese antiguo soldado. Solo lo cuento para que lo sepa, porque quizá no sea suyo, amo, pero no es por mi culpa.
—¡Maldita sea! Ese hombre se acordará de mí.
—No se obstine, quizá…
—Yo no tengo hijos con las esclavas, ¿entiendes? ¿Qué me importa de quién sea?
—Lo sé.
—¿Cuántos meses han transcurrido de aquello? —se interpeló en voz alta—. Seis, más de seis.
—No tiene por qué haber sucedido aquella noche, amo —insistió Eitana.
—Lo sé. Pero es una posibilidad.
—Solo una posibilidad —insistió Eitana.
—Una inoportuna posibilidad —repitió estrellando sus puños entre sí—. Deberías haberlo dicho antes, mucho antes. Entonces podríamos haber acabado con él más fácilmente. Ahora…
—Tardé en saberlo, amo.
—¡Tardé en saberlo! —se burló con una mueca estúpida—. ¡Eres una inútil!
—Lo siento.
De pronto, el
dominus
se olvidó de la muchacha y comenzó a dar vueltas en círculo por la habitación. Eitana imaginó sus cavilaciones, la insistencia del recuerdo de Leticia Marcelina, el zumbido de su voz, el latigazo rotundo de su amenaza cerniéndose sobre su fortuna. Su maldición no tenía por qué cumplirse, mucho menos sin ser él el padre de la criatura. El juez no tenía del todo claro aquellas cosas, Eitana lo percibía, más allá de que cuidara las ofrendas en el larario todas las mañanas. En el fondo, él debía creer que aquella amenaza no trascendería de eso, de una amenaza, pero la duda estrangulaba sus seguridades y por ello dudaría en qué hacer con ella: matarla, venderla o dejar que pariese un niño que tendría el mismo destino que el crío que había engendrado su esposa. Y la muchacha, mientras Claudio Ulpio se paseaba por el
cubiculum
en penumbra, estaba convencida de que al juez le costaría desprenderse de su belleza y del placer que sentía cuando estaba con ella.
—Tu hijo no permanecerá en esta casa, ¿entiendes?
Eitana agachó la cabeza y no contestó. Apoyó sus dos manos sobre su vientre y dudó que el pequeño hubiese resistido el último golpe del
dominus.
—Ahora olvídate del asunto y ven aquí —le dijo señalándole la cama.
La muchacha, lastimada, con los hematomas de los golpes coloreándose lentamente en su rostro, siguió sus indicaciones y apoyó sus dos manos sobre las sábanas de seda del lejano Oriente, de espaldas a Claudio Ulpio, que comenzó a palpar sus pechos ya fecundos y exuberantes mientras la poseía.
—Ni sueñes que permanecerá contigo, muchacha.
Y la siguió cabalgando.
Las primeras jornadas de
martius
del año 58 ya Eitana apenas podía levantarse del suelo de la cocina. Pasaba gran parte del día tendida sobre su manta, mientras Dolcina y Doma intentaban suplantarla en sus quehaceres. Sin embargo, cuando Claudio Ulpio volvía de la Basílica Julia, no le gustaba verla ociosa y la muchacha deambulaba por la casa bamboleándose con pasos pequeños, emprendiendo tareas sencillas que ella misma pudiese hacer. Cambiaba el aceite de las lámparas, cargaba leña a los fogones, arreglaba todos los braseros de la
dominus,
lavaba cacerolas, sartenes, ollas, morteros, y luego lustraba su bronce; mantenía el triclinio, enluciendo la mesa redonda de madera con sus tres patas de felino, quitando el polvo al armario y vaciándolo de cálices, copas de vidrio, tinteros y balanzas; pasaba el escobón por los mosaicos… Hasta que sentía que las piernas se le arqueaban y ya no podían sostenerla erguida. Y se tumbaba.
Sin embargo, cuando Efren entraba en la cocina y veía a la esclava tumbada sobre el suelo, le sonreía y le hablaba con ternura.
—No te preocupes, todo saldrá bien. Descansa.
Pero Eitana sabía que las cosas no podían salir bien de ninguna manera. La muchacha sabía que muchas mujeres morían desangradas en el parto y que, más allá de su suerte, su hijo correría un destino semejante al del bebé de Leticia Marcelina. Nada podía salirle bien, y apenas podía digerirlo. Tendida boca arriba, observando el blanco estucado del techo, sentía fluir su vida hasta desvanecerse. ¿Qué había sido de su ímpetu? ¿Qué había sido de su coraje? Todo parecía licuarse en el cotidiano sometimiento, entre el miedo y la resignación, entre la rabia y la prudencia. Ya no era la misma que había atravesado el portón de la
domus
hacía tres años. Ni tenía la inocencia, ni tenía el temple, ni tenía la fuerza. Allí, extendida con su vientre pesándole otra vida, creía que ya todo le daba igual, y que ella también hubiese podido ser lanzada al Tíber o encerrada en una cripta como Livia, la única hija del
dominus.
La anemia vital en la que se encontraba, la extenuación imposible que doblegaba toda su voluntad, tampoco podía augurarle nada bueno, y sentía que nada le importaba, que no podía más y que su vida se le consumía como el pábilo de un cirio.