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Authors: Javier Arias Artacho

Tags: #Darama

Eitana, la esclava judía (40 page)

BOOK: Eitana, la esclava judía
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Se enfundó en su manto de lana, se escondió el saquete con las monedas y apretó sus piernas dobladas como si sujetase una enorme ánfora. Se quedó rezando, como si el Genesaret pudiese escucharla o arroparla con su consejo, y no supo cuántas horas pasó así, solo que cuando la encontraron, el sol ya entibiaba lo suficiente y el trasiego en el embarcadero era intenso.

—Vete de aquí, mujer —oyó una voz detrás de ella—. En Betsaida no queremos a las mujeres que merodean a los soldados.

Eitana giró la cabeza y vio a tres hombres de barba espesa. Sus semblantes duros y hostiles intimidaron a la muchacha.

—Yo soy Eitana, la hija de Miriam y Judá, a la que arrastraron a Roma siendo una niña. ¿Qué queréis de mí? —dijo desafiante.

—¡Tú ya no eres nadie! —le escupió uno de ellos—.Tú has aprendido a sobrevivir fornicando con los soldados. Si tu padre viviese querría volver a morir.

—¡Eso no es verdad! —dijo levantándose indignada—, ¡Estáis calumniando sin derecho! ¿Dónde estaba el valor de los hombres de Julias cuando raptaban a una niña indefensa? ¿Dónde estaba el valor? ¿Acaso tengo yo que pagar ahora la cobardía por ser mujer?

El filo de las palabras chispeó en los ojos de los hombres y sus gestos de asombro fueron de visible indignación. Pero Eitana continuó:

—¿Qué pueblo es este que repudia a sus hijos? ¿Qué pueblo es este que honra a Yahvé con sus labios, pero desprecia a los más desafortunados?

—No ensucies el nombre de Yahvé, muchacha. ¡Vete ahora mismo! No te queremos aquí. Estás acabando con nuestra paciencia —dijo el más maduro de todos, con sus largos cabellos encanecidos sobre sus hombros y sus espesas cejas todavía negras.

Poco a poco, otros hombres se fueron acercando. A lo lejos, Eitana vio a las mujeres apiñadas, observando la escena, expectantes. Uno de ellos se le acercó y la empujó.

—¡Vete por donde has venido! ¡Ya!

Eitana apretó los puños, tragó saliva y bajó la cabeza. Luego dijo:

—Me iré cuando vea a mi hermano Joel.

Entonces comenzó a avanzar, intentando franquear el círculo que la rodeaba, pero cuando intentó hacerlo, sintió el impacto de la primera piedra en su espalda. Apenas tuvo tiempo a reaccionar, y, cuando observó que todos se agachaban para recoger pesados guijarros, solo atinó a lanzarse al suelo, con su dorso expuesto, pero con la cara cubierta entre sus manos.

Una lluvia de piedras cayó sobre ella, y cuando su cuerpo se derrumbó exangüe y ensangrentado sobre la playa, la abandonaron allí.

46

Cuando abrió los ojos vio un amasijo de barro y cañas cubriéndola muy bajo. Por las rendijas del chamizo el silbo del viento agitaba el Genesaret. Desde su espalda, un dolor intenso le punzaba todo el cuerpo y apenas podía sostener sus párpados abiertos. Junto a ella, una mujer cuidaba un fuego a pocos codos de ella, tendida sobre una yacija de paja, heno y cubierta por una estera. Narcotizada por los espejismos de su inconsciencia, pudo distinguir algunos ungüentos y pociones de hierbas en pequeñas vasijas. El silencio se traía los rumores del lago, pero también el ladrido de unos perros.

—¿Quién es usted? —rasgó de sus labios dificultosamente.

La mujer se giró y Eitana pudo reconocerla. Era la vecina de la casa de su madre, la que le había indicado el camino hacia la casa de Joel, la anciana Esther.

—¿Qué ha sucedido?

La mujer se acercó, acarició su frente y le susurró:

—Descansa. Todavía estás muy débil.

De pronto, la joven recordó la escena de la playa y, rápidamente, tanteó con la mano para intentar encontrar el saquete de cuero con sus denarios.

—¿Dónde están mis cosas, Esther?

La anciana acarició sus mejillas suaves, increíblemente inmaculadas. Lo hizo con tanta ternura que Eitana pudo sentir la calidez de su amor.

—Se llevaron todo. Te dejaron sin nada. Entonces cerró los ojos otra vez, y dejó que unas finas lágrimas enfriaran su rostro.

Todavía no lo sabía, pero llevaba dormida más de tres días. La habían dejado tendida en la playa, moribunda, infectada por la traición. Pero cuando la anciana supo lo sucedido, aquella noche corrió a la orilla arrastrando un carro de madera junto a su hija viuda. Esperaban encontrar un cadáver, pero sabían que debían correr el riesgo. Al día siguiente, los mismos que la habían lapidado probablemente le darían sepultura en cualquier lugar desconocido. Con trote lento, dejaron atrás las pobres callejuelas y traspasaron el gran portón que conducía al lago. Encontraron un bulto ovillado, con la sangre permeando en sus ropas y las piedras escupidas de flema bermellón. Nadie se había atrevido a tocarla, ni siquiera Sara. La anciana Esther le tomó el pulso en su muñeca inerte, observó su mohín doloroso y con la ayuda de su hija cargaron su ligero peso hasta el carro que esperaba en el camino, y lo descargaron sobre él como si fuese un cordero.

Bajo la luz de la luna, arrastraron las enclenques ruedas entre el vértigo y el miedo. Caminaron con dificultad durante media hora, y a unos pocos estadios se detuvieron en una choza acomodada entre unos álamos, a unos cien pasos de la orilla del Genesaret. Era un chamizo que hacía algunos años habían construido unos leprosos que también habían sido rechazados por el pueblo, y cuando ellos murieron, ya nadie se volvió a arrimar por miedo al contagio. Pero aquellas mujeres no tuvieron temor, porque tampoco encontraron otra alternativa para salvarle la vida. Encendieron un candil, le acomodaron un lecho y le limpiaron las heridas con trapos húmedos. Luego, entre suspiros de sufrimiento, le aplicaron bálsamos y Esther se quedó junto a ella. Hasta que despertó.

—No debes moverte, Eitana —le insistió la mujer cuando la muchacha recuperó completamente sus sentidos—. Debes dejar que el tiempo vuelva a poner las cosas en su sitio. ¡No sé cómo estás viva todavía!

—¿Por qué me has ayudado?

—Porque las mujeres estamos demasiado acostumbradas a sufrir y a callar, pero yo ya soy demasiado vieja como para que me hagan daño. Esos necios son peores que los soldados, porque luego se sientan en la sinagoga pensando que han honrado a Yahvé.

El amor de aquella mujer fue iluminando unos días que se fueron oscureciendo progresivamente. La anciana iba y venía, jornada tras jornada, y le llevaba grano, pescado y algo de vino para calentarse. Al principio, el dolor y el mareo no le permitían mantener el equilibrio, pero con las semanas Eitana fue sanando lentamente. Esther le había ceñido una tela a su torso para que las costillas quebradas en su espalda volviesen a soldarse pronto, y la turgencia inflamada cerca de su nuca fue desapareciendo. Eitana era la segunda vez en pocos meses que volvía a esquivar la muerte inexplicablemente.

—Eres una mujer muy fuerte —le dijo la anciana.

—No sé por qué continúo viva. Todos los que he amado han desaparecido de mi existencia.

—Quizá Yahvé lo sepa.

Se agotó el mes del
marchesvan
y luego el
kislev.
El frío la apretaba bajo su estera y junto al fuego, mientras durante el día limpiaba el chamizo, cargaba agua, molía o amasaba. Los días pasaban lentos y aburridos, solo acompañados por la presencia de Esther, quien la visitaba mucho menos, porque Eitana ya podía valerse por sí misma, aunque no lo suficiente para su sustento. Entonces tenía demasiado tiempo para cavilar, y su vida daba vueltas sin sentido en su cabeza. Calentándose junto al fuego, intentaba no desesperarse e imaginaba que su hermano Joel acabaría por ayudarla a escapar de allí.

—Tienes que averiguar si ha vuelto de Séforis —le había pedido a Esther algunas semanas antes—. Necesito que me ayude, y quiero que sepa dónde estoy.

—Su esposa lo sabe. Yo se lo he dicho, Eitana. Si no vienen es porque no quieren saber nada más de ti. Incluido tu hermano.

—¿Acaso ya ha vuelto?

—No lo sé. Pero no vendrá. Los hombres en el fondo son muy medrosos, y temen con mucha fuerza el dedo acusador de los demás.

—¿Y tú no?

—Ya te lo he dicho. A mí me queda poco tiempo, y muy probablemente Yahvé no tarde en salir a mi encuentro.

—Él me ayudará —afirmó dudosa—. No puede darme la espalda él también. Él vendrá.

Pero el mes de
kislev
acababa, y en el calendario romano comenzaba
ianuarius,
y Joel no apareció. El desánimo de la muchacha la tumbó en su lecho varios días, olvidada de sí misma, apenas sin importarle vivir o morir. Sentía el pábilo de la desesperanza como nunca lo había hecho, y recorriendo el sendero de su vida, creyó que los años en la Suburra habían sido un espejismo muy hermoso, pero totalmente extinguido bajo el fuego que había evaporado a sus seres queridos. Y a ella también. Abatida sobre el heno, observando las rendijas entre la madera, la caña y el barro, Eitana pensó que todo aquello era un eco de aquel final en el que ella también habría de haber perecido.

—Levántate, Eitana. ¡No puedes pasar los días así! —le dijo Esther cuando la vio—. Debes caminar, e intentar mantener la mente ocupada con algo.

Entonces Eitana se atrevió a preguntárselo:

—Tú lo has visto, ¿verdad?

La mujer, sentada junto a ella en la yacija, asintió.

—Y no vendrá.

La anciana calló un momento y bajó los ojos.

—Así es, Eitana.

La noche de su espíritu se espesó aún más, mucho más.

—Pero debes esperar. No es tiempo de que huyas. Espera a la primavera. Si has podido sobrevivir a Roma, podrás sobrevivir a Julias.

—Sabes que no me iré a ninguna parte, Esther. No tengo adónde ir. Solo podría mendigar o prostituirme. Y no lo volveré a hacer.

—Yo te ayudaré.

Una noche negra y de candiles en el cielo, Eitana oyó el rasguido de unos pasos. La joven abrió los ojos como un búho y se estremeció bajo su estera. La anciana nunca vendría a aquellas horas. En su mente se atropelló el miedo, y conociendo de sobra la debilidad de los hombres, imaginó el secreto de la noche para forzar un cuerpo muy deseado, pero prohibido. Una retahíla de salmos le acudió a los labios y acabó por pensar que si debía suceder otra vez, debía procurar que la matasen.

La endeble puerta se abrió y una voz retumbó en la oscuridad.

—Eitana, ¿estás ahí? Soy yo, tu hermano.

—¡Joel! —exclamó incorporándose—. ¡Eres tú!

—Sí, soy yo.

La muchacha buscó su sombra en la entrada y se abrazó a él con fuerza. Estuvo llorando sobre su pecho y susurrando su nombre durante unos momentos, hasta que lo abandonó para iluminar el chamizo. Esther le había dejado un pequeño trozo de cuarzo, quizá el único que tenía, un hierro, y con las ramas secas consiguió hacer algo de fuego. Luego encendió el candil.

—¡Eitana! ¡Cuánto has crecido!

Joel tenía el mismo semblante que de muchacho, pero ajado por la vida dura y escondido tras una barba oscura y descuidada. Estaban sentados sobre la yacija y él le sujetaba las manos.

—¡Lo siento! —dijo él—. ¡Lo siento mucho!

—Lo sé. Siempre lo supe. Te llevo esperando mucho tiempo.

—Te han condenado, Eitana. Creen que conspiras con los romanos. Y yo no puedo…

—Lo entiendo —le dijo con amabilidad.

—Las cosas son así. ¡Pero te ayudaré a salir de aquí!

—¡Joel! ¡Cuánto os he echado de menos!

Se abrazaron en silencio, como si ya no hiciesen falta las palabras. Luego se dejó caer sobre su regazo y se echó a llorar de felicidad. Entonces le contó los detalles de su vida y cómo siempre los había recordado. Le esbozó levemente su aciaga esclavitud, la fortuna de haber encontrado hombres buenos y nobles. Efren, Servius, Didico, Tulio, acudían a su memoria como querubines, sanando su desolación. Le habló de todo lo que había aprendido en la Suburra, de la habilidad de sus manos, del regalo de su hijo, del fin de su remanso en Roma, de su infinita pena, de Capua… Las horas fueron transcurriendo abrazados como cuando eran niños, entre el vaho del aliento helado vaporizando para siempre aquel encuentro fugaz.

—Todo fue culpa mía, Joel. Si yo no hubiese corrido aquel día, ahora no estaríamos separados.

—Eso nunca lo sabremos, Eitana. Mira nuestros hermanos Atzel y Benami. Si nuestra madre los hubiese visto partir en vida, se hubiese vuelto loca. Como cuando tú te fuiste.

La muchacha se estremeció al recordarlo, y al recordarla.

—¿Sufrió? —le preguntó vacilando.

—Nunca pudo superar tu ausencia, Eitana. Ella se hubiese ido en tu lugar, pero no podía abandonar a nuestros hermanos. No dudes nunca de todo lo que te amó.

Las lágrimas de Eitana recorrieron silenciosas su rostro. Y ella no dijo nada.

—Nunca volvió a ser la misma, y jamás dejó de rezar por ti. Nunca lo olvides. Se llenaba la boca con tu nombre y tu recuerdo.

Eitana no podía hablar. De pronto, como si el sol hubiese irrumpido de golpe en la noche, como un relumbrón ante sus ojos, comprendió para qué necesitaba volver, para qué había peregrinado a aquel infierno, por qué se había obstinado en ver a su hermano. Aquella pregunta que la venía atormentando durante los días lentos e insípidos, de pronto encontró respuesta.

Las palabras de Joel inundaron su alma como una cascada generosa anega un cauce seco.

—Su vida desde aquel día fue muy dura también, Eitana —continuó su hermano—. Y la nuestra también. Nuestra madre malvivió como viuda con lo que yo traía a casa de las cosechas y de la pesca, y con lo que sacaba de las pequeñas faenas de la playa junto a Atzel y Benami. ¡Hemos pasado hambre!

—¡Pobre madre!

—Tu vida fue muy difícil, Eitana. Pero debes intentar pensar cómo hubiese sido aquí. Nuestros hermanos crecieron entre la penuria y el odio a Roma. Por eso se fueron.

La joven no contestó.

—Al menos ahora tienes otro mundo. Y no sé cómo, pero yo te ayudaré a volver a él.

—¡Ojalá pudiésemos estar juntos, Joel! —exclamó ella.

—Sabes que eso no es posible, y algún motivo habrá, como lo hubo para que tuvieras que partir. Yo debo ocuparme de dar de comer a mis hijos, y tú debes buscar un futuro mejor, y hacer sentir orgullosos a nuestros padres en el Cielo.

Las palabras de su hermano caían bendecidas sobre su corazón. Su vida volvía a iluminarse lentamente, como si la oscuridad hubiese sido solo un trance para hacerla más fuerte.

—Ahora debo irme, hermana.

—¿Ya?

—Pronto amanecerá y debo procurar que no me vean.

—¿Volverás?

—En cuanto pueda lo haré, pero no sufras si tardo. Sé que la vieja Esther viene. Yo procuraré ayudarla en todo cuanto pueda. A mí no deben verme venir. Todos estaríamos en peligro.

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