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Authors: Javier Arias Artacho

Tags: #Darama

Eitana, la esclava judía (6 page)

BOOK: Eitana, la esclava judía
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El
dominus
volvió a levantarle la cabeza con la mano derecha y le pidió al sirio que le tradujese sus palabras. Entonces su nuevo amo comenzó a disparar su diatriba y a insistirle en que en su casa no quería problemas, que él era la ley fuera y dentro de la
domus.
Le advirtió que, si intentaba escapar, él no recurriría a la marca en la frente, a esa F de
fug
que llevaría para siempre sobre su piel, sino que él mismo la estrangularía y la arrojaría al Tíber, que para eso era su dueño y podía hacer de ella lo que quisiese. Efren fue traduciendo todo con exactitud, y fue entonces cuando ella miró por primera vez a su
dominus,
y su mirada se fundió con la suya, mientras escuchaba aquella sentencia y lo odiaba ya mucho antes de conocerlo.

Sin embargo, el intercambio cesó abruptamente, porque Claudio Ulpio le asestó un bofetón con el puño cerrado, y Eitana cayó sobre los mosaicos como un gorrión es derribado por una piedra, con su mandíbula punzando un dolor que se le arraigaba muy dentro, muy dentro, como el sabor a hiel de la sangre en su boca.

—Dile que esto es para empezar —pronunció con un gesto de desprecio—. Cuando el amo está cerca, el esclavo debe bajar la mirada. ¡Que le quede claro!

Luego se dio media vuelta y se dirigió nuevamente al
tablinum
para continuar trabajando sobre una mesa iluminada por el gran ventanal del jardín interior. Pero antes de volver a cerrar la puerta plegable, le dijo sin darse la vuelta:

—Ya sabes lo que tienes que hacer ahora, Efren. Pero antes quiero que esté limpia. ¡Está inmunda! Encárgate de todo.

—De acuerdo, quédese tranquilo.

El sirio la ayudó a levantar y vio el surco bermellón que brotaba de su labio inferior. La muchacha no lloraba ni se lamentaba.

—Sígueme.

Eitana se fue tras él, mientras de la cocina se asomaba Doma, una esclava de aspecto avejentado. Junto a ella, Prisco y Dolcina, con aspecto oriental también. Al verlos, Efren los espantó con un ademán brusco de su mano, indicándoles que desapareciesen de allí, y remató su mandato con una breve sentencia:

—¡A trabajar!

El sirio la hizo salir de la
domus
y la condujo por las estrechas calles del Aventino hacia un
balneum
situado frente al
Circus Maximus.
Entre las inmensas
insulae,
los hilos de humo del baño público se difuminaban en un cielo completamente diáfano, solo interrumpido por el vuelo irregular de los pájaros. A medida que se acercaban, Eitana pudo distinguir el olor a leña fundido entre el aroma de cremas, perfumes y el sudor de los viandantes que atestaban las calles agitadas.

Al llegar, un esclavo negro les dio la bienvenida sentado detrás de una mesa. Efren intercambió unas palabras con él y el muchacho sacó una túnica de lino y una pastilla de jabón para ofrecérselas al sirio, quien acabó depositando dos cuadrantes de bronce en una urna de madera.

Lo que la muchacha vio al entrar en el recinto la dejó pasmada. Ante sus ojos se materializó la
natatio,
un espacio ampliamente inundado con aguas que cubrían por encima de la cintura, con los velos de luz que atravesaban el techo ondulando en las paredes. Los hombres charlaban en la piscina rodeada de losas de mármol amarillo proveniente de Numidia, y púrpura de la zona de Frigia. Saboreaban el agua fresca de un mediodía caluroso, quizá haciendo tiempo para pasar a la zona del
calidarium
y oxigenar los poros de la piel, para después disfrutar del contraste del
frigidarium
y del placer de unos masajes. Un par de puertas bien visibles conducían hacia los vestuarios, pero Eitana en aquel momento ni lo supo.

—Desnúdate —le dijo Efren.

La muchacha lo miró como si no lo hubiese entendido.

—Quiero que te desnudes —insistió—. ¿No me has escuchado?

—¿Aquí?

—Sí, aquí.

La muchacha agigantó sus ojos y lo miró implorando piedad, husmeando de reojo la presencia de los hombres atemperando sus cuerpos sumergidos en el agua.

—¿Qué me pides? Ten piedad de mí. No puedo hacer lo que me pides…

—Debes lavarte. Vas muy sucia. Para entrar en la
domus
debes lavarte.

—Pero… pero… aquí… ¿No hay otro…?

—No hay otro modo, muchacha. Al menos no hay otro modo para no dejarte sola. Todavía no puedo fiarme de ti.

—Te doy mi palabra. No huiré. No me hagas desnudar aquí, por lo que más quieras.

—No puede ser —dijo impasible—. Es mejor así.

—Pero…

—No me hagas perder la paciencia. Estoy siendo muy considerado contigo. El juez Claudio Ulpio ya hubiera enviado azotarte, ¿entiendes? Debes lavarte, y tienes que comenzar a someter tu orgullo. Con el tiempo lo entenderás.

—Esos hombres, esos hombres —titubeaba—. No me obligues, por favor… Yo nunca…

—Esos hombres saben que eres una esclava, y ni te mirarán.

Efren, sin esperar más, comenzó a levantarle la túnica de abajo hacia arriba, y ella comenzó a moverse intentando evitar la operación. Entonces él se detuvo, se acercó a su oreja y le dijo:

—Soy paciente porque eres joven y crees que todavía eres libre, pero debes saber que si no te vuelves dócil acabarás en un burdel, como lo estuvo Dolcina. Ella bien podrá contarte cómo se muere allí. ¿De acuerdo?

Ella se mantuvo erguida, mirando al frente, y no contestó, como si aquel gesto fuera el único atisbo que le quedaba de su libertad.

—Ahora desnúdate tú misma.

Eitana se descalzó, se deshizo de la prenda y se quedó en taparrabos. El anillo de plata seguía allí, aprisionado entre los nudos.

—Quítatelo también —le dijo señalándole el pubis.

La muchacha se mordió los labios y desató la tela que todavía la cubría. El anillo del tribuno quedó escondido entre sus dedos, procurando que no se le resbalase al suelo.

—Ahora entra en el agua y refriégate bien. Tenemos poco tiempo.

Entonces le pasó la pastilla de jabón.

El cuerpo núbil de la muchacha estaba comenzando a madurar. En las redondeadas e incipientes formas de sus pechos se dibujaban pequeñas areolas que enmarcaban pezones ya firmes y, bajo su vientre, la entrepierna comenzaba a oscurecerse con un vello oscuro, pero tenue. Su piel era lisa y cobre, con sus extremidades hermosamente suaves. Desde la distancia el cuchicheo de los hombres fue evidente, y mientras entraba en el agua, su cuerpo grácil y aquellos redondeos que comenzaban a ser voluptuosos llamaron la atención de la concurrencia. El sirio disimuló su deleite, aunque la admiró también.

Pero Eitana intentó enfriar su mente y se zambulló en el agua de golpe, como muchas veces había hecho de niña en la orilla del lago de Genesaret, mientras su madre la lavaba, o cuando jugaba con los niños junto a un sauce desde el que se zambullía. Masticó la humillación concentrándose en asearse rápido, procurando sumergirse lo máximo posible hasta que el agua la cubriese lo suficiente.

Luego Efren le pasó una túnica limpia, una toalla y una tela para cubrir su pubis. La muchacha se secó con un trozo de lino y rápidamente volvió a vestirse sin mirar al sirio ni una sola vez.

Masticaba su rabia en silencio.

—Si no eres capaz de esto, no serás capaz de nada, muchacha.

Ella lo miró furiosa y no le contestó.

—Es hora de que aprendas a perder tu orgullo. Si no hubieses sido capaz de esto, tendría que haberte vendido, ¿sabes?

—No lo creo —se rasgó de su boca.

—Al juez hay que saber obedecerlo. Entonces todo irá bien. Quiero que recuerdes lo que has sentido ahora y, cuando llegue el momento, sepas tragarte tu cólera, como hoy.

Ella guardó silencio.

—Ahora sígueme —le dijo él.

Salieron de aquel
balneum
y se dirigieron a una calle con los soportales ocupados por multitud de talleres. Eitana sentía su cuerpo fresco, limpio, pero en su corazón cargaba un rencor que se acumulaba cada vez más. En un principio, aquel sirio le había parecido un hombre clemente y compasivo, pero comenzaba a pensar que se equivocaba, que todos los varones que se cruzaban por su vida eran iguales, cruelmente similares, simplemente hombres que solo miraban por su beneficio. Barruntaba todo esto mientras Efren se detuvo frente a un taller con algunos objetos de cobre pendiendo de ganchos a la entrada. El sirio le indicó el camino y Eitana se adentró en el obraje y sintió el intenso calor presionando el ambiente. Rodeado de objetos de cocina, ruedas de carros y algunas jaulas, observó a un hombre corpulento, con su espalda sudorosa y desnuda martilleando el hierro candente. Estaba justo al fondo del taller, y apenas se percató de su presencia hasta que estuvieron justo detrás de él.

No llegó a comprender lo que el sirio trató con aquel forjador, pero instintivamente la muchacha comenzó a intuir algún nuevo padecimiento.

—¿Qué pasa? —le dijo menguando sus ojos cuando Efren se volvió hacia ella.

Pero él no le contestó, y comenzó a guiarla por dentro de aquel obraje siguiendo al herrero, que sonreía mientras hablaba con su comprador. Entonces tuvo la certeza de que su piel ardería bajo el hierro candente, igual que con los animales, igual que marcarían su frente con una F enorme si le daba por escapar.

—Siéntate aquí —le dijo el sirio.

El calor era espeso y sintió que en su frente comenzaban a surgir las perlas del sudor. Se dejó caer en un taburete y luego cerró los ojos, apretándolos como hacía con sus puños, de la misma manera que endurecía su corazón cada día un poco más. Concentrada en olvidar, en evaporarse de aquel lugar, dejó que su mente vagara por su memoria, por un pasado feliz que había sido interrumpido abruptamente, y esperó a que le remangasen la túnica por alguna de sus extremidades. Luego soportaría el fuego con dignidad, convencida de que Yahvé no la abandonaría en aquellos momentos de agonía.

Entonces sintió algo pendiendo sobre su cuello y la voz del sirio pidiéndole que bajara la cabeza.

—No te pongas nerviosa. No te va a doler si no te mueves.

Sintió el tacto de una tablilla en su nuca y luego la fiebre del fuego irradiándose hasta sus orejas. Un cuidado martilleo cimbró su cabeza varias veces, hasta que el artesano terminó.

—Ahora todos sabrán quién es tu dueño —escuchó que le decía el sirio.

Eitana abrió los ojos y se llevó la mano derecha al cuello. Oprimiéndola, un colgante le había sido soldado como si fuese un animal. Era el signo más visible de su esclavitud.

7

En las jornadas sucesivas a su llegada, Eitana descubrió tres cosas importantes para su nueva e inesperada vida: que trabajando y obedeciendo podía pasar desapercibida, que la nueva lengua cada día resonaba mejor en sus oídos y que un pasado áspero se aquietaba entre las paredes de aquella
domus,
aunque nadie se atreviese a hablar de él.

Dolcina le había insistido muchas veces en que a los muertos era mejor no molestarlos, que mentarlos los ponía nerviosos. Sus vidas ya eran bastante amargas como para provocar a los demonios que acechaban a su alrededor, y el
dominus
ya les había advertido que no quería que se los nombrase más, nunca más, que ellos ya habían descendido al Hades, pero a él todavía le quedaba mucho para hacerlo. Para Eitana, aquellos espectros se convertirían en sombras extrañas y cercanas a los que sorprendentemente debía reconocer e ignorar a la vez. Eran presencias ausentes que marcarían su destino sin apenas imaginarlo y de los que no podía saber nada. Nada, nada más que existían, que podían ser temibles y convenía mantenerlos contentos sin mentarlos. Era inútil que intentara averiguar algo más. Más le valía obedecer. Obedecer y nada más. Durante aquellos días de silenciosas faenas, de obediencia y resignación, había puesto en práctica el consejo del sirio y se había sometido al acato en silencio. Además, Dolcina se había encargado de recordárselo, y Eitana no tardó en grabarse en la cabeza que una esclava era una esclava y que su destino era obedecer y servir, más allá de su suerte, la cual podía empeorar o mejorar igual que un navío estaba a merced de los vientos. Vientos que nunca se podían vaticinar.

De ella y de Doma, también aprendió que se puede vivir estando muertos, y que la verdadera tiranía de aquella esclavitud no era la humillación en sí misma, sino vivir sin un hálito de esperanza.

Fue a través de Dolcina que abrió los ojos al mundo, a su nuevo mundo. Ella, sin saberlo, fue su cayado en la oscuridad de una
domus
silenciosa, encerrada en sus sombras, en sus silencios y volcada al pequeño templo erigido en uno de sus
cubicula:
el larario, formado por pequeños manes y penates que los rondaban para protegerlos. Unos manes que al fin y al cabo debían propiciar el bienestar del amo, pero el de ellos también. Por eso siempre estaba cubierto de flores, con una ambrosía de tortas, pan, leche y miel, evitando disgustarlos, y que se convirtiesen en aquellos demonios que vendrían a atormentarlos.

—Nunca dejes de llevarles una pequeña ofrenda. Ellos te protegerán —le insistía Dolcina.

—Solo Yahvé puede protegerme.

—Tu dios es como tu pasado. Aquí no vale nada. No lo olvides.

Increíblemente para Eitana, el destino había querido que en la
domus
encontrara a Dolcina, con un pasado similar al suyo, pero con una historia de esclavitud que ella no deseaba llegar a tener que vivir. Provenía de más allá del lago Genesaret, de la árida Traconítide. Hablaba el arameo y también era judía, aunque apenas se acordaba de lo que había sido, sino solo de lo que era y de lo que tuvo que hacer para sobrevivir. Fue por eso por lo que Efren se la había mentado tantas veces, fue por eso por lo que le había dicho que todo podría haber sido mucho, muchísimo peor.

Dolcina había llegado a Roma hacía quince años, algo mayor que Eitana, después de una revuelta en Palestina, cuando Calígula había sido nombrado emperador. La habían capturado cerca de Cesarea de Filipo y, junto a su madre, la habían vendido como esclava algunas semanas después. Antes de que imaginase que sería enviada a Roma, Dolcina ya supo que su vida había cambiado para siempre. Del resto de su familia no supo nada más, tan solo que nunca los volvería a ver. Sobre todo después de llegar a la gran urbe del imperio, donde iría a enterrarse en un lupanar y su progenitora se difuminaría entre un millón y medio de habitantes. Entonces, ella también se convertiría en un recuerdo confuso.

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