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Authors: Javier Arias Artacho

Tags: #Darama

Eitana, la esclava judía (41 page)

BOOK: Eitana, la esclava judía
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—Gracias, Joel.

Luego la abrazó, la besó en la frente y salió del chamizo.

Eitana recordaría aquel encuentro como en un sueño. Como si aquel hombre hubiese sido una aparición. Luego ya nunca más lo volvió a ver. Pero jamás dejó de recordarlo.

47

Sucedió un mediodía del mes de
februarius.
Eitana había pasado la mañana sentada sobre unas rocas, con una rama extendida sobre el agua, probando sus anzuelos. Había conseguido tres piezas medianas que boqueaban moribundas sobre un recipiente de juncos que ella había entretejido. El Genesaret se agitaba preñado de velas blancas y el sol doraba el azul turbio de su superficie. Había aprendido a dejar deslizar las horas en silencio, y la brisa que acariciaba las riberas servía para limpiar sus miedos, pero también para alentar sus recuerdos. La tibieza del sol anunciaba la primavera, y ella no sabía de qué manera pero habría de partir pronto.

Tiempo después, poco antes de que sucediera, la muchacha había limpiado la pesca y luego la había asado junto a un álamo. Pero cuando se disponía a saborear el único sustento que probablemente tendría durante aquel día, oyó el bufido y el relincho de unos caballos. Buscó el camino con la mirada, pero una curva ocultó su curiosidad. Su corazón repicó como si fuesen timbales y sus piernas se activaron rápidamente, como resortes. Pisó los restos de la hoguera, y en pocas zancadas se zambulló en la choza. Intentó guardar la calma, respirar lentamente y concentrarse, pero comenzó a revolotear por el interior como una avecilla atrapada. Pegó un ojo a una de las hendiduras del chamizo y desde allí no pudo entrever nada. Entonces pensó que era una estupidez lo que había hecho. Allí dentro estaba atrapada, sin posibilidad de correr. Sin embargo, el miedo dio paso a la aceptación, y la aceptación al deseo de que se cumpliese lo que estaba escrito, lo que debía ser, quizá aquello para lo que había nacido. Quizá esta vez sería bueno no resistirse a su destino y, si había de morir, debía lanzarse al otro mundo deseosa de correr junto a Lucio, su madre y su padre. Y al pensar que su suerte estaba echada, se sentó sobre su estera a esperar en silencio.

Cuando el trote de los caballos se detuvo, pudo distinguir murmullos en
latinum.
En el momento, supo que eran soldados, e increíblemente aquello la tranquilizó. Podía hablarles en su lengua, incluso mencionar al prefecto. Quizá podría dejar que la llevasen a Cesarea o a Jerusalén, aunque, tal vez, también podría ser forzada, o mucho peor, arrastrada hacia la esclavitud, como había sucedido cuando era una niña.

Aquella idea la horrorizó, y toda la serenidad que comenzaba a sentir se aturdió con la posibilidad de ser nuevamente esclavizada. Desde luego, no lo permitiría. Antes correría hacia las frías aguas del lago y se zambulliría allí hasta que su superficie la engullese. Su mente era un torbellino imparable. Y no podía dejar de pensar. Por eso, al momento, con rapidez creyó que no tendrían motivos para ello. No más que cualquiera de las otras mujeres de Julias, no más que cualquier pescador u obrero del campo. ¿Por qué habrían de hacerlo? ¿Solo por su belleza? No quería pensar en eso. No debía pensar en eso. No debía temer lo peor. Sin embargo, su beldad, aquella fisonomía tan atractiva para los hombres, podría tumbarla sobre la tierra, mientras ellos vaciaban sus ganas sin testigos.

Su mente era una confusión de dudas y pudo sentir sobre su piel erizada el chasquido de las sandalias acercándose hasta allí. Entonces la puerta comenzó a abrirse muy lentamente y Eitana distinguió el bronce del casco y la robustez de la coraza. Y se estremeció.

La joven abrió los ojos pasmada, sin apenas atreverse a pronunciar ni una palabra. Pero él tampoco lo hizo. Se quitó el casco y permaneció de pie mirando sus ojos miel. Sus miradas se encontraron calladamente y, como si ya se lo hubiesen dicho todo, Eitana se puso en pie, avanzó hacia él y lo abrazó. La dureza de su
lorica
de cuero la invitó a desasirse de su torso, pero Valerius se lo impidió, porque él también la rodeó con sus brazos y le dijo:

—Te advertí que no iba a ser fácil.

Pero Eitana no contestó. Albergada entre sus brazos, era como si hubiese encontrado su refugio definitivo.

—Mi madre me hizo jurarle que no te abandonaría a tu suerte. Ella también estaba convencida de que te equivocabas.

—No sé por qué ha sido tan buena conmigo.

—Yo sí —le contestó afable—. Es fácil aprender a quererte.

Al escucharlo, la joven sintió el parpadeo de la fortuna. Y en silencio se juró que no habría de apartarse de ella.

—¿Cómo me has encontrado? —dijo ella al fin, separándose de él.

—Llevo días intentando encontrar tu rastro.

Le contó que había llegado a Julias hacía ya una semana, y aunque intentó recabar información sobre la muchacha, todos sus intentos fueron infructuosos. A Eitana no solo la habían enterrado con piedras, sino también con el silencio. Pero cuando a Joel le llegó el rumor de la llegada de aquel legionario buscando a su hermana, se hizo el encontradizo con el recaudador de impuestos y le cedió una información que le sería bien agradecida. El romano no supo quién fue aquel hombre, pero Eitana estuvo convencida de que había sido su hermano.

En aquel momento, hacía apenas unas horas que a Valerius Julius le habían hablado de aquella choza donde se escondía una mujer repudiada por su pueblo. Sin embargo, nada sabía del motivo por el que había llegado hasta allí.

—¿Has venido por mí?

El muchacho asintió inexpresivo.

Luego dio unos pasos hacia atrás para hacer una señal a los soldados que cabalgaban con él. Eitana continuaba de pie, en medio del chamizo, con el corazón desbocado, tarareando un amor al cual jamás había querido asirse, inimaginable e imposible.

—Me han robado todo. Ya no tengo nada —le dijo mientras él volvía a adentrarse en aquella choza.

—Ya no lo necesitas. Vendrás conmigo otra vez.

Entonces extendió sus brazos y con sus alargados dedos acarició sus manos pequeñas, y entonces ásperas. Y un escalofrío de incredulidad recorrió todo el cuerpo de la muchacha.

—¿Dónde han acampado tus hombres? —le preguntó avergonzada—. ¿Has venido hasta Julias con tu legión solo para encontrarme?

—Ya no tengo legión, Eitana. El gobernador Gesio Floro ha nombrado a otro prefecto.

—Lo siento —le dijo elevando la mirada hacia él.

—Yo no. Deseo lo que deseó mi padre cuando murió: una vida tranquila en Capua y administrar mis tierras junto a alguien a quien pueda volver a amar. Me ha cansado la vida militar, y el que me hayan degradado fue lo mejor. Gesio Floro traerá la sangre a la provincia, y yo no estaré para verlo. Y tú tampoco.

—¿Por eso has venido? —le preguntó trémula—. ¿Porque vuelves a Capua?

—Así es. Pero jamás imaginé que me necesitases tanto —le dijo con ironía, dando un vistazo a su alrededor.

—Las cosas no sucedieron como yo pensaba —susurró.

Ella era Eitana, fuerza y valor, valiente como un pequeño león. Ella había remontado una vida adversa con entereza y detestaba que la viesen débil, por eso procuraba que sus lágrimas se le derramasen en soledad, o entre la penumbra de una fría noche, como había sucedido con su hermano. Sin embargo, el fuego ardía en su pecho y sus manos temblaban entre las suyas. Entonces intentó retenerlas, se mordió sus finos labios y respiró hondamente, pero no pudo. Como si fueran cepas transparentes, un contenido lloro se ramificó por su rostro reseco.

—Ahora estás a salvo —le dijo él.

Pero al pronunciar aquellas palabras, no solo se acercó para abrazarla, sino también besó su frente con tanta ternura que ella supo que era verdad, que realmente estaba segura con aquel hombre. Y quizá no fuese en aquel instante, quizá fuese algún tiempo después, pero Eitana habría de recordar que el crepúsculo de su tierra se proyectó en aquel momento en su interior, abrazada a aquel legionario, y fue entonces cuando acabó de comprender que no estaba sola, que el Creador trazaba las cosas de una forma extraña, pero certera, y que por más que ella no hubiese entendido su existencia, por más que su destino hubiese estado tallado con golpes difíciles, Yahvé se había encargado de darles un sentido para ella. Y como si hubiese nacido para aquel momento, como si todo su sinuoso devenir hubiese sido medido para aquel instante, solo deseó que fuese realidad aquel sueño que todavía no acababa de creer.

—Vámonos de aquí —le dijo separándose de ella y sujetando su mano—. Esperaremos en Cesarea hasta que parta el primer navío.

—Me gustaría despedirme de mi hermano y de una anciana. A ella le debo la vida.

Valerius Julius la miró a los ojos, esbozó una mueca amable y luego le dijo:

—No estabas segura de si debías venir, pero ahora ya sabes que no puedes quedarte. Si pisas Julias con nosotros, tu hermano estará en peligro. Si lo haces sola, serás tú la que estés en riesgo. Es hora de partir.

Ella no contestó. Simplemente le hizo una seña para que esperase. Entonces se fue hacia fuera y caminó hacia la orilla, como tantas otras veces. Quizá, como nunca lo había hecho, oteó el Genesaret intentando que su imagen se estampara para siempre en su recuerdo. Sabía que habría de evocarlo muchas otras veces, pero ya ninguna como antes.

Luego, quedamente, se giró y vio a los legionarios junto al chamizo, bajo los álamos, y comenzó andar hacia ellos. En otro tiempo, más de diez años atrás, aquella imagen habría de haberla paralizado, pero en aquel momento eran parte de su destino.

Se disponía a alejarse de Julias por segunda vez.

Pero entonces para siempre.

Notas

[1]
Levanta.

[2]
Deteneos.

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