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Authors: Javier Arias Artacho

Tags: #Darama

Eitana, la esclava judía (17 page)

BOOK: Eitana, la esclava judía
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Eitana no contestó, solo se mantuvo atenta, intentando comprender.

—Serás verdaderamente libre cuando seas capaz de elegir lo mejor entre muchas otras opciones. Entonces serás libre, solo entonces, estés como estés, estés donde estés, y cuando lo hagas estarás dirigiendo tu mirada hacia Yahvé.

El médico intentaba entibiar sus palabras mientras observaba el rostro incrédulo pero anhelante de la muchacha.

—¿Por qué me dice todo esto? —susurró apenas.

—Ya te lo he dicho, porque sobrevivir depende solo de ti, porque solo vivirás si decides hacerlo libremente, si decides que solo tú puedes hacerlo porque nadie puede robarte tu libertad.

—No quiero ejercer mi libertad. No sé si tengo fuerzas para seguir sufriendo como hasta ahora.

—Debes luchar por aquello que puedes cambiar. Yahvé te observa desde lo alto y tú puedes. ¿De dónde viene la fuerza para ser libres? La fuerza viene del Creador, de ese espíritu que alienta a los hombres desde tiempos inmemoriales. Él consuela nuestras penas, él estimula nuestro espíritu, él nos arrebata de valor para afrontar la vida y la muerte. Libres, completamente libres, y esto te debe llenar de esperanza.

En su vida comenzaba a avivarse su espíritu y el anhelo de que aquel sanador de almas continuase crecía cada vez más.

—A veces nos esforzamos en ver a Yahvé con nuestros ojos, pero debes aprender a observarlo con el corazón. Busca en tu lodo, en toda tu pobreza, en tu hambre, en tu dolor, y si lo haces con el corazón, su presencia aligerará tu yugo.

—Creo que así ha sido hasta ahora —susurró.

—¿Pues entonces?

—Simplemente ya no puedo más, no puedo. Yahvé me ha dado una vida demasiado dura.

—¿Acaso el niño comprende las razones de su padre cuando lo abandona toda la jornada para ganarse el pan? ¿Acaso comprende todas sus decisiones y sus penas? ¿Acaso lo hacías tú?

—No, claro que no.

—Pues yo te digo que Yahvé te ofrece este duro yugo como si fueses una niña. Todo tiene una razón de ser, y nada de lo que nos sucede es ajeno a él. Y si te toca morir, hazlo libre, con dignidad, sabiendo que siempre hay alguien que te observa, alguien a quien das ejemplo no hincando la rodilla, demostrando que mueres porque eres libre, actuando como es debido. Nadie podrá arrebatarte tu dignidad al hacer lo que crees que es justo. Pero si decides vivir puedes hacerlo convencida de que, aun en tu esclavitud, seguirás siendo libre para elegir lo mejor para ti a los ojos de tu Creador. Y eso te iluminará ante los demás.

Los ojos de Eitana se llenaron de lágrimas, mientras gimoteaba en silencio los trances de los últimos años. Al médico, la penumbra le empañaba su pena, y aquello aliviaba el pudor de la muchacha. Estuvieron así un largo rato, mientras él sostenía su mano y ella rumiaba sus palabras. Luego Eitana le dijo:

—Gracias. Es usted muy bueno en su trabajo.

—Mi trabajo es servir, pequeña. Solo servir.

—Dígame su nombre.

—Oh, sí, Didico. Me llamo Didico.

A Eitana se le emborronó la piel. Era el médico que había ido a buscar la noche en que había sido forzada en el callejón. El mismo que había partido a Capua, de donde provenía el tribuno Julius, de quien todavía guardaba aquel anillo de plata que un día le había entregado moribundo.

—¡Oh! ¡Es usted!

—¿Me conoces?

La muchacha se inquietó, se mordió sus labios pálidos y, pasados unos instantes, le dijo:

—El juez me envió un par de veces a su casa. La última fue por la noche, cuando su portero me hizo esto.

El médico se quedó mirándola, intentando interpretar. Luego le dijo:

—No te preocupes por él, ya no está. Lo encontraron muerto hace unos meses.

Eitana no se sorprendió. No sintió ni alivio ni alegría, simplemente corroboró sus sospechas. El juez había ajustado cuentas, sin más.

—Ahora debes descansar, ¿de acuerdo?

Ella asintió.

—Piensa en lo que hablamos.

—De acuerdo.

Luego se fue, y Eitana se quedó rumiando todo aquello que le había dicho, todo aquello que le había abierto a su razón y a su corazón. Y algunas jornadas después, cuando su cuerpo comenzó a brotar de nuevo, no cesó de pensar en el capricho del destino, en lo extrañas que parecían a veces las cosas: la ausencia de aquel médico había hecho peligrar su vida, pero su presencia había venido a salvarla.

21

Entonces su existencia cambió. Espoleada por la desaparición de su hijo, la muchacha tomó la decisión de no resignarse para siempre a su sumisión. Con el rabiar de su sangre, ese magma espeso y terco que fluía dentro de ella desde antes de nacer y con el eco de aquella libertad de la que le había hablado aquel desconocido, Eitana decidió escapar de aquella
domus
apenas tuviese fuerzas para correr. Nada le importó el collar soldado a su cuello con el nombre de su
dominus,
ni su destino, ni siquiera el comentario de Doma, quien decía haber visto un búho en el jardín, signo de un terrible infortunio. Nada le pareció más honroso que intentar luchar por una vida mejor, más allá de los peligros de la huida y del riesgo de ser asesinada o marcada con la palabra
fug
en su frente. Tenía que asumir aquel riesgo e intentar escoger un buen camino, y Eitana pensaba que Didico habría de ayudarla, porque lo sabía un hombre de bien que no la abandonaría a su suerte. Más valía morir intentando vivir que sobrevivir como si estuviese muerta.

Bien era verdad que durante aquellos años había aprendido a querer a Efren, a Doma y a Dolcina, pero la muchacha también había experimentado que cada uno tenía su destino y el poder de aprovechar su libertad y sus oportunidades. En su interior rugía una voz que la animaba a alejarse de ellos, a soltar amarras para intentar buscar la senda de su tierra, o quizá simplemente una vida mejor. A sus hermanas esclavas solo la unía el cautiverio, y a Efren una profunda gratitud por su trato, más allá de que siempre hubiese orquestado capítulos de enmascarada indiferencia hacia ella, sobre todo al llegar a la
domus,
cuando Eitana necesitaba acostumbrarse al dolor y a la falta de aprecio. El sirio la orientó con su amable severidad y la ayudó a construir una coraza que le fue indispensable para sobrevivir. Sin embargo, Eitana jamás dudó de su afecto y protección.

Solo a las esclavas decidió anunciarles su partida. El sirio no solo se habría opuesto, sino que hubiese tenido la obligación de impedírselo. Lo hizo la mañana antes de huir, poco antes de que Prisco les abriera el portón de la entrada para salir al
Forum Holitorium,
junto al
Boarium,
donde ella había sido vendida. Habitualmente, el primer día de la semana, dos de las tres esclavas abastecían a la
domus
de carnes, verduras, frutas y pescados, y al volver arrastraban un pesado carro de madera con salmonetes, atunes, morenas, carne de cabra, cerdo, liebres, legumbres y frutos del tiempo. Aquella mañana, a la
hora prima,
poco antes de que amaneciese en la ciudad, Eitana, acurrucada entre sus dos compañeras, las despertó con su voz. Las llamó varias veces con suavidad y luego les dijo:

—Tengo algo importante que deciros.

—¿Qué sucede, muchacha? Es muy pronto todavía. Aprovecha y descansa —preguntó Doma todavía aferrada al sueño.

—Quiero que sepáis que os quiero como he querido a mi madre.

Hubo silencio en la oscuridad, y ninguna de las dos contestó. Después de unos instantes, despabilándose en su manta, Dolcina dijo:

—No hace falta que digas esas cosas… Durmamos un poco más.

—Espera, quiero deciros algo más.

—¿Qué quieres, muchacha? —rezongó Doma.

—Hoy saldré al mercado y no volveré.

—¿Qué dices? —se alarmó volviéndose completamente.

—Me iré para no regresar y quiero que sepáis que todo hubiese sido mucho peor sin vosotras.

De pronto, las otras dos esclavas se apretaron a Eitana, completamente desenmarañadas del sueño.

—¡Has perdido el juicio! —le dijo Doma.

—No lo he perdido. Lo he recuperado.

—No sé qué tienes en tu cabecita, Eitana, pero si escapas tu destino será terrible.

—No más que este.

Doma, que había crecido en las minas de Valdornia, en la provincia de Hispania, y Dolcina, que había sobrevivido a un lupanar por la caridad de Efren, probablemente sintieron retumbar sus recuerdos en sus almas y pensaron que la muchacha judía no solo era una ilusa, sino también una desagradecida.

—El amo te encontrará —le dijo Dolcina—. Tiene mucho poder, Eitana. Y si no lo hace, no tendrás donde reposar tu cabeza. Ninguna
domus
respetable de Roma cogerá a una esclava sin ninguna procedencia, y quien esté dispuesto a infringir las leyes será alguien que te ofrecerá el mismo futuro que a un animal que montarán a turnos y molerán a palos.

Eitana tragó saliva y sintió el temblor de las dudas.

—Saldré de Roma, alguien me ayudará.

—Nadie ayuda a una esclava, muchacha.

—El médico lo hará.

—¿Didico? —preguntó Doma.

—Sí, él. Él me ayudará. Estoy segura.

—¡Ese hombre no puede ayudarte! Comprometería su vida y su trabajo. Recapacita, muchacha. ¡Es un disparate!

—Tengo que correr el riesgo.

—Te estás condenando. El amo no perdonará una fuga. ¡Nunca podrás volver a esta
domus!

—No lo haré.

—Seduce al amo, gánatelo de otra manera, como nosotras no supimos hacer y quizá algún día te dé tu libertad.

—No es un hombre bueno, Doma. Jamás, jamás…

No quiso continuar porque su certeza era la condena de aquellas esclavas, el desprecio a su futuro, la ausencia de esperanzas.

—Te arrepentirás hoy mismo de tu error —le dijo Dolcina.

Pero no pudieron convencerla. Aquella misma jornada, a la
hora quarta,
Eitana abandonó la
domus
acompañada de Doma, sin mirar atrás. Abrazó a Dolcina con sus ojos humedecidos y pasó por delante de Prisco como habitualmente, sonriéndole tímidamente, sin que él pudiese imaginar lo que tramaba.

Ni a Efren ni al juez llegó a verlos aquella mañana.

Las dos mujeres descendieron las callejuelas en dirección al Tíber, atestadas de gente que salía de las
popinae
después de su
ientaculum,
un desayuno abundante y copioso para resistir la jornada; o bien porque acudían a las letrinas públicas, o salían de las
tonstrinae,
donde los barberos calentaban de chismes la mañana. Otros hombres y mujeres simplemente comerciaban mientras los esclavos trajinaban de un lugar a otro, y los más afortunados acudían tempraneros a las termas. Las calles eran arroyos de gentes provenientes de todo el imperio, pululando entre tiendas, alumbrados por un sol que amanecía húmedo y pegajoso.

Llegaron al río, que fluía amarillento por los sedimentos arrastrados por el Aniene, y en sus orillas algunos hombres pescaban, mientras los niños se zambullían en sus espesas aguas y los barqueros se dirigían para atracar en el puerto. Las dos mujeres avanzaron hacia el
Forum Holitorium,
hormigueando entre la multitud, y allí Eitana abrazó a la vieja esclava con todo el afecto del mundo.

—Nunca te olvidaré —le dijo.

—No lo hagas, muchachita —le dijo con sus ojos lagrimeando por primera vez para ella—. Te estás buscando tu perdición.

—Estoy buscando mi vida, Doma.

Luego se giró, intentando contener la emoción, se cubrió la cabeza con una vieja
palla,
y dejó que la multitud la engullera.

La
i
nsula
donde vivía el médico estaba bastante cerca. Eitana caminó tranquilamente hacia allí, ya sintiéndose un espíritu libre. La corriente humana que atravesaba apenas reparaba en ella, pero la joven muchacha ya había aprendido a reconocer sus fisonomías: sármatas de las estepas, cilicios, tracios, egipcios, árabes, sicambros, habitantes de la Palestina, como ella, incluso etíopes de piel de ébano y pelo trenzado que aportaban un exotismo bastante habitual entre rostros mediterráneos. Avanzando hacia su destino, sorteó a un malabarista que le sonrió mientras le caían los objetos del cielo sin que llegasen a tocar al gentío, y una calle más adelante un encantador de serpientes frente a una cesta de donde iba asomándose una cobra que buscaba las plumas de colores que colgaban de la flauta de su amo. Y sentados en las pequeñas aceras, vio algunos mendigos con sus piernas deformadas, pidiendo una limosna que probablemente saciarían en cualquier
popina;
hombres avanzando en mula,
chiramaxia
empujados por esclavos enjutos que transportaban a sus amos y, muy lejanamente, una impresionante
lectica,
llevada a hombros por ocho esclavos, lujosamente ataviada con esculturas, pinturas y guirnaldas de flores de vivos colores. Todos intentaban esquivar el tráfico de aquellas calles estrechas, un trasiego de olores que convulsionaba las avenidas durante las horas en que Roma burbujeaba su inmensa población.

Al llegar al edificio más de nueve meses después, le pareció mucho más enorme con la luz del día. Era como la mayoría, de ladrillo revocado de blanco y colmado de ventanas, semejante a un panal. Se asomó a la portería abierta y observó que ya no estaba aquel soldado retirado que muy probablemente Claudio Ulpio había hecho desaparecer degollado en el vertedero. Un hombre de aspecto nórdico y envejecido guardaba la entrada, pero apenas la miró cuando ella atravesó el portal. El fluir de sus habitantes era tan constante que su presencia no le llamó la atención. Entonces subió las escaleras y se dirigió al primer piso. Las paredes estaban estropeadas, con máculas de humedad, grasa y pintadas con dibujos y mensajes obscenos. Al llegar allí, cuatro puertas se expusieron ante ella, muchas menos de las que habría en los cuatro pisos superiores, y la muchacha golpeó la del médico un par de veces. Pero nadie le abrió. Siguió insistiendo sin resultados, una y otra vez, hasta que comprendió que no había nadie y que habría de esperar.

Se sentó en las escaleras y exhaló sus miedos. La gente subía y bajaba esquivándola, ignorando su presencia anónima. Entretanto, algunas esclavas bajaban con pesados recipientes de barro cargados con orina, que abocaban en una gran tinaja escondida en la portería. Sabía que la vida en las
insulae
era mucho más incómoda, mucho más difícil y recordó las advertencias de sus compañeras con recelo. Hasta que pasada la
hora quinta,
por fin decidió bajar y preguntar al nuevo portero sobre Didico, el médico, de quien no supo decirle nada, porque ni siquiera recordaba haberlo visto salir. Entonces Eitana le pidió poder seguir esperando en las escaleras y el viejo elevó sus hombros con desinterés y asombro, mientras continuaba mascando una ramita seca.

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