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Authors: Javier Arias Artacho

Tags: #Darama

Eitana, la esclava judía (38 page)

BOOK: Eitana, la esclava judía
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Eitana cerraba los ojos y apenas llegaba a creer lo que le estaba sucediendo. Entonces en su interior el tiempo latía de otra manera, hasta hacerla revivir su niñez, como si todo volviese a suceder, como si nunca ya hubiese sido extirpada como un árbol de la orilla del lago, como si sus raíces no se hubiesen deshilachado con los años y la distancia. ¿Cómo podía imaginar entonces los vericuetos de su existencia? ¿Cómo podía imaginar que un día retornaría abrazada a un legionario como el que había crucificado a su padre?

El ordenanza Tito Galus era un joven bueno, que servía al prefecto desde hacía dos años, y durante todo el trayecto en ningún momento le hizo ninguna pregunta impertinente, ni la incomodó mientras ella se amurallaba en sus silencios. Pero cuando la tierra reseca se convirtió en la campiña más septentrional del Genesaret y atravesaron la desembocadura del río Jordán, Eitana le confesó algo por primera vez desde que se conocieron en Capua:

—Este es el lugar a donde pertenezco —le dijo cuando ya se comenzaba a identificar el perfil de la ciudad—. Me arrancaron de aquí con apenas trece años.

El trote de los caballos los fue acercando al lago, y cuando la orilla estuvo muy cerca, un sauce le llamó la atención. Y ella insistió en su desahogo.

—Allí solíamos ir a jugar con los niños del pueblo.

—¿Adónde? —preguntó esta vez el ordenanza.

—Bajo aquel árbol junto al lago.

El corazón de la joven repicaba nervioso, y ya todo su presente era pasado. Algo extraño resonaba dentro de ella. Era la
hora octava,
y el sol comenzaba a inclinarse.

—Detente un momento.

—¿Para qué?

—Quiero volver a verlo de cerca, por favor.

Tito Galus y los legionarios que lo acompañaban cabalgaron hacia la ribera, desde donde ya se divisaba el enmurallado de la ciudad. Jornaleros, mujeres y algunos artesanos transitaban un camino que conducía a Julias, en otro tiempo Betsaida, y en cuanto los vieron aparecer, los analizaron con cuidado sin dejar de apurar sus pasos.

Eitana cubría su cabeza con su
palla,
intentando pasar desapercibida. Pero sin darse cuenta entonces, había cometido una imprudencia dejándose ver con los soldados, aunque Valerius ya se lo hubiese advertido.

En la orilla, un sauce se doblaba sobre las aguas azuladamente negras, sobre un terreno exuberante de hierbas que, a pocos codos, se transformaban en pedruscos sobre los que lamía el Genesaret.

La muchacha desmontó del caballo y sintió el vahído de la emoción suspirando como la brisa helada que agitaba el agua contra la abrupta orilla. Recordaba perfectamente aquel sauce, porque fue allí donde durante los últimos años en Betsaida había acudido a descansar en las tardes calurosas del estío, y había sido allí donde desde muy niña se columpiaba de sus ramas con su hermano Joel y otros niños, abrazándose a sus cepas rozando el agua y dejándose caer entre las risas y las burlas de todos.

Avanzó hacia el árbol y se sentó sobre la hierba y las florecillas amarillas que crecían a su alrededor. Desde allí, oteó el paisaje de Julias, las formas del litoral y la inmensidad del Genesaret.

Eitana se dejó invadir por aquel instante indescriptible, con su paraíso perdido ante los ojos, y de pronto tuvo la sensación de que apenas había transcurrido nada desde aquel entonces. Era como si el tiempo se hubiese detenido. Entonces pensó que quizá su vida fuese como la de las cigüeñas, que alzaban su vuelo durante el frío, pero preñaban el lago a partir de la primavera. Sin que ella se diese cuenta, su vida había trazado el peregrinaje de las zancudas, aunque no por instinto, sino porque Yahvé se la había llevado por alguna razón.

—Creo que es mejor para ti que nos despidamos aquí —gritó el ordenanza desde el caballo—. No queremos traerte problemas. Es preferible que atravieses las puertas de la ciudad tú sola.

Ella se giró y asintió.

—Has sido muy amable conmigo, Tito. Recuérdale al prefecto todo mi agradecimiento.

—Así lo haré.

—Gracias.

—Recuerda que permaneceremos en la ciudad hasta mañana.

—Lo sé.

Luego los soldados cabalgaron hacia la puerta de la ciudad, mientras ella se entretenía con sus recuerdos, y sus miedos.

44

Anduvo hasta la puerta exterior de la ciudad, cercana a donde habían crucificado a su padre. La nostalgia y la inquietud roían su vientre, mientras los habitantes de la urbe atravesaban sus muros. De pronto, como si de un momento mágico se tratase, se detuvo frente a aquellas grandes piedras de basalto ligeramente enlucidas, entre las dos grandes torres que enmarcaban el umbral. A pocas zancadas de allí habían crucificado a su padre y por aquella gran abertura a la ciudad su madre había desaparecido cuando la capturaron siendo una niña. El gran portón de madera estaba abierto sobre sus goznes de hierro y Eitana se lo quedó mirando impresionada, como si lo hiciese por primera vez. Entonces apretó los puños y franqueó definitivamente aquella Julias que una vez había sido Betsaida porque Herodes Filipo le había cambiado el nombre en honor a Julia Livia, la esposa del emperador romano Augusto. Las gentes pululaban ignorándola.

Una gran vía apretada de viviendas conducía hacia una amplia plaza donde se levantaba un sencillo palacio que hacía algunos años había sido sede del rey Filipo, pero que entonces se había convertido en estancia del gobernador y de la guardia romana. En sus patios la habían tenido retenida antes de arrastrarla hacia Cesarea, y allí ya debían de haber desmontado el ordenanza del prefecto y los soldados. Sin embargo, ella descendió hacia la parte baja de la ciudad en busca del que había sido su hogar, y dejó que sus sandalias la guiaran sobre los guijarros de callejuelas pobres y hediondas, mientras la jornada languidecía en el lugar que la había visto nacer.

Se detuvo ante la casucha donde había nacido y observó su enlucido descascarado, arañado por el tiempo, apiñada entre otras tantas iguales. La tierra apisonada de la calle hedía a orines y a desperdicios, pero aquel recuerdo fue nuevo para Eitana. Era como si aquellos detalles los hubiese olvidado. Golpeó con sus nudillos la pequeña puerta de madera y pudo sentir cómo el corazón galopaba bajo su pecho, hasta que, al cabo de unos instantes, una mujer desconocida se asomó flanqueada por un muchacho joven. Se quedó estupefacta, sin saber qué decir, pero rápidamente desató de sus labios el arameo y preguntó por su madre y por su familia.

—No sé nada de ellos, muchacha —le dijo elevando los hombros—. No los conozco.

De pronto, como si en su largo camino no hubiese barajado aquella posibilidad, el vacío del pánico llenó su interior. Y se ofuscó.

—Tienes que saber algo. Te lo ruego. He viajado desde muy lejos para reencontrarme con ellos.

—Lo siento, no sé nada —insistió la mujer.

—¡Es imposible! —pronunció alterada—. Yo nací aquí y esta fue mi casa hasta…, hasta hace algunos años.

—Lo siento —repitió algo más áspera y ya cerrando la puerta—. No sé nada. Solo mi marido sabe a quién compró la casa, y no está.

—Espera, espera. Por favor —le suplicó empujando con la mano la superficie de la puerta.

—Te ha dicho que no sabe nada —le sentenció un muchacho desde dentro—. Vete.

Eitana vio cerrarse la puerta angustiada, y comenzó a preocuparse. El humo de los fogones comenzaba a elevarse sobre los techos de cañizo y barro, y algunos hombres se apuraban hacia sus casas echándole un vistazo rápido. Las dudas y el miedo pesaron tanto en su ánimo que, de pronto, pensó que ya no quedaría nadie de su familia. Evaluó la situación lo mejor que pudo y creyó que su mejor opción sería buscar la posada para pasar la noche. Sin embargo, cuando se disponía a irse, pensó que era una estupidez no preguntar a algún vecino más amable. Entonces llamó a otra puerta, y al abrirse, reconoció a la mujer.

—Esther, soy yo, la hija de Miriam y Judá. ¿Se acuerda de mí?

La anciana la observó con una mueca de asombro, como si fuese un espectro, y luego vocalizó:

—¿La pequeña Eitana?

—Sí, Esther. Soy Eitana.

La muchacha se abalanzó sobre ella y la abrazó.

—¿Cómo es posible? Nadie vuelve de la esclavitud, muchacha.

—Yahvé me ha bendecido, Esther.

La anciana soltó a Eitana y se quedó de nuevo frente a ella.

—¡Estás hermosa, pequeña! —exclamó—. Ya no eres aquella niña que yo recuerdo. Jamás soñé volverte a ver.

La joven apenas sonrió un poco, y luego le preguntó:

—¿Dónde está mi madre?

Aquella ajada y pequeña mujer la miró a los ojos, y sin darle una tregua a su emoción, le desembuchó la verdad:

—Miriam murió hace dos años.

Al escucharlo, su vida tembló en su pecho. Sabía que podía suceder, pero no estaba del todo preparada para recibir aquel bofetón. Una profunda herida todavía sin cicatrizar le dolía al recordar cómo la dejó partir, cómo la abandonó a su destino cuando la arrastraron impunemente los soldados, y entonces lo primero que pensó fue que ya nunca podría preguntarle por qué lo había permitido, ni tampoco ya nunca más podría llorar todo su sufrimiento sobre su regazo. Ya nunca más. Eitana sintió cómo sus lágrimas pugnaban por emerger, pero no lo permitió. Respiró hondo abriendo tenuemente la boca e intentó saber más.

—¿Y mis hermanos?

—Solo sé de tu hermano Joel. Vive más abajo, en la calle que da al muro más cercano al lago. Pregunta por él allí. Lo encontrarás fácilmente.

Al decírselo, le apuntaba a una callejuela que se orientaba hacia el este de la ciudad. Se había asomado fuera para indicarle el camino, como si fuera una forastera. Pero ella no lo era, y reconocía muy bien aquellas calles.

—Sé cómo ir, Esther —le dijo—. Todo está muy parecido a como lo recuerdo. —Luego agregó—: ¿Y los otros dos? Digo, mis otros hermanos.

—Lo siento, muchacha. No sé decirte nada más.

Eitana intuyó la noche y, de pronto, comprendió que no tenía tiempo que perder, y se apresuró a despedirse.

—Está bien. Volveré a visitarla, Esther —le dijo abrazándola nuevamente—. Ahora voy a correr para intentar encontrarlo cuanto antes.

—No dejes de venir, pequeña. Quiero saber de ti.

Eitana asintió despidiéndose y corrió por la calle siguiendo el rastro de su pasado, y el de su hermano mayor.

Dos mujeres la guiaron hacia la casa de Joel cuando la noche ya estaba encima. Era una vivienda color cal, pero terrosa, con techos de cedros, palmeras y paja, arracimada a otras dos prácticamente iguales. Golpeó la madera con suavidad, pero insistentemente, y una voz joven preguntó desde dentro quién era.

—Soy Eitana, la hermana de Joel.

La puerta se fue abriendo lentamente, hasta que una mujer se asomó medrosa, intentando descifrar aquella insensatez. Pero pronto comprendió que no lo era.

—¿Eitana? ¿Eres tú? —exclamó iluminándosele una sonrisa.

—Sí, sí lo soy —pronunció con un nudo en la garganta—. Y tú, ¡tú eres Sara!

—La misma que jugaba contigo, la misma.

Se abrazaron como dos hermanas. Se conocían de pequeñas, y era una de las sabandijas que corrían al sauce cuando todavía tenían tiempo de jugar. Pudo reconocerla entre las arrugas del tiempo, con su gran cara redonda, sus ojos hinchados y sus labios carnosos. La joven la hizo pasar inmediatamente. Fueron a parar a un pequeño patio abierto y pavimentado, rodeado de tres habitaciones. En medio, observó los utensilios de la pesca: plomadas para redes, anclas de hierro, agujas, anzuelos, y en un rincón un par de ánforas de cerámica y unas podaderas para vides. Desde allí, a Eitana le pareció que podría oír el lejano gorjeo del Genesaret, a pocos metros del muro cercano.

Dos niños pequeños se refugiaron entre los pliegues de la túnica de la muchacha y ella se acuclilló para decirles algo a la oreja. Los pequeños se soltaron de su madre y sonrieron tímidamente a la visitante, mientras Eitana no dejaba de dar vueltas con la mirada buscando a su hermano.

—Jamás esperamos volver a verte —le dijo Sara acercándose a ella y sujetándole las dos manos—. ¿Qué ha sido de ti? ¿Dónde has estado durante todo este tiempo?

—Es una larga historia —le contestó en un arameo que se le había vuelto torpe.

—¡Pareces una de ellas!

—¿Una de ellas?

—Una mujer romana. ¡Estás bellísima, Eitana!

Eitana se lo agradeció con una mueca amable, pero desnuda de felicidad.

—¿Dónde está Joel?

—Hace una semana que partió a Séforis. Allí tiene trabajo con la siembra de cereales y otras cosas. Antes del frío volverá.

Eitana sintió cómo la soledad la estrangulaba y, de súbito, en su mente palpitó la tristeza, porque nada más llegar tuvo la sensación de que aquel ya no era su lugar. Entonces tuvo miedo de preguntar por sus otros hermanos. Pero lo hizo.

—¿Dónde están Atzel y Benami?

Sara la miró con compasión, imaginando que ya sabía que su madre había muerto.

—Nada sabemos de ellos, Eitana. Hace un año se fueron con un grupo de rebeldes. Joel trató de convencerlos y les recordó el destino de su padre. Pero ellos estaban demasiado influenciados por unos sicarios de Gamala, y se fueron con ellos.

—¿A qué?

—No es difícil imaginarlo. En Julias cada vez hay más tensión. Cada vez hay más jóvenes como tus hermanos que piensan en liberar a Israel. Algunos lo hacen en silencio, pero otros corren para esconderse en los caminos, reclutando hombres para luchar contra los legionarios.

Eitana frunció el ceño y negó con la cabeza.

—¡Es una estupidez! —dijo al fin.

—Lo siento, de verdad. —Luego agregó—: Y tu madre…

—Ya lo sé, Sara.

—Fue muy difícil para ella también que tu padre y tú desaparecieseis a la vez.

—Imagino —le dijo con el recelo atascado en su pecho—. ¿Cómo murió?

—De cansancio, Eitana. Tuvo que trabajar mucho. Hace un par de inviernos el frío se le quedó dentro, y no pudo soportarlo. Murió tosiendo sangre. La cuidé todo lo que pude, pero no sabíamos cómo curarla. Perdóname.

—No tengo nada que perdonarte. Tú has hecho todo lo que has podido, y yo… —se interrumpió un instante—. Y yo también.

Allí de pie, Eitana sintió que su mundo se tambaleaba, y que el día que se la llevaron de allí no solo acabaron con su niñez, sino también con sus raíces. Fue en aquel momento cuando estuvo completamente segura de ello.

—¿Qué ha sido de ti durante todos estos años? —le preguntó Sara.

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