Ejército enemigo (2 page)

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Authors: Alberto Olmos

BOOK: Ejército enemigo
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Luego pensé que si Daniel hubiera dejado un sobre para todos sus amigos, habría sabido que iba a morir.

Pero Daniel no sabía que iba a morir. Nadie había recibido ningún sobre. Sólo yo. Lo manoseé de nuevo
y no lo entendí
.

Daniel y yo no éramos amigos íntimos. Ni siquiera nos veíamos mucho: con suerte, cada cuatro meses. Nos conocíamos desde hacía cinco años y estábamos pendientes el uno del otro mediante breves mensajes de móvil o gracias a mails que casi siempre llevaban como asunto «Hola» y como cuerpo del mensaje «¿Qué tal, alguna novedad?». No siempre era uno de los dos el que daba ese paso adelante en cuanto a interés por el devenir de la vida del otro, pero siempre era el otro el que, en la mayoría de los casos, contestaba a ese mail con asunto «Hola» y texto «¿Qué tal, alguna novedad?» con un herido y casi coqueto «¿Te aburres?».

«¿Te aburres?, ¿mucho?», Daniel.

«¿Te aburres, cabrón?», yo.

Cuando quedábamos, quedábamos siempre en el mismo bar, un día de diario, a una hora agónica de la tarde. Esas citas, supuse siempre, eran el motivo de la continuidad de nuestra amistad. Dejábamos a medias y en llamas todas las conversaciones, que eran fragorosas, sin cuartel, eternamente enemigas. Yo le sacaba siete años de edad y varias vidas de escepticismo. Lo nuestro era un debate a ver cuándo nos partíamos la cara y nos mentábamos a la madre. Solíamos tener delante algún periódico, como el mapa puntilloso de un campo de batalla o el tablero de juego del Risk, donde cada titular era un alto mando de alguno de los dos ejércitos, cada foto un blindado pánzer o un nido de ametralladoras, cada frase un humilde recluta que podía, en un momento de agobio bélico, salvarnos el culo a uno de los dos con su oportuna puntería. La guerra, sin embargo, no acabaría nunca.

Era una guerra de fe, pero no de religión. Era una guerra de los mundos, pero de mundos que estaban todos en éste, reales o posibles, probables o inviables, tangibles o quiméricos. Cada posible cambio al mundo real daba lugar a otro mundo, pero el mundo real también era un mundo posible, porque la imagen que teníamos del mundo venía descrita en un periódico-mapa que nadie se creía del todo. De modo que discutíamos sobre si un mundo que no sabíamos a ciencia cierta cómo era, efectivamente y para empezar, era como creíamos que era, y, para continuar, podía ser o no como Daniel y sus secuaces solidarios creían que podía llegar a ser. Al final pagábamos a medias las cervezas, como quien firma un armisticio con el mismo número de bajas en la cartera.

La batalla más sangrienta que llegamos a protagonizar Daniel y yo tuvo como espoleta una frase mía, sencilla y sincera. No fue en la última conversación que tuvimos, gracias a Dios, porque, aunque no soy un sentimental, me resultaría difícil vivir sabiendo que hay un muerto que me recuerda como un hijo de puta.

Dije: «La solidaridad ha fracasado». Eso dije.

El mapa informativo, el Risk de tinta, incluía aquella tarde una nueva arma, poderosísima. Y era un arma que aniquilaba a mi favor. Una noticia, un estudio, supuestamente neutral y con todos los visos de veracidad, anunciaba a cuatro columnas que el número de pobres en nuestro planeta era mayor hoy que hacía veinte años. ¿Qué más necesitaba yo para arremeter contra todo el tinglado de la solidaridad? Daniel opuso a ese obús brutal el escudo del sentido común: también había más personas viviendo en el mundo ahora que hacía veinte años; pero yo aumenté la potencia de disparo recurriendo a un cinismo casi empresarial: ¿tanto gasto humano, tanto dispendio, para consolarnos con que a día de hoy se mueren de hambre el mismo número de personas que antes? ¿Es ésa una inversión lógica, invertir para no perder más? ¿Después de veinte años de sobredosis de: ongs, asociaciones, consignas, reportajes, películas, libros, líderes, responsables, panfletos, manifestaciones, carteles, camisetas, partidas, cumbres, conferencias, simposios, conversaciones, concienciaciones… resulta que todo sigue estable en el desastre, paralizado en el Apocalipsis?

¿Estáis todos locos?

¿Durante cuánto tiempo nos seguiremos engañando con esta mierda? ¿Durante cuánto tiempo dejaremos que legiones de listillos se enriquezcan a costa de la gran burbuja de la solidaridad? ¿No sería mejor dejarlo todo al albur del caos, cesar en las ayudas puramente amansadoras, y permitir un sufrimiento tal que, al cabo, hiciera a millones de personas tomar las armas y devolvernos la calderilla? La solidaridad no sólo ha fracasado, sino que ha evitado la reacción, gritaba yo. Ha abierto sucursales de esperanza en el espacio reservado a las franquicias de la revolución. Ha contaminado de sentimiento de culpa las aguas claras del mal, su caudal imparable
.
Ha puesto presas y diques al dolor y ha dado a las empresas multinacionales un argumento de marketing: basta con poner un logo solidario en su etiqueta.

–Daniel, habéis creado un mundo sin culpables.

No contestó, estaba blanco. Quizá podía entenderse aquello como bandera de rendición. No. Quizá debía entenderse como las páginas en blanco que siguen a un libro que se ha terminado, la novela de una amistad.

–No te enfades –dije–, ya sabes que a mí el capitalismo me mola. Trabajo en publi, tú me dirás.

–…

Recuerdo que cerré el periódico, con aquel titular de cuatro columnas a mi favor. Hasta hice desaparecer el ejemplar sobre una mesa vecina.

–Nunca aportas nada –soltó–. Sólo quemas.

Preferí callar a decirle que él tampoco aportaba nada, que la solidaridad que practicaba con sus amigos no era más que una nueva forma de ocio, como ir al fútbol los domingos o al cine el día del espectador.

Nos separamos en la puerta misma del bar, cabizbajos. Tardamos casi dos meses en volver a tener contacto, y casi medio año en quedar de nuevo.

Realmente tuve suerte de que aquélla no fuera la última vez que lo vi con vida.

8 am, arriba. Metro. Oficina. Muchísimo trabajo. Rosa no vino. Comí con Álex Márquez. Cita con la madre de Daniel. Me dio un sobre. «Para Santiago.» Lo he mirado al trasluz pero no lo he abierto. No hablar con los muertos.

Cuando la ausencia de Rosa alcanzó la semana de duración, decidí preocuparme por ella. Ya me habían dicho en el departamento de personal que mi joven asistente estaba enferma, que había llamado su hermano para comunicarlo y que serían rigurosos a la hora de exigir los justificantes de su absentismo. «Es vuestro trabajo», les comenté.

El mío fue seleccionarla. El de otro, enchufarla. El suyo, hacer lo que yo le dijera. Follamos a los dos meses.

Rosa Santos tenía veintidós años y acababa de terminar la carrera de Comunicación Audiovisual. No denotaba especial interés por trabajar en el mundo publicitario, pero todos empezamos nuestra singladura profesional en la primera patera que nos hace un hueco. Su cometido, en todo caso, era redactar notas de prensa para medios especializados en los productos que en ese momento justificaban mi sueldo. Tecnología, detergentes y automóviles. Una labor no especialmente complicada, mailmarketing de toda la vida, subsuelo del glamuroso mundo de la publicidad donde yo me hallaba cómodamente instalado, porque hacer publicidad al más alto nivel requiere de cierta creatividad y pasión, de una basta cultura barata y unas zapatillas muy chulas. Yo uso zapatos desde los veinticinco y ni siquiera sé de qué marca son. No me interesa lo in, no me obsesiona estar on, no cultivo lo cool, no me fascina lo fashion y mi único must es masturbarme; lo friki me da escalofríos. Lo trendy, temblores. Hago publicidad mediocre para medios mediocres, juego al gris, me gusta que mis expectativas de éxito sean casi indistinguibles de mis posibilidades de fracaso. Nadie vende mucho más gracias a mi labor, pero tampoco nadie puede asegurar de momento que sin mi labor no vayan a vender mucho menos. La publicidad es un negocio que consiste en hacer pensar que la publicidad es necesaria. Todo anuncio es un anuncio del anuncio. Porque los coches circulan la gente compra coches, y porque los anuncios se ven por todas partes los clientes contratan anuncios. Nuestra labor es publicitar la publicidad; la labor de los clientes es creer en la publicidad.

Rosa no iba a durar mucho en este entorno. Como jovencita con ambiciones y camisetas postpunk, estaba destinada a un departamento creativo o a una revista de tendencias frenéticamente cutting edge. Quizá su enfermedad no era otra cosa que las jornadas de reflexión previas a su voto en mi contra: «No, no quiero trabajar más con una medianía», o: «Sí, sí quiero irme de redactora on-line a un portal cuya URL tenga muchas vocales dobles». Puuees veetee, booniitaa.

Fui a visitarla después del trabajo. Nunca había estado en su casa. Vivía con su hermano, o al menos eso decía; nuestros encuentros sexuales se consumaban siempre en mi domicilio y a su hermano no lo llegue a ver. Se quedaba a dormir en mi casa con frecuencia. Le daba permiso esos días para llegar tarde a la oficina porque quería cambiarse de ropa y no despertar rumores. Llegaba una hora tarde dos veces a la semana. A veces con la misma ropa, en realidad.

Vivía por el centro, fui andando. Encontré su calle y busqué el número 66. Desde el número 38 en adelante, los inmuebles parecían una versión mejorada del anterior. Edificios de tres plantas, balconados, la cara lavada, color pastel, con estomagantes añadidos estructurales, molduras, falsos capiteles, falsos escudos, rosetones, pináculos, portales solemnes, con una primera puerta de forja, un zaguán de loza bermeja, paredes encaladas y otra puerta al fondo, madera espesa. Anhelaba la aparición del 66 porque había entrevisto una especie de mansión varias decenas de metros más allá. Las asistentes no tienen mansiones; tienen veintidós años.

La mansión era el número 70. Un centro de día la separaba del edificio donde vivía Rosa. Había algunos ancianos abandonando el centro. Lo hacían con tanta parsimonia que parecían a punto de agarrarse al batín azul que los acompañaba hasta la puerta. Arrastraban los pies, entrechocaban bastones y muletas, hacían del aire un gas que se escapa por roturas de carne.

Mejor la muerte.

Cuando apreté el botón del telefonillo, varios ancianos se quedaron mirándome, gaseándome.

–Abre por favor ya. –Yo.

Me abrió Rosa. Su voz sonó afectada, sucia de electricidad y floja de enfermedades poco convincentes. Sin embargo, cuando me franqueó la entrada de su piso, creí: estaba enferma. Iba en bata, arrastrando los pies (de inmediato se fue hacia su cama, ni un beso), renqueante como los ancianos, imitativa de decadencia.

–¿No está tu hermano? –Fui tras ella, miré a mi alrededor–. Bonita casa. Muy bonita, joder.

El pasillo era largo y elegante.

De vez en cuando, saludaba mis pasos un póster pop.

El piso todo era como una maleta de piel de cocodrilo heredada por un niño que le pegaba calcomanías.

–No está, Santiago. Viene más tarde los jueves. –Sacó la mano por encima del embozo y la dejó tendida sobre la colcha, en dirección a mí–. Hazme mimitos, Santi.

Me senté en la cama. Tomé su mano. La acaricié un poco y luego la posé sobre mi bragueta.

–Te echo de menos –dije.

Estaba adormilada. Apreté su mano contra mi polla. Su mano siguió flácida.

–Mimitos, Santi.

Eché una ojeada a su habitación. No había ni un solo libro. Miré hacia la ventana justo cuando se encendían todas las luces de la ciudad.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Entrevistas de selección de mi asistente. Dos mujeres jóvenes, un varón. Muy guapas. Comí solo. Cine. Me salí a la mitad. Casa. Busqué en internet información sobre las dos aspirantes. Muy guapas
.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Me decidí por Rosa Santos. En cuatro días empieza. Poco trabajo. Escribí a Daniel pero no le envié el mail. Lo dejé como borrador. Tarde, fui al cine. Traté de entrar en la misma película de ayer para ver la otra mitad. No me dejaron entrar con la película empezada. Casa, cena fría. Siento como si efectivamente le hubiera enviado a Daniel ese mail. Comprobar
.

* * *

9 am, arriba. Metro. Oficina. Rosa Santos vino con un vestido rojo. Indicaciones básicas. Café en el bar de enfrente. Más indicaciones. Me gusta tener un subordinado. La invité a comer pero tenía planes. Por la tarde, traté de ignorarla. Rumores en la oficina. Muy guapa
.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Rozo a Rosa con mi cuerpo cuando señalo faltas de ortografía en sus notas de prensa. Por la noche, revisé mis cuadernos de hace cinco años. Ruptura con Ana. 23 polvos en 2006. ¿Yolanda
?

* * *

12 am, arriba. No hice nada en todo el día. Leí todos los sms de 2004. 209 de Ana.

4 pm, arriba. Sigue siendo domingo
.

* * *

9 am, arriba. Metro. Oficina. Comida con Rosa. Estuve simpático, preguntón. No tiene novio. Su padre es director de una ONG. Quizá conozca a Daniel. No pregunté. Las chicas de Daniel. Su madre está muerta. Un hermano. Pagué yo
.

* * *

12 am, arriba. 12.30 pm, sms a Rosa. «¿Te hace una película esta tarde?» 5.56 pm, sms de Rosa. «Lo siento, ya he quedado, ¡hasta el lunes!» Apagué el móvil. Masturbación
.

* * *

9 am, arriba. Metro. Oficina. Primera bronca a Rosa. Se puso a llorar. No recuerdo los motivos. Cena fría
.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Café con Rosa. Muchísimo trabajo. Detergentes. ¿Algún sinónimo de detergente?, Rosa. ¿Droga?, yo. Risas. Leí 100 páginas seguidas de una novela.

* * *

7 am, arriba. Tres tazas de café. Empecé a leer
Historia de los perros.
Diógenes de Sinope. Daniel. Verbal. 12 am, sms a Rosa. «¿Te hace una película esta tarde o noche? Besos.» 2 pm, sms de Rosa. «¿Puedes mañana? Elige tú

Entradasdecine.com. Una película de terror. Leí todo lo que encontré sobre ella en internet
.

1 pm, arriba. Cine con Rosa, sesión de las seis.
La huérfana
. Cervezas por el centro. Copas. Cogió un taxi. Masturbación.

* * *

12 am, arriba. Cine con Rosa. Sesión de las ocho. No recuerdo el título. Copas, taxi a mi casa. Follamos. Me corrí dentro. Ella está aquí ahora
.

* * *

9 am, arriba. Metro. Oficina. Rosa y yo salimos juntos del trabajo. Mi casa. Le comí el coño. Me muerde los dedos de la mano mientras gime. Sexo anal. Se fue en taxi
.

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