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Authors: Javier Arias Artacho

Tags: #Darama

Eitana, la esclava judía (37 page)

BOOK: Eitana, la esclava judía
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—¿Qué te sucede? —le preguntó el prefecto, rompiendo su mutismo por primera vez.

Ella se giró y buscó aquel rostro hermoso, pero de acero. La brisa fresca desordenaba su cabello oscuro, como si temblara.

—Sé que ya nada será lo mismo, porque yo tampoco soy la misma. No soy tan cándida. Sé que ya no podré vivir como me crió mi madre, entre redes, harinas y penas. Sé que ya no podré ser la mujer de un pobre jornalero que se duele de su vida dura.

—Eres demasiado despierta como para no haberte dado cuenta de ello. Pero tu sangre ha sido más fuerte que tú.

—Creo que es lo que debo hacer.

El hombre volvió a callar y se quedó meditando mientras observaba un azur encrespado batiendo contra la nave. Luego le dijo sin mirarla:

—Debes volver a Capua, suceda lo que suceda, Eitana. Tendrás que dejar que pase el invierno, pero debes volver. Es lo mejor para ti, recuérdalo.

Fue ella la que esta vez no respondió.

—Yo no podré ayudarte. En este momento apenas sé qué será de mí. Quizá esté en Cesarea, quizá en Jerusalén, en Damasco o acampado en cualquier otra parte. ¡Esta es la vida de un legionario! Y no podría arrastrarte conmigo como hacemos con las esclavas o las meretrices. ¡No quiero hacerlo!

—¡No debes preocuparte por mí! —dijo ella asombrada—. Yo jamás esperé nada más que esto, que me ayudases a llegar a Cesarea. Nada más. ¡Yo puedo arreglarme sola!

—Tu memoria te engaña, muchacha. ¡Y mucho!

—¿Por qué dices eso?

—Palestina no es Roma. Es un lugar muy difícil para una mujer, te lo intenté explicar hace semanas. Es como si ya no lo recordaras.

Eitana clavó la mirada en el puerto y asintió como una autómata.

—Lo sé. Pero también sé que allí nací libre.

—Dudo que encuentres algo de lo que esperas encontrar.

Un torbellino de dudas azotó su mente y, pasados unos instantes, sus labios suspiraron.

—¿Quién sabe? Quizá tengas razón y Julias sea solo un recuerdo que debo olvidar. Pero voy a comprobarlo. Ahora ya no hay vuelta atrás.

El mercante se fue acercando lentamente a su amarre. El puerto era un enjambre de trirremes, navíos y estibadores. Una muchedumbre ruidosa pululaba por el atracadero, entre tenderos de piel mate que intentaban atraer a los marinos para sus negocios. Algunas jóvenes ricamente ataviadas, con vestidos claros y bordados con cenefas púrpura, resaltaban entre un gentío que parloteaba griego, arameo y
latinum.

La tripulación lanzó las amarras al muelle y unos hombres de piel cetrina sujetaron la embarcación. Eitana y Valerius continuaban en la proa, mientras la muchacha se removía por dentro.

—¡Es increíble! —dijo al fin.

—¿El qué?

—¡Tantos años ansiando este instante y ahora tenerle tanto miedo!

—Es momento de que seas fuerte —le susurró muy cerca de ella, como si desease abrazarla—. Como lo has sido hasta ahora en toda tu vida.

Valerius vestía con su uniforme militar. La cota de hierro realzaba su porte cubriendo una larga túnica roja, la cual se extendía hasta las rodillas, casi ocultando sus pantaloncillos de cuero. Pendiendo del cinturón, su espada, y sobre sus hombros, un manto blanco sujeto con una hebilla plateada bajo su cuello. El casco lo sostenía con la mano derecha.

Tito Galus, el ordenanza, bajó los escasos bultos que portaban por el terraplén, mientras algunos estibadores se arracimaban para ganarse unos ases de cobre. El prefecto contrató a un muchacho joven que observó a Eitana con admiración, quizá codiciando su belleza oriental bajo aquel atuendo de
domina.
Pero Valerius, que notó su distracción, pronto le reprendió su lentitud y lo empujó para que avanzara. Él lo hizo detrás del muchacho, junto a Eitana, seguidos del ordenanza Tito, mientras el gentío se abría a su paso por la dársena clavando sus miradas en sus insignias.

Antes de salir del puerto, se detuvo frente a un recaudador de impuestos sentado ante su mesa de cedro y escoltado por un soldado erguido. Este, al verlo, se llevó su mano al pecho y lo saludó con respeto. El funcionario calvo y regordete se inquietó ante la mirada del prefecto, pero se tranquilizó cuando Valerius se dirigió a él.

—No tengo nada que declarar. Solo traigo ropa y algunas pertenencias.

—¡Por supuesto, prefecto! Es de suponer —contestó el recaudador sonriendo forzadamente.

—Que tenga un buen día —le dijo continuando su camino.

Rápidamente dejaron atrás al funcionario y al puerto. El rostro del prefecto, sereno hasta entonces, pareció transformarse y, mientras tomaban rumbo hacia el palacio del gobernador, se tornó soberbio y duro. Entonces Eitana no se atrevió a decirle absolutamente nada, y se limitó a seguirlo bien dispuesta, desandando un camino que ya había recorrido siendo una niña.

Su corazón se conmovía en silencio.

Anduvieron hacia el sur, a través de una calle de casas prósperas, blancas y apretadas, de ventanas pequeñas en la primera planta y azoteas diáfanas. De ellas, se asomaban el verdor de algunas plantas y el colorido de los maceteros todavía floreados. Frente al circo, a la sombra de palmeras y sicomoros, algunos bazares mostraban sus comestibles o sus vestidos, y sastres, barberos, sangradores o médicos ofrecían sus servicios. Pero Valerius apretó el paso y azuzó al muchacho que cargaba los bultos para que caminase más rápido, y en un gesto inesperado, sin mirar a Eitana siquiera, rozó sus dedos con la mano derecha, justo antes de avanzar a zancadas, como si hubiese sucedido por casualidad.

Al final de la calle, el circo desaparecía. Giraron a la derecha y divisaron la entrada al jardín del palacio, del que se asomaban mangos, bananos, palmeras y sicomoros, y entonces las imágenes le relampaguearon como en una tormenta. Le era imposible borrar aquellos recuerdos de crueldad, arrastrada como un bulto hasta aquella puerta custodiada por dos soldados.

—¡Prefecto Julius! —saludaron al unísono, con el puño cerrado sobre el pecho.

Valerius los saludó y luego se abrieron las pesadas puertas de madera. Despachó al estibador y se introdujeron en el jardín que conducía a la entrada del palacio. Estaba prolijamente arreglado, adornado con una gran fuente, flores y la sombra de unos álamos. Algunos hombres paseaban por el lugar simplemente con sus túnicas rojas, otros hacían ejercicios con el torso desnudo, mientras un grupo de soldados custodiaba el lugar.

—¡Valerius! —se acercó un hombre vestido simplemente con una túnica.

—Buenos días, Servius.

—¿Cuándo has llegado?

—Ahora mismo acabo de desembarcar. ¿Dónde está el nuevo gobernador?

—Gesio Floro está en la Fortaleza Antonia, Valerius.

—Lo imaginé. ¿Y la legión?

—La mayoría de las cohortes acamparon hace dos semanas cerca de Jerusalén. Aquí en Cesarea solo encontrarás unas tres centurias a mi cargo.

—Está el general Cayo Mario a cargo, ¿verdad?

—Tal como quedó establecido a tu partida.

—¿Ha habido algún problema durante estas últimas semanas?

—Es mejor que te informe Gesio Floro, pero debo decirte que el ambiente está muy inestable.

De pronto, el tribuno Servius Tulius se detuvo y llamó dando palmadas a un criado que descendía las escalinatas que conducían a un pórtico que se proyectaba frente al mar.

—Aarón, trae una limonada al prefecto, deprisa.

Entonces advirtió la presencia de Eitana apenas unos pasos más atrás, y la observó con curiosidad junto al ordenanza. Valerius comprendió rápidamente sus dudas y se anticipó:

—Viene conmigo. Es una amanuense proveniente de Roma.

—¡Oh, vaya! ¡Una amanuense! —se sorprendió.

—Trabajaba para mi madre, pero ha querido venir a resolver unos asuntos. Es judía.

—Y muy hermosa, por cierto —le dijo casi susurrando.

Pero el prefecto Julius no hizo ningún comentario.

—Aarón, tráenos cuatro limonadas.

—Déjalo, no es necesario —se adelantó Valerius—. Ahora nos acomodaremos en una de las estancias que dan al patio. Allí pediremos algo fresco.

—Como prefieras.

El siervo asintió con una reverencia y se perdió bajo los soportales.

—Como te decía, la situación en Judea está muy enrarecida, pero está como la dejaste. Gesio Floro cree que es lo de siempre, pero no es así, Valerius.

—¿Por qué lo dices?

—Tú ya lo sabes, no hay nada nuevo bajo este sol, pero…

De pronto, se interrumpió abruptamente.

—Perdona que no te lo haya preguntado primero. Supe que tu esposa estaba grave. De hecho, esa fue la causa de tu partida, no el cambio de gobernador, ¿verdad?

—Así es —contestó Julius—. Mi esposa murió antes de que yo llegara.

El rostro del tribuno se volvió circunspecto y, mecánicamente, se irguió incómodo.

—Lo siento, de verdad.

—Lo sé. No te preocupes —le dijo con aridez—. Continúa con lo que me decías.

—Sí, disculpa. Como te decía, Gesio Floro cree que las revueltas en la provincia no irán a más, pero los que llevan años en Judea no se cansan de repetir que algo gordo se está cociendo. Y el general Cayo Mario piensa lo mismo.

—¿Por eso la legión está acampada cerca de Jerusalén?

—En fin, el general no lo dice. Pero puede que sí. Lo cierto es que el general Cayo Mario no se fía nada de Gesio Floro, y cuando asumas nuevamente el mando, tú tampoco deberías hacerlo.

El prefecto miró hacia atrás y observó que Eitana estaba atenta a la conversación. Y prefirió cortarla.

—Bien, Servius. Ya me pondré al día. Ahora encarga que me ensillen un caballo y organiza todos los hombres que pueda llevar conmigo. Hoy mismo debo llegar a Jerusalén.

—De acuerdo.

Luego se volvió y se dirigió a su ordenanza:

—Tito, acompáñanos. Vámonos dentro.

Buscó los ojos de Eitana y le hizo una señal para que le siguiese.

Y la muchacha lo hizo inquieta, demasiado recelosa del lugar, todavía como en un sueño.

43

Atravesaron el palacio por uno de los soportales que parecía elevarse sobre el mar y se introdujeron en un patio rectangular, rodeado de columnas de mármol. Este estaba en la parte trasera del palacio, completamente adentrado en la escollera, y ocupaba gran parte de la fortaleza. Una sencilla fuente redonda lo presidía en medio, y desde allí el arrullo de las olas golpeando las rocas era constante. En la parte frontal, se situaba el grueso de las dependencias: la sala de ceremonias, los departamentos más cómodos destinados a la familia del gobernador y sus allegados, la biblioteca y la cocina.

Desde allí, entraron en una de las tantas dependencias que lo rodeaban y se acomodaron momentáneamente.

—Tito te acompañará —le dijo Valerius—. Será lo más seguro. Ya he hablado con él. Quiero asegurarme de que llegues a Julias.

Ella agigantó los ojos, titubeó y luego le dijo:

—No es necesario. No quiero que te molestes. Yo puedo…

—Lo hará mañana mismo, a primera hora —la interrumpió—. Yo he de partir hacia Jerusalén, y no quiero hacerlo después del anochecer. Tengo que reunirme con el gobernador con urgencia.

—Pero, pero… —trastabilló—. Yo no puedo quedarme aquí…

—Tito se encargará de protegerte, descuida. Estarás a su cargo y mañana cabalgarás con él hacia el Genesaret. Poco antes de llegar a Julias te dejarán sola, para no crearte problemas. Pero si los necesitas estarán en la ciudad hasta el día siguiente.

Eitana estaba sentada sobre un camastro y Valerius permanecía de pie, frente a ella, ajustándose el cinturón y comprobando su
gladius.
Un pequeño ventanuco dejaba entrar la luz desde el pórtico exterior que rodeaba al patio.

—¿Por qué haces esto por mí?

—Es lo que hubiera hecho mi madre —le dijo sin mirarla.

Eitana observaba sus movimientos rápidos en silencio. No le gustaba la idea de quedarse sola en aquel lugar.

—Ahora tengo que irme —le dijo él finalmente—. Ven, acércate.

Entonces se puso en pie y se dirigió hacia Valerius.

—Siento que nos despidamos así, pero es lo más seguro. Debo regresar cuanto antes con mis hombres. Me preocupa la situación.

—Lo sé, lo entiendo perfectamente. Yo estoy aquí porque quiero. Has hecho demasiado. Deberías haberme dejado fuera y yo hubiese llegado sola hasta Julias.

—No volvamos a eso, muchacha. Le prometí a mi madre que cuidaría de ti.

Ella asintió obediente.

—Debes ser fuerte, como tu nombre. ¡Nunca lo olvides! —le dijo esta vez mirándola a los ojos.

—Lo seré.

—Querías saber qué fue de los tuyos, y mañana lo sabrás. Ojalá volvamos a vernos.

—Deseo que así sea —le dijo Eitana bajando los párpados.

Valerius se giró, rebuscó en una alforja de cuero un saquillo atiborrado. El prefecto le abrió la mano derecha, y los denarios tintinearon con su contacto.

—Toma.

—¿Qué es esto?

—Tu pasaporte hacia Galilea.

—Tu madre me ha pagado muy generosamente por un trabajo inacabado. No necesito más —le dijo extendiéndole las monedas en su mano.

—Acéptalo —la exhortó sujetándole la mano entre las suyas, hasta sobrecoger a Eitana—. Esto te proporcionará seguridad. No dudes en usarlo, y en ocultarlo.

La muchacha lo miró con confusión, pero él le cerró la mano con decisión.

—Gracias —dijo ella.

Luego se dio media vuelta, tomó su alforja y salió al patio. Sin embargo, antes de alejarse se volvió.

—Ten cuidado, Eitana. Vales mucho para echar a perder tu vida.

Y se fue.

Al día siguiente, con los primeros reflejos del amanecer, Eitana se puso en camino hacia Galilea, tal como había proyectado con Valerius. La muchacha cabalgó con el ordenanza y media docena de soldados. Lo hizo en su misma montura, como había hecho con el prefecto algunas semanas atrás, cuando la había conducido hacia una Roma derrumbada, quizá tanto como había quedado su vida. Y como entonces, lo hizo callada, abrazada a la cintura del soldado, intentando recordar las sombras de aquella noche en que la habían arrastrado por la misma vía de tierra y piedras.

El camino transcurrió a través de fértiles campos, a veces acompasados de pequeñas colinas; entre viñedos, olivares, frutales y extensiones de cebada, además de ricas villas y casas de jornaleros esparcidas a la sombra de espesas arboledas. Sin embargo, también atravesaron terrenos yermos y áridos, por sendas ladeadas por un paisaje desértico y hostil, demasiado castigado por el sol.

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